Estrella Fugitiva. Barbara Cartland

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Estrella Fugitiva - Barbara Cartland La Coleccion Eterna de Barbara Cartland

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      ESTRELLA FUGITIVA

      Barbara Cartland

      Barbara Cartland Ebooks Ltd

      Esta Edição © 2020

      Título Original: “A Runaway Star”

      Direitos Reservados - Cartland Promotions 2020

      Capa & Design Gráfico M-Y Books

       m-ybooks.co.uk

       CAPÍTULO I 1842

      Millet se puso el delantal de paño verde y se sentó frente a la mesa de la despensa, donde ya había colocado varios objetos de plata.

      Era el momento de la noche que disfrutaba más cuando ya había mandado a la cama a los lacayos y podía quedarse solo.

      Millet sabía limpiar la plata con gran pericia. Para frotarla, usaba el dedo pulgar, como le habían enseñado cuando todavía era lacayo.

      Había ido mejorando la técnica a través de su vida, hasta que cualquier objeto de plata que pasaba por sus hábiles manos brillaba con tal intensidad que reflejaba como un espejo cuanto sucedía en el comedor.

      Esta noche, estaba encantado: había sacado de la enorme caja fuerte, que casi era del tamaño de una habitación pequeña, un copón de plata con una base de cristal de roca. Aquel bello objeto lo había dejado sin aliento cuando lo vio por primera vez.

      El copón, a pesar de haber sido envuelto en un paño verde, estaba muy necesitado de limpieza. Millet le pasó una mano por encima, con la misma solicitud que si se tratara de una mujer amada.

      A decir verdad, la gran pasión de su vida era la plata. Casi se le había roto el corazón al tener que abandonar la colección del Conde de Sheringham, que había limpiado y admirado por casi treinta años.

      Pero no quería pensar en eso ahora, sino en dedicarse a admirar los tesoros que descubría continuamente en su nuevo empleo.

      Sabía muy bien que pronto empezarían a obsesionarlo y qué pensaría en ellos día y noche.

      El copón de plata, finamente tallado en la orilla superior y alrededor de la base, tenía delicadas figuras de diosas desnudas alrededor del tallo. Remataba el conjunto la Diosa de la Misericordia, por lo que constituía el más fino ejemplo de orfebrería que Millet había visto nunca.

      Los dedos le cosquilleaban de impaciencia por ponerse a trabajar. Mezcló el limpiador blanco en un pequeño plato, revolviéndolo hasta que adquirió la consistencia de la leche.

      Después, levantó en alto el trapo limpio de lino que había preparado para su tarea.

      En aquel momento, al oír que llamaban a la puerta de la despensa, levantó la vista impaciente.

      Millet era un hombre de aspecto distinguido a quien los miembros más jóvenes de la servidumbre gastaban bromas, pues, según ellos, tenía el aspecto de un obispo.

      Pero no había mucho amor cristiano en la voz con que preguntó ahora:

      —¿Quién es?

      Como si la pregunta fuera una invitación para entrar, la puerta se abrió y el lacayo de guardia, un hombre tan viejo como el propio Millet, asomó la cabeza.

      —Tiene usted una visita, señor Millet. Alguien quiere verlo.

      —¿Una visita?— preguntó Millet, con visible irritación.

      Lo que más le disgustaba en la vida era que lo interrumpieran cuando estaba concentrándose en limpiar la plata.

      Antes que pudiera preguntar quién podía querer visitarlo a aquella hora de la noche, una diminuta figura empujó al lacayo y entró en la despensa.

      Millet levantó la vista asombrado al ver a una mujer que se cubría el rostro con un velo. No imaginaba quién era, ni por qué había ido a verlo.

      Cuando el guardián cerró la puerta, la visitante se quitó el velo de la cara. Millet lanzó una exclamación y se puso de pie.

      —¡Milady!

      —¿Te sorprende verme, Mitty?— preguntó una voz muy joven—, sé que es tarde, pero estaba segura de que no te habrías acostado.

      —No, milady. Pero usted no debería estar fuera de casa a esta hora de la noche.

      Millet trajo una silla de un rincón de la habitación, la sacudió con una esquina de su delantal de paño verde y la ofreció a su visitante.

      —Siéntese, milady— le dijo.

      La jovencita, que era casi una niña, lo obedeció.

      Pero antes de sentarse se desabrochó la capa oscura para montar que llevaba sobre un traje de terciopelo, se quitó el sombrero de amazona, de copa alta.

      Colocó el sombrero en la mesa, junto a los objetos de plata, y se arregló el cabello con las manos.

      Un rayo de sol parecía haber penetrado en la despensa. La luz procedente de la lámpara de aceite se reflejó en los mechones dorados de su cabellera y pareció juguetear en sus ojos grandes y expresivos.

      Eran ojos extraños, de un tono azul pálido, con rizadas pestañas, como las de un niño, que le conferían a la joven un aire primaveral.

      Al mirarla, uno no podía sustraerse a la idea de que los problemas y las dificultades de la vida nunca la habían tocado, y que jamás lo harían.

      —¡No me diga que vino sola, milady!— exclamó Millet.

      Cuando se hubo desprendido de la ropa de abrigo, la chica se volvió hacia él, con una sonrisa en los labios.

      —Llegué montando a César. Está afuera, atado a un poste.

      —¡Sola! ¡Y montó a César, milady! Si Su señoría, el Conde, lo supiera, se enfadaría mucho.

      —Su Señoría va a enfadarse por muchas de las cosas que estoy haciendo, así que una más no importa.

      La voz de la muchacha encerraba un tono de rebeldía que Millet no había oído nunca antes y que lo hizo mirarla lleno de temor.

      Se dijo que su señoría, el Conde, debía preocuparse un poco más por una hija tan hermosa como Lady Grace.

      Pero Millet había aprendido en la dura escuela del servicio doméstico que el amo siempre tiene la razón, así que esperó en silencio.

      Lady Grace le daría una explicación acerca de su presencia a esa hora tan intempestiva, pues ya debía estar acostada en su cama, en el dormitorio que ocupaba en el segundo piso del Castillo de Sheringham.

      —Siéntate, Mitty— dijo Lady Grace, usando el diminutivo que le había dado al mayordomo cuando era niña.

      Aquel sobrenombre evocaba tantos felices momentos del pasado, que Millet se conmovió. Pero comprendió que los viejos tiempos jamás volverían.

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