Viejos rencores. Lilian Darcy

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Viejos rencores - Lilian Darcy Bianca

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nuestro futuro en este pueblo va ser una acogedora colaboración profesional, ¿verdad? Pues no va a ser así, Francesca. Hace quince años, tu ingenuidad hubiera sido… –vaciló e inspiró con intensidad–. Dulce. Ahora vuelve a la realidad, ¿de acuerdo? A mí me caía muy mal tu padre y lo despreciaba mucho más que nadie que haya conocido. No voy a decir que sienta eso por ti, pero no me va a encantar ser testigo de cómo tu clínica prospera mientras que yo me estoy dejando los… bueno, trabajando como un loco sólo para sobrevivir. ¿Es que no lo entiendes?

      –Yo… Sí, supongo que puedo entenderlo –concedió totalmente despistada.

      ¿Por qué era su padre el causante de aquella hostilidad? Era el padre de él el que había perdido la licencia por negligencia, ¿no? Luke debía estar equivocado. De repente sintió un poco de lástima por él.

      Fuera lo que fuera en lo que estuviera equivocado, en algo tenía razón: su consulta tenía un aire de fracaso total.

      Luke había dicho que aquellas eran horas de citas, pero, ¿qué médico con éxito citaría los sábados por las tardes? Y desde que ella había llegado allí no había visto rastro de ningún paciente ni a ninguna enfermera o recepcionista. Evidentemente aquellos puestos estaban cubiertos por el cartel de: Por favor siéntese y llame al timbre.

       ¡Sí, definitivamente sentía lástima por él!

      Luke estaba frunciendo el ceño al mirar a su reloj. Era evidente que quería que se fuera.

      –Bien, no tomaremos café, pero dame alguna información, por favor Luke. La última vez que te vi… habías abandonado la escuela y estabas trabajando de mecánico de motos. Entonces te fuiste de la ciudad, ¿verdad? Y ahora eres especialista en medicina de familia. No debe haber sido fácil.

      –En eso tienes razón –emitió una corta y áspera carcajada, pero no de diversión–. Tuve que terminar la secundaria, la universidad, la facultad de medicina. Intenté hacer la especialidad de endocrinología y estudié un año y medio, pero luego decidí que necesitaba más variedad. Pero cuando ocurre algo que te trastoca la vida por completo, tienes que tener una motivación muy fuerte para dar el paso siguiente.

      –¿Y qué te pasó, Luke? No creo haberlo oído. ¿Fue una… conversión religiosa o algo así?

      Él se rió con impaciencia.

      –¿Una conversión religiosa?

      –Hay gente a la que le pasa.

      –¿Y por qué se te ha ocurrido eso? ¿Por mi ropa? ¿No pensarías que seguiría vistiendo de cuero negro?

      –No, por supuesto que no. Yo…

      –En ese caso, ¿Por qué vas tú vestida con ese elegante traje azul marino? ¿Por qué no sigues llevando esos vestidos de adolescente que dejaban pasar la luz –se paró y se rió–. ¡No importa! Me visto así con la terca esperanza de mejorar mi imagen en este pueblo. Pero hasta ahora no ha sido así. Menos mal que ya me siento bastante cómodo vestido así. Pero, de vuelta a tu pregunta inicial, no fue una conversión religiosa. Yo estaba… convencido de que irse de este pueblo era una buena idea. Y aunque eso no me costó mucho, las dificultades aparecieron después, en Nueva Jersey. Mi hijo murió –terminó con voz ronca.

      –¡Oh, Luke!

      –Está bien. Hubiera sido peor si hubiera vivido. Era prematuro y su madre era una yonki. Tuvimos un accidente de moto y ella se puso de parto con diecisiete semanas de adelanto sin ninguna esperanza de supervivencia. Y ahora, si no te importa, te diré un cortés y profesional adiós. A menos que esté muy equivocado, estoy a punto de tener un paciente. Aunque no te preocupes, no creo que sea de los que a tu padre le hubiera importado perder. Es muy improbable que pague.

      –¿Qué? –gimió ella aturdida ante su tono rudo–. ¡Como si eso me importara a mí! Yo estoy perfectamente dispuesta a trabajar con pacientes del seguro.

      Ya estaba volviendo a ponerse furiosa, pero él la estaba ignorando y se había acercado a abrir la puerta. Una mujer muy mal vestida, casi desdentada y embarazada, de cerca de cuarenta años, estaba avanzando con torpeza por la acera de cemento que bordeaba la casa. En la acera había aparcado un coche destartalado.

      Debió ser el chirrido o el portazo de la puerta del coche lo que había alertado a Luke de su llegada.

      –¡Hola, Karen! –la recibió con una alegre sonrisa.

      Francesca recordaba aquella sonrisa que le aceleró el pulso incluso aunque no se la hubiera dirigido a ella.

      –Pase.

       –¡Oh, doctor Luke! –la mujer se iluminó de alivio y su áspera cara se suavizó–. Menos mal que me ha recibido. Desde luego no me siento nada bien hoy.

      Y nada más decirlo, se desplomó en el suelo.

      Luke y Francesca reconocieron lo que pasaba al instante, pero fue él el que se puso al mando.

      –Sujétala. Iré buscar algo para que muerda. No dejes que se haga daño a sí misma. Debe tener la tensión por las nubes. Voy a buscar valium.

      Luke estaba sacando llaves de un bolsillo y desapareció por el corredor hacia la puerta de un pequeño dispensario.

      –¿Una ambulancia? –preguntó Francesca aprisa.

      –Sí, porque puede que haya que ingresarla –le pasó el plato de mordida y Francesca se lo introdujo con cierta dificultad.

      –¿Cuánto le falta para salir de cuentas?

      –Una semana, dos como máximo. No puedo recordarlo con exactitud.

      Luke bebió una botella de zumo de naranja y comió un sandwich de mantequilla de cacahuete como si en ello le fuera la vida.

      Comer le parecía muy inapropiado bajo aquellas circunstancias y dijo con leve tono de acusación:

      –Pero seguramente… ¿No la has atendido en cuidados prenatales?

      –Cuando consigue acudir a sus citas sí, pero lleva cuatro semanas sin venir. Creo que su novio debe haberse ido del pueblo con el coche. No pierdas el tiempo con esta historia. ¡Llama a la ambulancia!

      –¿Llamar?

      –Ahí mismo.

      Señaló la mesa y desapareció en otra habitación a lavarse las manos. Ella marcó el 911 balbuceando un poco al tener que dar los detalles.

      –Calle State. La vieja casa blanca. La casa de los Wilde.

      –Número 135 –informó él con tensión al volver con una jeringuilla de valium que le suministró en el acto.

      A los cinco minutos, los estertores habían remitido y pudieron quitarle la bandeja de mordida que había evitado que se mordiera la lengua, pero Luke ya le había metido una buena dosis del medicamento.

      –Ya se le ha pasado bastante. Tendremos que monitorizarla con mucho cuidado.

      –Y al bebé.

      –Y al bebé –acordó él.

      –También

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