Sociología cultural. Jeffrey C. Alexander

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Sociología cultural - Jeffrey C. Alexander

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En lugar de comprometerse con el imaginario social, con los febriles códigos y narrativas que constituyen un texto social, él y sus colaboradores funcionalistas observaban la acción desde el exterior e inducían la existencia de los valores orientativos empleando marcos categoriales supuestamente generados por la necesidad funcional. Sin un contrapeso de descripción densa, nos confrontamos a una posición en la que la cultura tiene autonomía solo en un sentido abstracto y analítico. Cuando viramos hacia el mundo empírico, encontramos que la lógica funcionalista liga la forma cultural con la función social y las dinámicas institucionales de modo que es difícil imaginar dónde podría ocupar un emplazamiento concreto la autonomía de la cultura. El resultado fue una ingeniosa teoría de sistemas que permaneció hermenéuticamente débil, muy distante de la autonomía a la cual ofrecer un programa fuerte. Estas teorías reprodujeron la insuficiencia del proyecto funcionalista. El mundo de los años sesenta se caracterizó por el conflicto y la confusión. Cuando la guerra fría fue intensificándose, la teoría macrosocial giró hacia el análisis del poder desde una posición unilateral y anticultural. Pensadores con un interés en el proceso macrohistórico se aproximaron al significado —cuando hablaban de él— a través de sus contextos, tratándolo como un producto de cierta fuerza social supuestamente más “real”. Para eruditos como Barrington Moore, Charles Tilly, Randall Collins y Michael Mann, la cultura podría pensarse solo en términos de ideologías, procesos y redes de grupos más que en términos de textos. Mientras tanto, durante el mismo periodo, la microsociología enfatizó la reflexividad radical de los actores. Para escritores como Blumer, Goffman y Garfinkel, la cultura forma un entorno externo en relación con el cual los actores formulan líneas de acción que se presentan como “transparentes” o que emiten una buena “impresión”. Encontramos así muy pocas indicaciones en estas tradiciones sobre el poder de lo simbólico para dar forma a las interacciones desde adentro, como preceptos normativos o narrativas que llevan una fuerza moral internalizada.

      En los años sesenta, en el momento en que la aproximación parcialmente cultural del funcionalismo fue desapareciendo de la sociología americana, teorías que hablaban del texto social comenzaron a ejercer una gran influencia en Francia. A través de una errónea interpretación creativa de la lingüística estructural de Saussure y de Jakobson y con una influencia (cuidadosamente oculta) del último Durkheim y de Marcel Mauss, pensadores como Lévi-Strauss, Roland Barthes y el primer Michel Foucault crearon una revolución en las ciencias humanas al insistir en la textualidad de las instituciones y la naturaleza discursiva de la acción humana. Estos aportes que son vistos desde el contemporáneo programa fuerte de sociología cultural, son muy abstractos; tampoco suelen especificar la dinámica causal y de la agencia. Estas fallas se parecen a aquellas que se encuentran en el funcionalismo de Parsons. Sin embargo, aportando recursos hermenéuticos y teóricos y abogando enérgicamente por la autonomía de la cultura, constituyeron un cambio hacia la construcción de un programa fuerte. En la siguiente sección tratamos el modo en que este proyecto ha degenerado en una serie de programas débiles que normalmente dominan en la investigación de la cultura y la sociedad.

