Sociología cultural. Jeffrey C. Alexander

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Sociología cultural - Jeffrey C. Alexander

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con su declaración de que las metanarrativas habían muerto, de que las interpretaciones de los textos sociales eran reflejos de las posiciones estructurales de los actores. En la tradición francesa de Bourdieu y la teorización británica de la Escuela de Birmingham, estos con-textos giraban en torno a la dominación de clase y en América implicaban crecientemente la influencia determinante de las posiciones de estatus de los actores, en particular, del estatus de raza y género.

      Con el paso de los ochenta a los noventa, hemos asistido al renacimiento de la “cultura” en la sociología americana y al ocaso del prestigio de las formas anticulturales del pensamiento macro y micro. A pesar de ello, es evidente que se mantiene la profunda y debilitadora ambivalencia sobre el significado y la modernidad. El resultado ha sido que varias formaciones transigentes que he descrito antes han desembocado en el interior de distintas corrientes que configuran en la actualidad el acercamiento de la disciplina a la cultura. La posición de la “producción de la cultura” asume la existencia de textos —como objetos a manipular— y se dedica, por sí misma, a analizar los contextos que determinan su uso. El neoinstitucionalismo, desde Di Maggio y Meyer a comparatistas como Wuthrow, insiste más en la pragmática que en la naturaleza de la acción semánticamente orientada, considerando los textos sociales primeramente como coacciones legitimadoras de las organizaciones. Las aproximaciones a la acción orientada a la cultura, como la de Swidler, destacan la reflexividad frente a los textos y tratan la cultura solo como una “variable” efectiva contingente.

      Adquiere progresiva importancia, por tanto, reconocer que, de este modo, ha nacido también una corriente de trabajo que confiere a los textos semánticamente saturados un papel mucho más destacado. Estos sociólogos contemporáneos son los “hijos” de una primera generación de pensadores culturalistas —Geertz, Bellah, Douglas, Turner y Sahlins entre los principales— quienes escribieron contra la impronta reduccionista de los años sesenta y setenta.

      Estos sociólogos culturales contemporáneos pueden concebirse de manera inexacta como inspirados por un marco “neo” o “post” durkheimiano. Con todo, también han arrancado de muy diferentes tradiciones teóricas, no solo desde el análisis cognitivo de los signos del estructuralismo y del giro lingüístico, sino de la antropología simbólica y su insistencia en la relevancia emocional y moral de los mecanismos delimitadores que conservan la pureza y alejan el peligro. Estimulados por teóricos literarios como Northrop Frye, Frederik Jameson, Hayden White, y por teóricos aristotélicos como Ricoeur y MacIntyre, estos escritores se han preocupado progresivamente por el papel de las narrativas y el género en las instituciones y la vida ordinaria. Entre las figuras consolidadas, uno piensa aquí, en concreto, en los recientes trabajos de Viviana Zelizer, Michele Lamont, William Gibson, Barry Schwartz, William Sewell Jr., Wendy Griswold, Robin Wagner-Pacifici, Margaret Somers, William Gibson y Steven Seidman. Menos conocida, pero igualmente significativa, es la obra de jóvenes sociólogos como Philip Smith, Anne Kane y Mustafa Emirbayer. Yo concibo mis propios estudios teóricos e interpretativos sobre el caso Watergate, la tecnología y la sociedad civil desde la congruencia con esta línea de trabajo.

      Es importante destacar que mientras los textos saturados de significado ocupan un lugar central en la tendencia posdurkheimiana, los contextos no caen en el olvido. Estratificación, dominación, raza, género y violencia aparecen destacadamente en estos estudios. No se tratan, sin embargo, como fuerzas en sí mismas, sino como instituciones y procesos que refractan los textos culturales de un modo altamente significativo y también como metatextos culturales por sí mismos. El reciente trabajo de Roger Friendland y Richard Hecht To Rule Jerusalem suministra un poderoso ejemplo del tipo de interpretación de texto y contexto, de poder y cultura que tengo en mente.

