Cultura política y subalternidad en América Latina. Luis Ervin Prado Arellano
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En este sentido, tenemos que decir que subalternidad ha sido una categoría a la vez útil y polémica, cuyo rastreo nos lleva a Antonio Gramsci4 quien utilizó el adjetivo subalterno, evocando la estructura militar y los rangos inferiores. Pero será Ranajit Guha5, y el grupo de estudios subalternos del sur de Asia quienes reinventen la subalternidad con una amplitud mayor que el concepto de clase, que piensen a los grupos populares, principalmente campesinos, como agentes conscientes y políticos6.
El éxito de esta categoría ha radicado en por lo menos dos aspectos. Primero es una categoría de carácter más amplio y flexible que el rígido concepto de clase social, introduce de manera contundente actores que habían tenido escasa y casi ninguna importancia en la tradición marxista, principalmente da una gran visibilidad a sectores campesinos. Segundo, es una categoría que renueva el análisis histórico, en la medida en que introduce el estudio de los subalternos en el campo de lo político, se trata de un concepto que inequívocamente evoca una relación con el poder, que sugiere un orden social y político jerárquico, pero que sin duda ha permitido una mayor sensibilidad con temas sobre la nación, la crítica a los nacionalismos elitistas, la apertura a un gran número de actores políticos, a quienes se había restringido la entrada en este campo, con ello contribuye al cuestionamiento sobre la inmovilidad de estos grupos, y a su comprensión como actores políticos que agencian sus intereses.
Ahora bien, pensar en una historia subalterna, o de los grupos populares, en la vertiente latinoamericana, no compromete una única tradición historiográfica, por eso la diversidad conceptual, y principalmente los esfuerzos por historizar y precisar a quiénes se refiere cuando se habla de grupos populares o sectores subalternos. En esta dirección se puede dar cuenta de una importante trayectoria en la que se resalta la participación popular. Baste indicar los iniciales trabajos de Florencia Mallón7 y Nelson Manrique8 sobre la participación campesina e indígena en la construcción nacional peruana, pasando por textos como los de Mark Thurner,9 Peter Guardino10 o Cecilia Méndez,11 entre muchos otros.
Existe cierta confluencia temporal de muchos de éstos trabajos en el siglo XIX, básicamente a partir de los estudios sobre las revoluciones de independencia, en los que se analiza la relación o tensión entre pueblo y política o pueblo y poder. Pasando luego por la segunda mitad del siglo XIX, periodos predominantemente liberales, en los que se produjeron coyunturas de politización popular alrededor de procesos electorales, pronunciamientos militares, levantamientos armados, guerras, asonadas, con lo cual, se abrieron rutas de análisis sobre la construcción de ciudadanía, el lugar de los ejércitos, y las negociaciones producto de estas participaciones políticas. También ha tenido lugar el análisis de las transgresiones frente a las formas tradicionales de concebir la participación política, en tanto la confrontación violenta no fue inusual en la construcción de las naciones, demostrando que las montoneras, guerrillas, dieron lugar a un tipo de ciudadanía republicana, el ciudadano en armas, como lo analizan las historiadoras Martha Irurozqui12 o Flavia Macías.13
El análisis de los de abajo, de sus formas de acción y participación ha irrumpido de manera considerable en el contexto latinoamericano. Con todo, aun parecen insuficientes las respuestas al por qué de la invisibilidad de los sectores populares, a su marginamiento de los grandes relatos de la historia, y los cuestionamientos sobre si es posible comprenderlos por sí mismos, aislándolos de las relaciones sociales y de poder propios de sus contextos.
Esto último nos conduce a una de las principales conclusiones del simposio para la investigación historiográfica, no se pueden aislar a los diferentes grupos subalternos, para crear sujetos idealizados, romantizados, no se puede caer en la esencialización de un grupo, en la naturalización de identidades, de lo que se trata, es de plantear problemas, que permitan, por ejemplo, pasar de su comprensión en las historias locales a las historias globales, de transformar las grandes narrativas.
De ahí que podamos indicar que la categoría de subalternidad encierra sus propias tensiones, es un concepto límite, va en busca de los subalternos para introducirlos en el discurso histórico como actores actuantes de su época, y en relación con los grandes problemas de una historia más global, por lo tanto, no se pueden constituir en objeto de estudio por sí solos, pues esto implica una nueva marginalidad, una historia separada de las grandes narrativas de la historia, por el contrario lo que se propone es la fractura de las grandes narrativas, detonarlas con la introducción de nuevos actores políticos, campesinos, mujeres, subalternos urbanos, plebeyos, que permitan construir mejores lecturas de la política, sobre la nación y sus conflictos, las formas de ciudadanía, los procesos de liberalismo y resignificación de la libertad, las transgresiones políticas.
En este sentido, Subalternidad y cultura política recoge renovadas perspectivas para la disciplina histórica, pues se enfrentan al esquivo y difícil interrogante acerca del significado político de las diversas manifestaciones, acciones y representaciones de los grupos populares, los cuales no se encuentran al margen, sino dentro de los grandes procesos y acontecimientos históricos.
James Sanders, bajo el título “La cultura política de los subalternos y la evolución de la historia intelectual”, sugiere una nueva agenda para el estudio de los sectores subalternos, o como él denomina para la historia política subalterna, que transitaría de la nueva historia política a la historia intelectual. Además, en lo que se podría indicar como apuntes para entrar en un nuevo debate, y después de varias décadas de una lectura de los aportes de los sectores populares en la construcción de la nación, Sanders se interroga por la factibilidad de encontrar un equilibrio entre una historia que le reconozca a los subalternos su importancia para influir y cambiar la cultura política de la nación y una historia de la explotación y violencia que soportaron muchos de ellos. Si bien se interroga por el equilibrio entre dos perspectivas, con ello ahonda en las complejas e irresolubles relaciones entre lo social y lo político. Sanders así mismo realiza una relectura de su propio libro, Republicanos indóciles, para enfatizar en el componente discursivo, en la concepción de ciudadanía e igualdad, de indígenas, afro-caucanos y campesinos, frente al discurso liberal de las élites.
Ishita Banerjee se ocupa de tres aspectos: subalternidad, cultura política y género, tomando como punto de referencia los más destacados trabajos al respecto en el sur de Asia, donde se introdujo el proyecto subalterno hace más de tres décadas, impactando en la renovación de la interpretación política de los grupos populares, en una compleja y más amplia comprensión de las tensiones de la modernidad. Banerjee analiza la influencia de este programa en la historiografía latinoamericana. Adicionalmente, se enfoca en el sentido que se le ha dado en los estudios de género al concepto de Subalternidad, esto en un sentido amplio, es decir, en relación no sólo con la historia sino en la interdisciplinariedad que suponen éstos estudios que buscan comprender la experiencia y la formación de subjetividades. Saurabh Dube, por su parte, presenta un provocador análisis sobre la modernidad, uno de los temas más prolíficos de los estudios del sur de Asia, en medio de lo que él denomina los encantamientos y desencantamientos de la modernidad, en torno a los cuales observa problemas y tensiones como la concepción de la temporalidad,