Diplomacia y revolución. Manuel Alejandro Hernández Ponce
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Después de este periodo de tensión y negociación siguieron cuatro coyunturas político-militares, que fueron resueltas por la vía diplomática mediante la instauración de tratados y convenios. El primero se firmó en 1843, cuando se estableció en la Ciudad de México la comisión que atendió “todas las reclamaciones del gobierno y ciudadanos de Estados Unidos contra la república mexicana que no fue decidido por la última Comisión [1839]”.5 Por su parte, el gobierno mexicano negoció las deudas adquiridas con los demandantes estadounidenses.6
El Tratado de Guadalupe-Hidalgo (1848) es uno de los documentos más célebres en la historia del conflicto entre ambas naciones, ya que en él se propuso poner fin a la invasión estadounidense a México. Aunque el gobierno mexicano firmó la cesión de una buena porción de la superficie nacional, logró renegociar la liquidación de los saldos que aún no se pagaban por causa de los reclamos pendientes de 1839. Por su parte, el gobierno estadounidense se comprometió a resolver a la brevedad los daños causados por las comunidades de indios americanos a propietarios asentados en la región de la frontera norte.
Es importante señalar que la relación más prolífica entre los gobiernos estadounidense y mexicano se implantó por vía del bando liberal, con quienes a lo largo de la segunda mitad del siglo se estableció un mayor número de tratados y convenios, ello de frente a los conservadores que privilegiaron las relaciones con estados europeos. Desde el restablecimiento de las relaciones bilaterales en 1848, se vivieron momentos de estabilidad diplomática, aunque con graduales niveles de cooperación.
Otro de los convenios diplomáticos más estudiados por la historiografía es el Tratado de McLane-Ocampo (1859), diseñado por los liberales mexicanos. Su objetivo fue otorgar al gobierno de Estados Unidos derechos de perpetuo tránsito, tanto por el istmo de Tehuantepec como por los puertos de Matamoros, Mazatlán, Nogales y Guaymas, en reciprocidad se recibirían cuatro millones de dólares, de los cuales casi la mitad serviría para saldar los reclamos estadounidenses pendientes de los convenios signados en décadas anteriores.7
Finalmente, en julio de 1868 se firmó en la ciudad de Washington D. C. un convenio con el que se pretendió atender las reclamaciones de los ciudadanos de ambas naciones; fueron considerados casos de presuntos daños o atentados a propiedades, tierras, animales, negocios e inversiones.8 En una primera etapa, las funciones de este convenio se extendieron hasta 1874, prorrogándose a 1876 a fin de solucionar el total de los casos presentados. No obstante, aun con los trabajos de ambas cancillerías, fueron pocos los casos resueltos y mucho menos los saldados. Cuando Porfirio Díaz tomó el poder se interrumpieron definitivamente los tratados, negociaciones y pagos pendientes.9
Durante el siglo xix las relaciones México-Estados Unidos consistieron en una combinación de reclamos, presiones y convenciones que por momentos parecieron la antesala de una invasión. El gobierno de Díaz tampoco escapó de esta dinámica, pues el tema principal de su cuerpo diplomático ante Washington fue el establecimiento de tratados de frontera (julio de 1882, noviembre de 1884, febrero y marzo de 1889, agosto de 1894 y diciembre de 1899), comerciales (enero de 1883, febrero de 1885 y mayo de 1886), combate a los indios transfronterizos (julio de 1882, octubre de 1884, octubre de 1885, noviembre de 1892 y junio de 1896) y varios tratados sobre el aprovechamiento del río Bravo (marzo de 1905, mayo de 1906 y junio de 1910).10
Con el cambio de siglo, el régimen de Díaz se posicionó frente a Estados Unidos como uno de los más sólidos en Latinoamérica; México fue considerado un ejemplo de paz y disciplina al que otras naciones debían aspirar, como Cuba, Venezuela, Haití y Nicaragua. El éxito del porfiriato, según algunas voces desde el extranjero, fue su similitud con la forma de gobierno estadounidense, pues su “constitución es muy similar a la de los Estados Unidos, la constitución de muchos [de sus] estados está cercanamente parecida a la de los estados americanos” (The Alamogordo News, 18 de enero de 1900: 1).
