Sociología cultural. Jeffrey C. Alexander

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      3. Encantamiento arriesgado: teoría y método en los estudios culturales

       (en colaboración con Philip Smith y Steven Jay Sherwood)

      En los inicios del siglo XX, en su obra maestra Las formas elementales de la vida religiosa, Émile Durkheim abogó por la creación de una “sociología religiosa” que “abriría una nueva senda a la ciencia del hombre”. A pesar de ello, al tocar su fin dicho siglo, esa comprensión “religiosa” de la sociedad no existe. Tampoco nuestra disciplina ha sido capaz de crear una nueva ciencia de los hombres y de las mujeres. Dos razones se aducen para explicarlo. Una es que los lectores laicos de Durkheim no alcanzaron a entender lo que él tenía en mente. La otra es que a aquellos que fueron capaces de hacerlo no les agradó.

      La idea de Durkheim consistía en ubicar el significado y el sentimiento culturalmente mediado en el centro de los estudios sociales. Aunque nunca abandonó la idea de una ciencia social, en la última parte de su obra pretendió modificarla de un modo fundamental, de forma paulatina. Quiso que la ciencia social renunciase a lo que llamamos el “proyecto de desmitificación”.

      Es evidente que la racionalidad de la disciplina debe mantenerse: nuestras teorías y métodos intelectuales permiten una relación crítica y descentrada con el mundo. La ciencia social es racional también, en el sentido de que su objetivo moral se arraiga en el proyecto de la Ilustración que tiende a llevar a la atención consciente las estructuras subjetivas y objetivas que quedan fuera de las comprensiones normalmente tácitas de la vida ordinaria.

      Con todo, la racionalidad del método de la ciencia social no se debe confundir con la racionalidad de la sociedad a la que aquel se dedica. Lo que guía nuestro trabajo, de hecho, es el supuesto contrario. Según nuestra percepción, la sociedad nunca se desprenderá de sus misterios —su irracionalidad, su “espesura”, sus virtudes trascendentes, su demoniaca magia negra, sus rituales catárticos, su intensa e incomprensible emocionalidad y sus densas, a veces vigorosas y a menudo tormentosas, relaciones de solidaridad.

      Estos misterios han sido normalmente obviados por la ciencia social racional. Las ocasiones en que se han tratado, nuestros clásicos y nuestros contemporáneos han pretendido explicar esas irracionalidades por el método de reducción. Al insistir en que las instancias de subjetividad son causadas por elementos objetivos, han intentado (y, sostendríamos, errado de continuo) demostrar que esas irracionalidades son meros reflejos de las estructuras “reales”, tales como organizaciones, sistemas de estratificación y agrupaciones políticas.

      Los sociólogos se enorgullecen de estos quehaceres en la “sociología de” —en este caso, de la cultura— y en la desmitificación del mundo del actor que es tanto premisa como resultado. Pero esta reducción es, fundamentalmente, errónea. El mundo dispone de una dimensión irremediablemente mística. Para explorarla, debemos trascender la “sociología de” la cultura en dirección a una sociología cultural, que ingrese en los misterios de la vida social sin reducirlos o infravalorarlos, aún cuando se les interprete de un modo racional que expanda el ámbito del criticismo, la responsabilidad y la conciencia.

      La promesa de una sociología cultural (Alexander, 1993) es precisamente esto. Como Clifford Geertz insistió hace veinte años aproximadamente, la investigación sobre “la acción simbólica no es menos importante como disciplina sociológica que el estudio de pequeños grupos, burocracias o el cambio de papel de la mujer americana; se trata, únicamente, de una provechosa ocupación menos desarrollada” (Geertz, 1973). Desde que escribió estas palabras, la sociología cultural, de hecho, se ha convertido en un campo independiente y ha pasado a ser un área de conocimiento donde el trabajo es más vibrante y dinámico. Hemos recorrido un largo camino en la exploración de los códigos, las narrativas y los símbolos que subyacen y cohesionan a la sociedad. Sin embargo, aún nos queda un buen trecho por transitar.

      C. Wright Mills ensalzó, en cierta ocasión, la imaginación sociológica como la intersección de biografía e historia, definiendo a la última en términos puramente objetivos. El día de hoy debemos abrirnos al entusiasmo que brota de la imaginación social. Debemos estudiar el modo en que las personas hacen significativas sus vidas y sus sociedades, los modos en los que los actores sociales impregnan de sentimiento y significación sus mundos. Si nos proponemos dar cuenta de este rico y esquivo objetivo, tendremos que construir nuestras teorías y métodos en consonancia con este estimulante espíritu.

      Comenzamos por rechazar la proposición de que las metodologías orientadas a la investigación de la sociedad pueden ser teorías neutrales. Si el trabajo científico se evalúa como altamente significativo, hemos de reconocer que él, también, está informado por la cultura. La cultura de la ciencia es teoría. Insistimos, por tanto,

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