Sociología cultural. Jeffrey C. Alexander

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Sociología cultural - Jeffrey C. Alexander

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en las empresas, y quienes deciden los campos discursivos en las editoriales, el impacto de la dinámica de la clase en el aprendizaje o la lógica del proceso de encuentros amorosos. Sin este “eslabón perdido”, nos queda una teoría que apunta a homologías circunstanciales, pero no puede producir evidencias incontrovertibles.

      Los vínculos que establece Bourdieu para comprender la relación entre cultura y poder resultan insuficientes para ajustarse al modelo de programa fuerte. Para Bourdieu los sistemas de estratificación emplean estatus culturales que compiten entre sí en diferentes ámbitos. El contenido de estas culturas tiene poco que ver con el modo en que se organiza la sociedad, no tiene un impacto considerable. Mientras Weber afirmaba que las formas de escatología habían determinado los modos en que se organizaba la vida social, para Bourdieu el contenido cultural es arbitrario. En su formulación siempre existirán sistemas de estratificación definidos por la clase; la cultura se impone porque los grupos dominantes pueden emplear los códigos simbólicos para legitimar su dominio. De modo que lo que tenemos ante nosotros es una visión cercana al planteamiento de Veblen en la que la cultura suministra los recursos estratégicos de los actores, un entorno externo de acción, más que un texto que constituye el mundo en un proceso inmanente. Las personas se sirven de la cultura, pero no se implican directamente en ella.

      El programa teórico de Michael Foucault —contenido en sus primeros trabajos— aporta el tercer programa débil que queríamos exponer aquí. Una vez más encontramos el cuerpo de un trabajo atravesado de contradicciones que opta por no hacer frente a las dificultades inherentes a un programa fuerte. Por un lado, los grandes textos teóricos de Foucault, La arqueología del saber y El orden de las cosas ofrecen un importante trabajo preliminar para un programa fuerte con su afirmación de que los discursos operan a partir de formas arbitrarias para clasificar el mundo y constituir el edificio del conocimiento. Las ramificaciones empíricas de esta teoría son dignas de todo elogio por haber reunido datos históricos de gran riqueza de un modo que se aproxima a la reconstrucción de un texto social. Hasta ahí bien. Desafortunadamente no ocurre nada de esto. Lo esencial de la cuestión es el método genealógico de Foucault; su insistencia en que el poder y el conocimiento se funden en poder/conocimiento. El resultado es una línea reduccionista de razonamiento análoga a la del funcionalismo (Brenner, 1994) donde los discursos presentan analogías con las instituciones, flujos de poder y tecnologías. La contingencia se concreta en el nivel de la historia, en el nivel de las colisiones y rupturas, no en el nivel del dispositif. Parece haber un pequeño espacio para una contingencia sincrónicamente organizada que pudiera comprender las fracturas entre las culturas y las instituciones, entre el poder y sus fundamentos simbólicos textuales, entre los textos y las interpretaciones que los actores efectúan de esos textos. Este vínculo del discurso con la estructura social en el dispositif no deja espacio para la comprensión de cómo un ámbito cultural autónomo puede apoyar al actor en la formulación de sus juicios, crítica o provisión de objetivos trascendentales que ofrece la textura de la vida social. El mundo de Foucault es aquel donde la cárcel del lenguaje de Nietzsche encuentra su expresión material con fuerza tal que no ha quedado espacio alguno para la autonomía cultural y, por extensión, para la autonomía de la acción. En respuesta a este tipo de criticismo, Foucault intentó pensar la resistencia en la última parte de su obra. Sin embargo, lo hizo bajo una forma ad hoc, que contempla los actos de resistencia como disfunciones azarosas (Brenner, 1994: 68) en detrimento de un estudio de los marcos culturales que podrían permitir a los “intrusos” generar y mantener la oposición al poder.

