Sociología cultural. Jeffrey C. Alexander

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Sociología cultural - Jeffrey C. Alexander

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de las emociones al considerarlas como elementos vulnerables a la manipulación capitalista, algo que se ejemplificó en los estudios de la Escuela de Frankfurt de la así llamada “industria cultural”. Este recelo relativo a las emociones se ha visto complementado con la inquebrantable autoconcepción del marxismo como una ciencia del materialismo histórico. Este compromiso teórico con la primacía causal de la esfera material hace que el recubrimiento del sentimiento estructurado parezca estrictamente “formalista” —una actividad redundante, regresiva frente al proyecto progresivamente desplegado de la explicación social.

      En el posestructuralismo foucaultiano se encuentra una teoría y método diferentes pero, desde nuestra perspectiva cultural, con resultados similares. Aparece el intento de ofrecer una mirada irónica y desapasionada que objetiviza sin evaluar y mapifica sin implicación. En el nivel metateórico, un compromiso con la “voluntad de poder”, como el motivo causal de la acción humana, reduce, una vez más, el sentimiento a la categoría de una variable superflua.

      Las “teorías prácticas”, a nuestro entender, han sufrido un debilitamiento similar. A pesar de su inclinación hacia el habitus y su interés por los códigos del arte y de la moda, Bourdieu ofrece, de manera implacable, una visión estratégica de la acción, desplaza la experiencia de las emociones al cuerpo y traslada la atención teórica desde el poder de los símbolos colectivos a sus determinaciones objetivas. La “reflexividad” de Giddens reduce, de manera impresionante, la cultura a las normas situacionales, los sentimientos a la negociación intersubjetiva y las estructuras de significado a las exigencias de tiempo y espacio. La teoría neoinstitucional vierte su interés sobre la estrategia, la reflexividad y la adaptación al servicio del control organizacional, promocionando una perspectiva instrumental de la legitimación simbólica que da la impresión de tematizar el mito y el ritual al tiempo que los vacía de cualquier forma semánticamente inducida.

      Con la posible excepción de ciertas corrientes del trabajo del interaccionismo simbólico (p. ej., Internados de Ervinf Goffman), las aproximaciones microsociológicas han acentuado, por su parte, la cognición por encima de la moralidad y el sentimiento, y han desatendido, como resultado, el significado. La moral y el compromiso emocional se excluyen, por parte del analista, en favor del principio de la “indiferencia metodológica”, una reformulación escéptica americana del concepto formalístico de epoche auspiciado por Edmund Husserl. Frente al carácter dado-por-supuesto que tiene la realidad para el actor, Husserl sostenía que, para describir los actuales procedimientos de la cognición intuitiva, el analista debe abstraerse de la intuición global a través del proceso de “reducción fenomenológica”.

      Pero sobre la naturaleza de la realidad a la que la disposición de los procedimientos intuitivos del actor confiere acceso —las estructuras morales, emocionales y cognitivas que dan a la realidad una organización interna por sí misma— Husserl y sus discípulos tienen poco que decir. Lo que tienden a apuntar, más bien, es que esa realidad emerge de los propios procedimientos. Considérese, por ejemplo, los “análisis de conversación”, uno de los elementos vanguardistas de la microsociología contemporánea. El único programa de investigación reconocido de la etnometodología, el análisis de conversación (CA), ofrece un tipo de pragmatis giganticus, un método que, mientras ilumina poderosamente la técnica de la interacción verbal, aporta poca claridad en lo que se refiere a lo que los interlocutores quieren decir cuando hablan. Influidos por una lectura parcial de la ambigua intuición wittgeinsteniana “uso=significado”, estos estudios basados en la conversación dan muestras, con mucha frecuencia, de un positivismo de nula apertura de pensamiento que roza lo patológico en su distanciamiento de la pasión y la vehemencia que muestran los interlocutores en su vida real.

      En contraste con esta visión deshumanizada, nosotros reconocemos, no solo la existencia, sino la eficacia causal del sentimiento, la creencia y la emoción en la vida social. Como intérpretes, consideramos nuestras propias respuestas emocionales como un recurso, no como un obstáculo, tal y como encontramos el texto social. Al examinar los acontecimientos contemporáneos, sentimos la pasión desmedida y el ardor de la acción humana que, a menudo, también se malogran en el rigor congelante de los controles científicos. Por esto es importante destacar que los rituales, la contaminación y la purificación solo pueden entenderse si los profundos afectos que hacen tan convincentes estas categorías primordiales son abiertamente reconocidas por el intérprete. Solo manteniendo el compromiso con el mundo podemos tener acceso a las emociones y a las metafísicas que alteran la acción social: y solo podemos interpretarlas satisfactoriamente desde un punto de vista hermenéutico.

