Sociología cultural. Jeffrey C. Alexander

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Sociología cultural - Jeffrey C. Alexander

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sus capacidades representacionales, re-presentando su entorno externo a través de la externalización. Esto no contradice el estatus estructural de la cultura, no tanto como la propuesta de “bricoleur” de Lévi-Strauss niega el poder del mito, o la insistencia de Durkheim en la “imaginación religiosa” elimina el ritual (Alexander, 1998: 218. Traducción propia).

      Desde esta perspectiva, la sociología cultural planteó una posición en relación con la cultura muy diferente a la que desarrolló Parsons. Para este último, la cultura era una estructura que formaba parte de la acción y la organización social, pero no como un ambiente de la acción en su sentido concreto. Parsons falló, según Alexander (1998), en conectar la cultura con el actor porque en su aproximación del sentido no pudo entender que los actores socialmente situados construyen “valores” a través de los actos del habla. De hecho, los “valores” resultan para Alexander una referencia limitada para entender la acción, en tanto que siempre se deja fuera cualquier explicación sobre su naturaleza y los mecanismos que permiten entender de qué modo funcionan como orientadores de la acción. Esta falla que Alexander atribuye a Parsons no se debe a que este último no haya registrado la revolución de las perspectivas culturales en los años setenta —particularmente el giro dramatúrgico y discursivo—, cuyas principales cabezas fueron, entre otros, Kenneth Burke, Clifford Geertz y Paul Ricoeur.2 Alexander (1998) cree más bien que dicho soslayo obedeció en realidad a la poca simpatía que Parsons tenía por la cultura como sistema.

      El debate antropológico

      Al incorporar el giro dramatúrgico y discursivo al debate sociológico, Alexander prestó atención a las reflexiones más relevantes que la antropología había desarrollado hasta entonces en torno a la cultura, particularmente al concepto de acción simbólica sugerido por Kenneth Burke (1941) y difundido posteriormente por Clifford Geertz. Para el primer autor, la acción simbólica es cualquier acto que proyecta una actitud o estado mental —en otras palabras, que representa algo— y que somete al cuerpo a una actuación sujeta a interpretación. En tanto que la acción humana es simbólica, sugiere Geertz, pierde sentido la cuestión de saber si es una conducta estructurada, o una estructura de la mente, o hasta las dos cosas juntas o mezcladas, ya que es una acción que significa algo, “lo mismo que la fonación en el habla, el color en la pintura, las líneas en la escritura o el sonido en la música” (Geertz, 2003: 24). De esta manera, la acción termina por ser un proceso permanente de externalización o representación que está conectada naturalmente con la agencia.

      Este planteamiento implica, siguiendo una línea de reflexión del filósofo francés Paul Ricoeur (1971), que las acciones —en tanto manifestaciones cargadas de sentido— deben ser tratadas como textos, explorando los códigos y narrativas, las metáforas, los metatemas, valores y rituales que se manifiestan en los distintos espacios de dominación institucional, como la religión, la clase, la raza, la familia, el género y la sexualidad. De esta manera —a decir de Alexander y Mast (2017)— la posición del filósofo francés resultó relevante para el proyecto de la sociología cultural, ya que permitió establecer qué es lo que hace importante el significado y qué hace que algunos hechos sociales estén tan llenos de sentido. Si la agencia está inherentemente conectada a la capacidad representacional y simbólica, la acción humana debe leerse a partir de sus propias reglas de enunciación e interpretación. Esas reglas se dan en el mundo de la cultura como un emplazamiento organizado de parámetros simbólicos entendidos significativamente. Esta reformulación que plantea Alexander enfatiza el ambiente cultural de la acción, la cual debe ser concebida como una estructura organizada interna del actor, en un sentido concreto.