      En la corriente investigadora actual más influyente que procede del legado foucaultiano podemos ver que la tensión latente entre el Foucault de la Arqueología y su avatar genealógico se resuelve decisivamente en favor de una configuración anticultural de la teoría. El trabajo sobre la “mentalidad gubernamental” se centra en el control de las poblaciones (Miller y Rose, 1990; Rose, 1993), a través de las técnicas administrativas y los sistemas expertos. Sin duda alguna, hay un reconocimiento de que el “lenguaje” es importante, que el gobierno tiene un “carácter discursivo”. Esto suena convincente, pero después de un examen riguroso encontramos que el “lenguaje” queda simplificado a los modos de discurso a través de los cuales los discursos técnicos e inexpresivos (gráficos, estadísticos, informativos, etc.) operan como tecnologías para permitir la “evaluación, el cálculo y la intervención” a distancia (Miller y Rose, 1990: 7). Hay aquí un pequeño esfuerzo por recuperar la naturaleza textual de los discursos políticos. Ningún esfuerzo por rebasar una “descripción tenue” e identificar las poderosas resonancias simbólicas, los apasionados y afectivos criterios por medio de los cuales las políticas de control y coordinación se valoran del mismo modo por ciudadanos y élites.

      Hacia un programa fuerte

      Considerado todo esto, conviene decir que la investigación sociológica de la cultura permanece dominada por “programas débiles” caracterizados por una inadecuación hermenéutica y una ambivalencia respecto a la autonomía cultural y por mecanismos abstractos pobremente especificados para fundamentar la cultura en procesos concretos. En esta sección final, pretendemos traer a colación tendencias actuales en la sociología cultural en las que se adivinan signos de los que pudiera brotar, finalmente, un programa fuerte auténtico.

      Con el paso de los ochenta a los noventa, vimos el resurgimiento de la “cultura” en la sociología americana y el ocaso del prestigio de las formas anticulturales del pensamiento macro y micro. Esta línea de trabajo, con sus características de un programa fuerte en desarrollo, ofrece la mejor expectativa de una verdadera sociología cultural que, finalmente, pudiera constituirse como una gran tradición de investigación. Con toda seguridad, un buen número de tradiciones organizadas en torno a la “sociología de la cultura” disponen de un poder considerable en el contexto de Estados Unidos. Uno piensa, en concreto, en los estudios de producción, consumo y distribución de la cultura que se detiene en los contextos organizacionales más que en el contenido y en los significados (p. ej. Blau, 1989; Peterson, 1985). Uno también piensa en el trabajo inspirado por la tradición marxista occidental que pretende vincular el cambio cultural con el funcionamiento del capital, especialmente en el contexto de la forma urbana (p. ej., Davis, 1992; Gottdeiner, 1995). Los neoinstitucionalistas (véase DiMaggio y Powell, 1991) ven la cultura como significante, pero solo como fuerza legitimadora, solo como un entorno externo de acción, no como un texto vivido. Y, por supuesto, existen numerosos apóstoles norteamericanos de los Estudios Culturales Británicos (p. ej., Fiske, 1987) que combinan con mucho virtuosismo las lecturas hermenéuticas con reduccionismos cuasi materialistas. Con todo, es igualmente importante reconocer que ha surgido una corriente de trabajo que concede un lugar mucho más destacado a los textos saturados de significado y autónomos (véase Smith, 1998). Estos sociólogos contemporáneos son los “hijos” de la primera generación de pensadores culturalistas —Geertz, Bellah, Turner y Sahlins son los principales entre ellos—, quienes escribieron contra la corriente reduccionista de los sesenta y setenta e intentaron poner de relieve la textualidad de la vida social y la autonomía necesaria de las formas culturales. En la intelectualidad contemporánea constatamos esfuerzos para alinear estos dos axiomas de un programa fuerte con el tercero, que identifica los mecanismos concretos a través de los cuales la cultura labra su obra.

      No se han hecho esperar las respuestas a la cuestión de los mecanismos de transmisión, en una dirección positiva, gracias al pragmatismo americano y las tradiciones empiristas. La influencia de la lingüística estructural sobre la intelectualidad europea sanciona un tipo de teoría cultural que puso la atención en la relación entre cultura y acción (cuando no fue atemperada por los discursos “peligrosamente humanistas” del existencialismo o la fenomenología). Simultáneamente, la formación filosófica de pensadores como Althusser y Foucault dio pie a un denso y tortuoso tipo de escritura, donde las cuestiones de causalidad y autonomía podían girar en torno a infinitas y esquivas espirales de palabras. Por el contrario, el pragmatismo americano ha suministrado el suelo fértil de un discurso donde se premia la claridad, donde rige la creencia de que los juegos del lenguaje complejo pueden reducirse a afirmaciones

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