El intervencionismo fue sustancial para la política diplomática estadounidense durante la primera década del siglo xx, especialmente en Latinoamérica donde la intervención se justificó por el interés de garantizar el bienestar e inversiones de sus connacionales. El reconocimiento o desconocimiento de la legitimidad de las naciones fue una de las estrategias de presión diplomática que privilegió el Departamento de Estado para establecer condiciones favorables a los intereses de Estados Unidos.
El cuerpo diplomático estadounidense evaluó que el principal reto hacia México era afrontar la distancia cultural entre el mundo anglosajón y el latinoamericano, por ello los representantes desplegados en Latinoamérica fueron encomendados para atender los desencuentros provocados por la actitud de algunos estadounidenses. Según algunos informes de cónsules, sus ciudadanos en el extranjero “olvidaban que ellos eran, en un sentido, invitados del país en el que residían, abusaban de los habitantes, injuriar instituciones, innecesariamente enfrentarse a oficiales gubernamentales, formular complots, presentar reclamos dudosos, y obligar a las legaciones (representaciones diplomáticas) a lanzar ultimátum” (Marshall Brown, 1912: 156).
Eran tiempos de prueba para la diplomacia estadounidense. Cuidar el desarrollo de la política exterior fue fundamental para extirpar del continente la influencia europea y lograr que las naciones latinoamericanas siguieran la ruta trazada desde Washington. México fue uno de los casos de especial interés para la administración estadounidense, especialmente porque ahí se emprendieron ambiciosos proyectos comerciales que involucraron un importante número de capitales.
La relación entre la administración del presidente Porfirio Díaz y la de Theodore Roosevelt fue cercana, pues ambos fueron conscientes de la interdependencia de sus intereses. Los representantes estadounidenses en México se concentraron en la exploración de recursos y mercados para que fomentaran la inversión extranjera. Sin embargo, no siempre se condujeron por el mismo sendero, ya que Díaz pretendió que la diplomacia mexicana tomara un papel protagónico en el ámbito internacional, lo que generó rupturas, particularmente en el caso de Nicaragua.11
A pesar de las pequeñas desavenencias, la diplomacia entre ambas naciones se condujo de manera cercana, resolviendo cualquier desencuentro comercial, fronterizo o territorial. La prensa estadounidense informó que su vecino del sur vivía una nueva era; algunos viajeros que regresaban a Estados Unidos declaraban que “en ninguna porción del mundo es la vida o propiedades más seguras que en la república tde México […] El testimonio universal de extranjeros es que México es bien gobernado como ninguna nación en el mundo” (The Alamogordo News, 18 de enero de 1900: 1).
La diplomacia porfirista privilegió sus relaciones comerciales con Europa y especialmente con Estados Unidos mediante la resolución de las cuentas pendientes respecto a las pugnas territoriales heredadas por sus antecesores. Como resultado de las negociaciones se impulsó la llegada del ferrocarril, lo que a México al comercio exterior y facilitó el intercambio comercial. Esta innovación tecnológica “permitió que un comercio que alcanzaba un valor de nueve millones de pesos en 1870, ascendiera a 36 millones en 1890 y a 117 millones en 1910” (Zoraida Vázquez y Meyer, 1994: 111).
Fue tan exitosa la política comercial exterior de Díaz que a fines de la primera década del siglo xx Estados Unidos “absorbía 76% de las exportaciones totales mexicanas, básicamente de metales” (Zoraida Vázquez y Meyer, 1994: 116). México avanzaba a la modernidad mediante vínculos con el mercado estadounidense, así como una sólida red de intereses y dependencias que duraría algunas décadas más.
Uno de los periodistas que más publicaron sobre la situación mexicana fue John Kenneth Turner, reportero de The Mexican Herald, quien escribió una serie de artículos denominada México Bárbaro. Su lectura generó furor en Estados Unidos, y fue tan controversial que el Congreso de Estados Unidos intentó prohibir su publicación