Estrella Fugitiva. Barbara Cartland
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Estrella Fugitiva - Barbara Cartland страница 3
Y ahí, desde luego, no había mujeres desagradables, de voces chillonas, como la de su madrastra, que la lastimaran.
No se trataba del hecho de que la nueva Condesa de Sheringham estuviera ocupando el lugar de su madre en la casa, ni de que estuviera celosa porque ella acaparaba la atención de su padre. Era que, de manera instintiva, Grace se daba cuenta de que Daisy Sheringham no era una mujer decente.
No acertaba a explicarse esa sensación, pero lo cierto era que detestaba cualquier contacto con su madrastra.
Comprendió que debía haber desconfiado desde el primer momento cuando ella le anunció que iba a casarla con el Duque de Radstock.
«Estaba ciega… completamente ciega… como un gatito que no hubiera… abierto los ojos», pensaba ahora.
El descubrir la verdad detrás de todo aquello, esa misma tarde, la había hecho casi enfermarse de horror y de aprensión.
El Duque había llegado para quedarse unos días en el Castillo y hacer los últimos preparativos de la boda.
Grace lo había visto muy poco hasta entonces. De hecho, como se acostumbraba cuando se trataba de mujeres muy jóvenes, nunca se le había permitido estar a solas con él, excepto unos pocos minutos, la vez que su padre la había hecho acudir al Salón Rojo, donde lo encontró con el Duque.
Grace ni siquiera sabía que el hombre con quien le habían dicho que iba a casarse estuviera en el Castillo.
Por lo tanto, no sólo se había sorprendido al verlo, sino que se sintió muy turbada cuando atravesó la habitación, consciente de que él la observaba.
Ella había hecho una cortesa reverencia, sin atreverse a levantar los ojos hacia él.
—Tu madrastra debe haberte dicho ya, Grace— le había dicho su padre—, que el Duque de Radstock te ha hecho el gran honor de pedirme tu mano en matrimonio. Quiere hablar contigo y, por lo tanto, voy a dejarlos solos.
El Conde salió de la habitación y Grace, con el corazón palpitante, se quedó esperando, con los ojos bajos.
—Estoy seguro de que vamos a ser felices juntos, Grace— dijo el Duque—, y espero que te guste el anillo que te he traído.
Él le había tomado la mano izquierda en la suya al decir esto y le puso en el dedo un enorme anillo de brillantes, que parecía demasiado pesado para ella.
—Muchas… gracias. Es… es muy… hermoso— logró decir ella, aunque encontraba difícil hablar.
—Ha estado en mi familia por casi quinientos años— dijo el Duque—, completan el juego un collar y una diadema, que podrás usar después de que nos hayamos casado.
—Será… muy grato… usarlos.
El Duque no habló y como se sintió sorprendida por su silencio, Grace había levantado los ojos hacia él.
La estaba mirando de una manera extraña, casi como si la estuviera inspeccionando, buscando algo en ella, y Grace no podía explicarse de qué se trataba.
Entonces le había dicho con una sonrisa:
—Eres muy hermosa, Grace. Estoy seguro de que serás aclamada como una de las más bellas Duquesas de Radstock, y ha habido muchas de ellas.
—Muchas... gracias— había contestado ella con sencillez.
Grace había puesto un poco más de calor en su voz y se preguntó de pronto si el Duque iría a besarla.
Pero él se limitó a llevarse la mano de ella a los labios y en aquel momento el Conde de Sheringham entró en la habitación.
Más tarde, Grace había tratado de analizar a solas la impresión que le había causado el Duque.
Era bien parecido, sin lugar a dudas, pero su cutis era el de un hombre ya entrado en años. Había cabellos grises en sus sienes y su figura carecía de la esbeltez de la juventud.
«¿Me hubiera gustado que me besara?».
Era extraño, pensó, que no tuviera sentimiento alguno al respecto.
Nunca la habían besado, pero ella imaginaba que un beso debía ser una expresión de amor maravillosa.
Pero, ¿cómo? ¿Y qué tipo de sentimientos evocaría un beso?
En los libros que había leído, en especial en los que habían sido escritos en Francia, el amor era una cosa profundamente emocional, algo que impulsaba a los mayores sacrificios.
«¿Podría yo sentirme así respecto al Duque?», se preguntó.
Él se había marchado del Castillo, a la mañana siguiente y ella seguía sin saber la respuesta.
Hoy, cuando él había regresado, apenas una semana antes de la boda, ella había decidido que quería conocerlo mejor.
Durante todas las pruebas que había requerido la elaboración de su trousseau, y que llenaron casi todas las horas del día, Grace se había consagrado a sus pensamientos secretos.
Le resultaba difícil prestar atención a la enorme cantidad de regalos que llegó al Castillo y a los centenares de cartas de felicitación, y no soportaba el interminable parloteo de su madrastra.
Todo el mundo le había hablado del matrimonio, desde su niñez, como de la única meta que debía aspirar en la vida.
—Debes concentrarte en la aritmética— solía decir su institutriz con voz áspera—, de lo contrario, ¿qué sucederá cuando tu esposo descubra que no puedes llevar bien las cuentas de la casa?
—Espera a que te cases y tengas tus propios hijos, y entonces comprenderás— solía decirle su niñera cuando se rebelaba contra alguna regla impuesta por ella.
Ninguna de ellas parecía hablar de otra cosa y su madrastra continuamente criticaba su apariencia.
—Jamás conseguiré un marido para ti— le decía—, si andas por ahí con el aspecto de una gitana! ¡A los hombres no les gustan las mujeres instruidas y ningún marido quiere una por esposa! ¡Así que deja de leer y sube a buscar alguna labor de costura en que ocuparte!
Grace imaginaba que el hombre con quien se casaría sería un caballero perfecto y gentil, como Sir Galahad; aventurero como Ulises y tan atractivo como Lord Byron.
«¿Es el Duque como alguno de estos hombres?», se había preguntado a sí misma esta tarde. Y como pensó que debía tener algún punto de referencia para valorarlo, se había deslizado hacia la biblioteca para tomar del anaquel una Colección de los Poemas de Lord Byron.
Sabía que, si alguien la encontraba leyendo a esa hora del día, le diría que debía irse a hacer otra cosa.
Había un lugar en la biblioteca que ella había hecho muy suyo.
En el extremo más lejano del gran salón, diseñado por Robert Adam, había una larga ventana adornada con emplomados que representaban el escudo de armas de la familia Sheringham. La