      Tres programas débiles en la segunda tentativa de la sociología

      Una de las primeras tradiciones de investigación que emplearon la teorización francesa nouvelle vague, fuera del entorno parisino, fue el Centre for Contemporary Cultural Studies, también conocido como la Escuela de Birmingham. El golpe maestro de esta escuela fue verter las ideas sobre textos culturales dentro de una comprensión neogramsciana referida al papel de la hegemonía en el mantenimiento de las relaciones sociales. Esto dio pie al despertar de nuevas ideas relativas al funcionamiento de la cultura y su aplicación, de manera flexible, sobre una variedad de emplazamientos sin recaer en las reconfortantes viejas ideas sobre la dominación de clase. El resultado fue un análisis de “sociología de la cultura” que vinculaba las formas culturales a la estructura social como manifestaciones de “hegemonía” (si a los analistas no les gustaba lo que tenían ante los ojos) o “resistencia” (si les gustaba). En el mejor de los casos, esta modalidad sociológica podría ser notablemente esclarecedora. El estudio etnográfico de Paul Willis sobre los jóvenes escolares pertenecientes a las clases trabajadoras fue relevante en su reconstrucción del espíritu de la época de los “muchachos”. El estudio clásico de Hall et al. (1978) sobre el pánico moral referido a la delicuencia en los años setenta en Inglaterra contribuyó brillantemente en sus páginas iniciales a descifrar el discurso del declive urbano y del racismo que consumó la quiebra del autoritarismo. En un sentido, por tanto, el trabajo realizado en Birmingham podría aproximarse a un “programa fuerte” en su capacidad para recrear textos sociales y significados vividos. Donde yerra, sin embargo, es en el área de la autonomía cultural (Sherwood et al., 1933). A pesar de los intentos de rebasar la posición marxista clásica, la teorización neogramsciana exhibe las ambigüedades reveladoras del programa débil en referencia al papel de la cultura que se atisba en Los cuadernos de la cárcel. Conceptos como “articulación” y “anclaje” aluden a la contingencia que se desprende como resultado del ejercicio de la cultura. Pero esta contingencia se reduce, a menudo, a la razón instrumental (en el caso de élites que “articulan” un discurso para propósitos hegemónicos) o algún tipo de ambigua causación sistémica o estructural (en el caso de que los discursos estén “anclados” en relaciones de poder).

      Al ignorar los obstáculos inherentes a la validación de la autonomía cultural, la sociología-de-la-cultura derivada del proyecto del “marxismo occidental” introduce una ambigüedad fatal sobre el mecanismo a través del cual la cultura se vincula a la estructura y acción sociales. No existe un ejemplo más claro de este último proceso que el de Policing the Crisis. Tras construir un retrato detallado de la delincuencia y de su concomitante alarma social y sus resonancias simbólicas, el libro va dando tumbos en una secuencia de torpes indicaciones relativas a que el pánico moral está ligado a la lógica económica del capitalismo y su quiebra incipiente, por tanto, que funciona legitimando la ley y el orden político en las calles, escondiendo, así, ciertas tendencias revolucionarias latentes. Desde esta perspectiva, los mecanismos concretos con los que la crisis incipiente del capitalismo (¿ha culminado ya?) se manifiesta, nunca han estado tan cerca de ser detallados como en las decisiones de los jueces, parlamentarios, editores de periódicos y oficiales de policía. El resultado es una teoría que, a pesar de su bagaje crítico y sus capacidades hermenéuticas superiores a las del funcionalismo clásico, curiosamente recuerda al mismo Parsons en su tendencia a invocar influencias y procesos abstractos como explicación adecuada para las acciones sociales empíricas.

      Muy diferente a la Escuela de Birmingham, el trabajo de Pierre Bourdieu tiene un enorme mérito. Mientras que muchos de los acólitos de aquella escuela carecían de fundamento en su metodología sociológica básica, la obra de Bourdieu se dispone, de manera solvente, sobre proyectos de investigación de alcance medio de naturaleza cualitativa y cuantitativa. Sin embargo, sus conclusiones y afirmaciones son más modestas, menos tendenciosas.

      Y en la parte más brillante de su obra, como la descripción del hogar kabila o de la danza del campesinado francés (Bourdieu, 1962, 1976), la descripción densa de Bourdieu le faculta para reconocer la musicalidad y decodificar un texto cultural que, al menos, es igual a la de los etnógrafos de Birmingham. A pesar de estas cualidades, la investigación de Bourdieu puede describirse mejor como programa débil dedicado a la sociología de la cultura más que a la sociología cultural. Una vez que han hecho notar la espesura de la ambigüedad terminológica que siempre define un programa débil, los comentaristas vienen a coincidir en que el espacio de la cultura en Bourdieu juega un papel más importante en la reproducción de la desigualdad que en el estímulo para la innovación (Honneth, 1986; Sewell, 1992; Alexander, 1995). En cuanto resultado, la cultura, forjada a través del habitus, opera más como una variable dependiente que como independiente. Es una caja de cambios, no un motor. Con todo, cuando se apresta a especificar con exactitud cómo se desencadena ese proceso de reproducción, Bourdieu es confuso. El habitus produce las sensaciones del estilo, la felicidad y el gusto. Sin embargo, para saber cómo estas sensaciones influyen en la estratificación se necesitaría algo más: un estudio detallado

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