      El trabajo de estos sociólogos —y muchos otros a los que no he mencionado— da lugar a la posibilidad de que el paulatino viraje de la disciplina hacia la cultura conduzca a una sociología genuinamente cultural. La alternativa será únicamente agregar otro subsistema a la división del trabajo de la disciplina, el cual puede llamarse sociología de la cultura.

      2. ¿Sociología cultural o sociología de la cultura? Hacia un programa fuerte para la segunda tentativa de la sociología

       (en colaboración con Philip Smith)

      Si la sociología como un todo está modificando sus orientaciones como disciplina y está abriéndose a una segunda generación, esta novedad no sobresale en ningún caso más que en el estudio de la cultura. Razón por la cual el mundo de la cultura ha desplazado enérgicamente su trayectoria hacia la escena central de la investigación y debate sociológicos. Como todo viraje intelectual, este ha sido un proceso caracterizado por escándalos, retrocesos y desarrollos desiguales. En el Reino Unido, por ejemplo, la cultura ha avanzado hasta el principio de los años setenta. En Estados Unidos el progreso comenzó a verificarse más tarde, a mitad de los años ochenta. En la Europa continental la cultura realmente nunca desapareció. Aun cuando existe este recurrente renacimiento del interés por la cultura, no hay consenso entre los sociólogos especializados en el área respecto a lo que significa el concepto y el modo en que este se relaciona con la forma de entender tradicionalmente la disciplina. Estas diferencias de parecer pueden explicarse, solo parcialmente, por referencia a las contingencias geográficas y cronológicas y a las tradiciones nacionales. Más importantes que las disputas territoriales son las contradicciones profundas vinculadas con las lógicas axiomáticas y los fundamentos en la aproximación a la cultura. En este trabajo exploramos algunos de estos argumentos.

      Lévi-Strauss (1974) escribió acertadamente que el estudio de la cultura debía ser como el de la geología. De acuerdo con este dictamen, el análisis debía dar cuenta de la variación de la superficie en términos de principios generativos más profundos, del mismo modo que la geomorfología explica la distribución de las plantas, la forma de las colinas y los patrones de drenado que siguen por los ríos en términos de geología subyacente. En este ensayo intentamos aplicar este principio a la empresa de la sociología cultural contemporánea de una manera reflexiva y diagnóstica. Nuestro objetivo no es tanto revisar el campo y documentar su diversidad —aunque efectivamente realizaremos dicha revisión— como involucrarnos en una empresa sismográfica que rastreará una línea de falla que corre a través de ella. Comprender esta línea de falla y sus implicaciones teóricas nos permite no solo reducir la complejidad, sino también trascender el tipo de discurso taxonómico que tan a menudo afecta los trabajos de esta clase. Ello nos aporta una herramienta solvente para acceder al corazón de las controversias actuales y comprender los equívocos e inestabilidades que continúan atormentando el núcleo del debate cultural.

      A diferencia de Lévi-Strauss, nosotros no contemplamos nuestra posición como un ejercicio científicamente desinteresado. Nuestro discurso es abiertamente polémico, nuestro lenguaje ligeramente coloreado. Más que afectar a la neutralidad nosotros concedemos prioridad a un modo particular de sociología cultural —un “programa fuerte”— como la corriente más importante y prometedora dentro de la “segunda tentativa”.

      La línea defectuosa y sus consecuencias

      La línea defectuosa que transita el corazón de los debates actuales se encuentra entre la “sociología cultural” y la “sociología de la cultura”. Creer en la posibilidad de una “sociología cultural” supone suscribir la idea de que toda acción, independientemente de su carácter instrumental, reflexivo o coercitivo respecto a los entornos externos (Alexander, 1988a) se materializa en un horizonte emotivo y significativo. Este entorno interno hace factible que el actor nunca sea totalmente instrumental o reflexivo. Es, más bien, un recurso ideal que posibilita y constriñe parcialmente la acción, suministrando rutina y creatividad y permitiendo la reproducción y la transformación de la estructura (Sewell, 1992). De igual modo, una creencia en la posibilidad de una “sociología cultural” implica que las instituciones, independientemente de su carácter impersonal o tecnocrático,

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