      Esto garantiza que la acción pueda ser interpretada como una experiencia de sentido entre otros actores. Pero, sobre todo, hace posible que la acción simbólica adquiera una forma cultural que se sustente a sí misma, independiente de las presiones que aparentemente ejercen otros sistemas —político y económico— sobre el propio mundo cultural. Este último debe ser entendido como socialmente relevante en el análisis sociológico porque está constituido de una narrativa y códigos particulares que lo autosostienen. Esto es lo que permite que la sociología cultural afirme la existencia de una autonomía de la esfera de la cultura con relación a otras de la vida social. Así, la sociología cultural puede sostener que las acciones no son totalmente racionales y estratégicas, y que las instituciones tampoco son coercitivas por necesidad. Una vez que se comprende el sentido de la acción social en términos culturales es posible intentar dar un paso más allá y observar cómo la cultura se conecta o imbrica con el poder, la razón estratégica y las estructuras del mundo de la producción económica.

      El mundo simbólico y la esfera civil en las sociedades democráticas

      Esta forma de pensar la acción y la cultura tiene implicaciones relevantes para examinar los sistemas sociales y sus partes. La acción colectiva y la institucional expresan la presencia de una red de códigos, narrativas y símbolos que se encuentran en el fondo de la sociedad y que permiten la cohesión de esta última. Así, Alexander deja claro que su propuesta de sociología cultural se encuentra vinculada estrechamente con los últimos trabajos de Durkheim, en la medida en que pretende colocar el significado y los sentimientos en el centro del análisis social. Pero, por otro lado, también de Weber, quien mostró que la cuestión del significado es central para entender las dinámicas detrás de la organización de la sociedad, los motivos, las emociones y las creencias de los actores. Sin embargo, Alexander retomará el planteamiento de Durkheim sobre la sociología de la religión para señalar cómo los individuos y colectivos mantienen la división del mundo entre espacios sagrados y profanos, incluso en las sociedades modernas. Por otro lado, retomará de Weber el peso que tiene la definición del bien y el mal social en relación con los conceptos de lo justo y lo injusto en las sociedades contemporáneas. Para la sociología cultural estos son temas centrales que se encuentran pautados en las sociedades democráticas por las disputas que se dan en la esfera civil.

      Por esfera civil Alexander entiende el campo en el que se sostienen de forma crítica e integrada las aspiraciones y capacidades universalistas de solidaridad, pertenencia, así como los procesos emocionales derivados de la conexión de las personas en colectividad. Es un campo de subjetividad y moralidad independiente, empíricamente diferenciado y más universal en sentido moral que las esferas no civiles, como el mercado, la religión o el Estado. La esfera civil, al ser un campo al mismo tiempo crítico e integrado de solidaridad, se convierte en un espacio en el que las acciones de personas y grupos están sujetos de continuo a interpretación abierta, lo que genera al interior de la esfera civil disputas sobre las cualidades y el sentido de la acción de sus actores. La estructura interna del código de la esfera civil conceptualiza el mundo, a decir de Alexander, entre aquellos que son merecedores de inclusión y aquellos que no lo son, de la misma manera que no existe religión que no divida el mundo entre lo sagrado y lo profano.

      A veces a los actores se les considera buenos o malos, otras, amigos o enemigos, y otras más, ciudadanos o no ciudadanos. En la medida en que se les imputan estas categorías, sus acciones son valoradas de manera moralmente distinta. Actos de corrupción o violencia, de disculpa y perdón, manifestaciones de apoyo y protesta frente a problemas como la pobreza o el uso de la tecnología, son juzgadas de manera diferencial en la esfera civil. Para Alexander esta forma de tipificar la acción de personas y grupos se construye a partir de narrativas binarias en tres niveles. El primero es el de los motivos, donde se tipifica como civil, por ejemplo, si las inspiraciones que están detrás de los actores derivan de un proceso libre y autónomo, y donde se juzga como anticivil si las acciones son consideradas el resultado de fuerzas que controlan y manipulan a dichos actores. En el nivel de las relaciones, por otro lado, se categoriza el tipo de vínculos que construyen los actores, definiéndolas como civiles cuando se interpreta si son abiertas, críticas y francas, y anticiviles, si son cerradas, discrecionales y estratégicas. En el ámbito de las instituciones se clasifica, finalmente, el espacio donde los actores están inscritos: si están regulados por reglas y normas, si son incluyentes e impersonales, se

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