      Planteamos un acercamiento que puede denominarse “hermenéutica reflexiva”. A partir del legado de los románticos de los siglos XVIII y XIX como Wordsworth y Goethe y de hermeneutas orientados-hacia-el-significado como Dilthey, Heidegger y Gadamer, observamos nuestras reflexiones emocionales y morales como la base de una intersubjetividad establecida. Habida cuenta que enfatizamos, no la objetivación, sino la comprensión, nuestra respuesta subjetiva aporta el sustento para una Bildungsprozess. Al mismo tiempo, debido a la naturaleza descentrada de la tradición teorética dentro de la que trabajamos y pensamos, podemos acceder a nuestras emociones y dar salida a la posibilidad de reflexividad moral y cognitiva. Toda vez que trabajamos dentro de una tradición reflexiva, podemos poner distancia de por medio respecto a nuestra propia experiencia y la experiencia de los otros, incluso nos podemos abrir a sus emociones y a las nuestras, y hacemos de la experiencia, en sí misma, la base de nuestro viraje interpretativo.

      Nuestros estudios de la vida política pueden emplearse para ejemplificar someramente este acercamiento. A partir de la comprensión de los asombrosos virajes culturales que conllevó el final de la guerra fría (Alexander y Sherwood en prensa-b), comenzamos a obtener cierto esclarecimiento comentando nuestras propias experiencias de euforia y esperanza. A través de conversaciones casuales y de nuestra propia exposición al influjo de los mass-media globales, parecería obvio que quienes nos rodeaban habrían de compartir estos sentimientos —no solo nosotros, sino muchos otros afectos al líder soviético Gorbachov—. Por primera vez en muchos años nos sentimos ansiosos de leer artículos relativos a las diabólicas complejidades de la política del Kremlin y, por primera vez, en la actualidad “tomamos partido” en las luchas por el poder dentro del Politburó. Evidentemente, algo se ha transformado aquí; no solo en la Unión Soviética, sino también dentro de la conciencia nacional americana. Como sociólogos culturales, respondemos intentando comprender estos sentimientos en el contexto de la teoría social y cultural. Comenzamos con la sociología religiosa de Durkheim y la teoría del carisma de Weber. Sin embargo, como revelaban los datos relativos a la complejidad y a lo delicado del asunto, avanzamos haciendo uso de la teoría de los códigos binarios de la sociedad civil y de la teoría desarrollada de la narrativa social. Descubrimos que nosotros, y buena parte de los americanos, se habían “enamorado” de Gorbachov debido a que se ajustaba al arquetipo cultural y al imaginario simbólico del “héroe americano” democrático (Sherwood, 1993).

      Durante los periodos de profundo conflicto internacional, especialmente la guerra (Smith, 1993, 1991; Alexander y Sherwood, en prensa-a), experimentamos emociones que se extendían desde la agitación visceral tumultuosa y alborotada hasta la inquietud y la desazón. También observábamos los cambios en el comportamiento, p. ej., los que vimos la CNN bien entrada la noche y nos ocupábamos de los acalorados argumentos de las personas con las que nosotros, por otra parte, estábamos de acuerdo. Siguiendo el flujo del mundo-de-la-vida reflexionábamos, sobre todo, como prueba palpable de lo que Durkheim denominó “efervescencia colectiva”. Hicimos una breve y mesurada incursión en diferentes aspectos del combate, en el alcance de la guerra, en los esfuerzos por la legitimación y en el desacuerdo con lo que aprobábamos y con aquello que desaprobábamos. ¿Por qué, nos preguntábamos, veneramos, odiamos o admiramos a George Bush, Margaret Thatcher o Saddam Hussein, sentimos piedad por las víctimas del bombardeo del búnker Amiriya, el hundimiento del General Belgrano o las masacres del Kurdistán, o nos sentimos horrorizados por el poder de las armas modernas? Pronto pareció constatarse que existían continuidades y parámetros que relacionaban esos

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