Cultura política y subalternidad en América Latina. Luis Ervin Prado Arellano
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¿La historia intelectual (o conceptual)? ¿No es ésta la historia más aislada, más conservadora, más tradicional? ¿Por qué queremos meternos en ella? Pues tal vez porque una historia subalterna intelectual pueda salvar la historia intelectual como salvó la historia política. Debemos recordar que en los años noventa hubo preocupación porque la historia política se estuviera muriendo, no había mucho interés en ella y la mayoría de historiadores hacían historia social e historia cultural. Era vista como un campo bastante conservador que sólo estudiaba a las élites y a los poderosos, exactamente como muchos ven hoy la historia intelectual.
Y creo que no es polémico decir que la historia intelectual ha pasado de moda y ha sido reemplazada por la historia cultural. Esa debilidad de la historia intelectual es en gran parte culpa suya. Por décadas ha sido muy conservadora en sus sujetos y sus métodos de investigación y me parece que ese tipo de historia todavía es básicamente una lista, una progresión, del pensador tal que influyó en el pensador tal, el cual influyó a su turno en el pensador fulano, y así sucesivamente. Lo que le falta a esa historia es la interacción de estas ideas con la sociedad en un sentido más amplio. Como lo ha planteado Francisco Ortega en su trabajo, la preocupación de los historiadores intelectuales ha sido si sus sujetos colombianos han entendido “correctamente” las ideas de los pensadores europeos. Ortega discute esto en lo relativo a la influencia de Jeremy Bentham en Colombia: en vez de entender cómo fue que los colombianos decimonónicos usaron las obras de Bentham para crear sus propias y originales ideas sobre el honor, el orden y la moralidad política —el propósito de Ortega en su importante libro—28 los historiadores han estado preocupados por cuáles de sus sujetos históricos entendieron “verdaderamente” a Bentham.
Esta metodología tradicional va de la mano con un eurocentrismo muy fuerte en muchas obras de historia intelectual.29 John Headley, en The Europeanization of the World: On the Origins of Human Rights and Democracy, ha insistido en que fueron Europa y Estados Unidos —y solamente Europa y Estados Unidos— donde se crearon la democracia y la idea de derechos universales. Headley desprecia todos los esfuerzos no europeos considerándolos insostenibles y sin respaldo institucional.30 Tristemente, como lo discutiremos luego, este estereotipo no es raro entre los historiadores globales y es peor aún con los historiadores de Europa o de Estados Unidos. Sin embargo, este eurocentrismo es asombrosamente común también entre algunos historiadores que estudian las tradiciones intelectuales de América Latina. Para Roberto Breña, por ejemplo, los movimientos y creaciones intelectuales más importantes del mundo hispánico empezaron en España y solo después se trasladaron a América Latina.31 La crítica profunda al eurocentrismo que tantos autores vinculados a los Subaltern Studies y los estudios pos-coloniales han hecho, me parece que no ha influido la historia intelectual de la misma manera en que ha cambiado la historia política y social.32
Junto al eurocentrismo, la otra falla de la historia intelectual es su elitismo.33 Los intelectuales que han merecido ser estudiados casi siempre son de la clase alta. 34 Los historiadores han tratado de justificar esto con la excusa de las fuentes. Solamente los educados y los alfabetizados dejaban algo escrito que permitía conocer sus pensamientos. Sin embargo, los historiadores ofrecieron las mismas excusas en los años sesenta en lo relativo a la historia social. Era imposible, decían, estudiar las vidas de esclavos o mujeres o trabajadores porque ellos no dejaron fuentes escritas.35 Claro, los historiadores simplemente no habían buscado estos recursos en los archivos —y en realidad habían muchísimos— o debían aprender nuevas maneras de leer otras fuentes para buscar en ellas la vida popular. Por supuesto, siempre queremos más y hay vacíos y la tarea es muy difícil, pero es posible hacerla. Hay que ampliar nuestro sentido de los recursos para pensar y escribir la historia intelectual. De cualquier modo, esta excusa de las fuentes encubría un estereotipo más profundo: las clases populares no tenían, y no tienen, supuestamente, pensamientos que merezcan su estudio.
Otro gran obstáculo de la historia intelectual tradicional es su obsesión con el origen de una idea o un pensamiento, como si el origen nos relatara todo. Éste no es el énfasis en la historia de la tecnología, por ejemplo.36 Si bien es importante que los alemanes Karl Benz o Gottlieb Daimler hubieran inventado el automóvil, es igualmente importante la difusión de esta tecnología por Henry Ford en Estados Unidos, porque fue la difusión la que afectó la sociedad más profundamente, no la creación inicial.37 Los historiadores en otros campos también han empezado a criticar la concepción que busca al primero en descubrir o iniciar un concepto o proceso histórico, y cómo estas búsquedas de “los primeros” han deformado —usualmente debido al eurocentrismo— la historiografía.38 Necesitamos, creo, una historia intelectual que se enfoque en las prácticas cotidianas y en cómo las ideas fueron transformadas por estas prácticas así como en las ideas en tanto que invención abstracta y en los debates doctrinales entre letrados.
Tal vez estoy planteando un argumento demasiado polémico. Los mejores historiadores de las ideas ya están transformando la historia intelectual, aunque creo que todavía se necesitan cambios profundos.39
Voy a aprovechar este ensayo para repensar dos historias intelectuales de mi primer libro, Republicanos indóciles, que Isidro Vanegas tradujo tan cuidadosa y cultamente.40 Tengo que repensarlo, porque aunque quería darle voz a los subalternos indígenas y afro-colombianos, cuando escribí este libro, hace quince años, todavía no podía aceptar o entender, completamente, las consecuencias de lo que descubrí en los archivos: no solo la contribución intelectual de esos grupos a la nación y a la política —lo cual era mi propósito— sino también que ellos hicieron una contribución a la historia intelectual. Por ejemplo, los indígenas del Cauca empezaron a desarrollar una nueva comprensión de la ciudadanía decimonónica buscando resolver un problema del concepto de ciudadanía que aún hoy enfrentan las sociedades democráticas: el choque entre las identidades particulares —muchas veces de minorías— y la identidad supuestamente universal de la ciudadanía. Los afro-colombianos del Cauca, al mismo tiempo, estuvieron redefiniendo el significado de la igualdad y su relación con el republicanismo de formas tan creativas y avanzadas como en cualquier otro lugar del mundo atlántico.
Empecemos con los indígenas del sur del Cauca.41 En el siglo diecinueve tanto a los liberales como a los conservadores les preocupaba que los indígenas no fueran aptos para ser ciudadanos. Para muchos conservadores el problema era esencialmente racial mientras que muchos liberales pensaban que cualquier problema racial podía ser resuelto mediante la “civilización”, la educación y el “blanqueamiento” de las clases bajas. El problema más grave, sin embargo, era la posición legal de los indígenas, afuera de la igualdad jurídica que era tan central a la visión de republicanismo de los liberales. Los liberales advertían que mientras los indígenas fueran gobernados por una legislación especial “no se volverían ciudadanos libres y miembros activos de una república democrática”.42 Otro liberal sostenía que el estatus especial indígena era “similar al de los