Un corazón rebelde. Kira Sinclair
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–Esto no tiene nada que ver contigo –le dijo.
–Y unas narices.
–En realidad, no.
–Te ha escrito a tu número particular –señaló él.
–Lo sé.
–¿Y cómo lo ha conseguido?
–Soy fácil de encontrar –respondió, cruzándose de brazos–. Tengo que estar accesible por la naturaleza de mi trabajo.
Un sonido parecido a un rugido reverberó en el pecho de Stone.
–Hace un instante estabas a punto de echarme de tu vida para siempre –continuó–, así que finjamos que no has visto ese mensaje y déjame salir.
–Eso cambia las cosas.
Piper alzó las cejas.
–No cambia nada –replicó, disponiéndose a marcharse–. No te debo nada, y menos aún explicaciones de lo que esté pasando en mi vida en este momento.
Tomó el pomo, pero antes de que pudiera accionarlo, él apoyó la mano en la hoja de la puerta con tal fuerza que el sonido se extendió por la biblioteca.
–Puede que tengas razón, pero vamos a hablar de ello de todas formas.
–¿O qué, si yo no quiero? –espetó.
–O te cargo al hombro y te encierro en una habitación hasta que te calmes un poco.
–Te deseo suerte con eso.
–No me pongas a prueba, Piper. Maté a un hombre para protegerte.
Su tono parecía indicar que lo que había hecho le parecía horrible, pero ella nunca podría pensar en él como un asesino, ni como ninguna otra cosa que no fuera su salvador.
De pronto se sintió muy cansada. Agotada en realidad. Había pasado unos días cargados de emociones. De hecho, no recordaba la última noche que había dormido del tirón. Hacía semanas, incluso meses.
–Es solo una periodista, Stone. Soy perfectamente capaz de no hacerle ni caso.
Stone cambió de postura y las solapas de su chaqueta le rozaron la espalda. La imperiosa necesidad de apoyarse en él y dejar que su fuerza la empapara fue difícil de contener, pero dio media vuelta y, respirando hondo, alzando la barbilla y cuadrando los hombros, se dirigió a la silla en la que había estado sentada antes.
Cuando el caos se apoderaba de todo, el mejor modo de mantener la calma era controlar las cosas que sabía que podía controlar, como su postura y sus actos.
–¿Qué quieres saber?
–Dices que los periodistas llevan meses poniéndose en contacto contigo. ¿Por qué?
Piper ladeó la cabeza como si no pudiera creerse la pregunta.
–No lo sé. Puede que porque con tu puesta en libertad se haya renovado el interés por la historia.
–Eso ya lo sé. Los de Recursos Humanos en Anderson Steeel han estado recibiendo llamadas a diario. Lo que quiero saber es por qué tú. Por qué ahora, si antes te habían dejado en paz.
Piper fue a darle réplica, pero se detuvo un instante para pensar.
–¿Cómo sabes eso? –le preguntó, despacio.
–¿Cómo sé qué?
–Que me habían dejado en paz.
–Me lo dijo mi padre.
–¿Porque tú se lo preguntaste, o simplemente era información general?
Le vio apretar los dientes y pensó que no iba a contestar.
–Porque yo se lo pregunté.
Piper lo miró sin saber qué hacer con esa confesión. Quiso preguntarle, pero tenía miedo de que no le diera una respuesta sincera. O que a ella no le gustara lo que le fuera a decir.
–Creo que solo están intentando pescar algo. Antes no se fijaban en mí porque tenía apenas dieciocho años. Ahora soy adulta, con una carrera exitosa en Psicología, lo que les proporcionaría no solo información desde dentro, sino la opinión de una experta profesional.
–No estarás hablando con ellos.
Le irritaba que no pusiera la frase entre interrogaciones.
–No estás en disposición de darme órdenes.
Volvió a pasarse las manos por el pelo, a tirarse de algunos mechones. Parecía una nueva costumbre en él cuando se encontraba frustrado.
–Por favor, no hables con ellos.
De pronto volvió a sentirse agotada, como si estuviera intentando empujar un muro que ya no se movía.
–¿Por qué iba a hacerlo?
Era fácil darle lo que pedía, teniendo en cuenta que era lo que había decidido hacer.
–Bueno, esta noche no ha salido como estaba planeado –dijo, y se levantó de la silla–. Me voy a casa.
–No. No hemos terminado esta conversación.
Le dedicó un esbozo de sonrisa.
–Mírame –dijo, y abrió la puerta.
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