Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer Chiaverini страница 31
—Gracias, Amalie —dijo Sara cuando salieron de la tienda pasando por delante del guardia, que se guardó muy bien de mirarlas—. Y dale también las gracias a Wilhelm de mi parte.
—Lo haré, pero ¿cómo se lo vas a explicar a mamá?
—Esconderé la caja debajo de mi cama unos días. No se enterará.
Este sencillo acto de desafío las animó, así que decidieron volver al café Kranzler para tomar un almuerzo temprano. Tan solo después de que se despidieran en el metro sintió Sara cierta inquietud al preguntarse cómo iba a colar la caja en casa y subirla a su cuarto sin que su madre se diera cuenta. Durante todo el camino de vuelta estuvo sopesando las alternativas, pero justo cuando entraba en su manzana vio venir a su madre de frente. Del hueco de su codo colgaba una bolsa con el nombre de la librería de Ernst Kantorowicz.
—¡Mutti! —exclamó al toparse con ella en la cancela de la calle—. Has violado el embargo. ¡Y en sabbat!
Su madre se paró.
—¿Te crees que solo los jóvenes pueden desafiar a la autoridad?
—No es eso, pero es que… tú eres esposa y madre.
—¿Y quién más responsable que una mujer que es esposa y madre de conseguir que su familia viva en un país justo y civilizado?
Sara jamás se había sentido tan orgullosa de ella.
Al caer la tarde los nazis ya habían cantado victoria, diciendo que el boicot había tenido un éxito tan clamoroso que no había necesidad de prolongarlo más allá de un solo día. Sus palabras no alteraban lo que realmente había sucedido: cualquiera que hubiera echado un vistazo a los distritos comerciales más populares de Berlín conocía la verdad.
Cuando el grupo de estudios se reunió unos días más tarde en el piso de Mildred Harnack en Neukölln, Sara se enteró de que casi todos los presentes habían contravenido el boicot. Se quedó profundamente impresionada cuando Mildred les contó que la tía abuela de su marido, de noventa y un años, había ignorado imperiosamente el cordón que rodeaba JaDeWe, los grandes almacenes de propiedad judía de los que era clienta desde hacía varias décadas. Las SA la habían tenido un rato arrestada, pero enseguida la habían soltado por su edad.
—¿Cómo puede alguien arrestar a una mujer de noventa y un años por ignorar un boicot? —exclamó Sara—. No violó la ley y, a su edad, se ha ganado el derecho a comprar donde le dé la gana.
Mildred sonrió.
—Eso es, básicamente, lo que les dijo ella a los SA.
Poco antes de cumplirse una semana desde el boicot, el 7 de abril, el Reichstag aprobó la «Ley para el restablecimiento del servicio civil profesional», que exigía que todas las personas no arias y los miembros del Partido Comunista se retirasen de la profesión legal y del servicio civil. El presidente Hindenburg había puesto objeciones al proyecto de ley, pero lo aprobó después de que se exonerase a los veteranos de la Gran Guerra y a todos los que hubieran perdido un padre o un hijo en combate. Incluso en su forma enmendada, la ley significaba que miles de abogados, jueces, maestros, profesores de universidad y funcionarios judíos perdieron sus empleos de la noche a la mañana, y cuando poco después se aprobó una segunda ley, innumerables médicos, asesores fiscales, notarios y hasta músicos fueron despedidos también de sus trabajos.
—¿Lo ves, mutti? —dijo Natan con sarcasmo la siguiente vez que la familia se reunió para el sabbat—. Acerté al elegir Periodismo en vez de Derecho.
—Puede que los siguientes sean los periodistas y los editores —respondió ella.
Sara y Natan evitaron mirarse, y Sara se limitó a hacer un gesto prácticamente imperceptible con la cabeza para hacerle saber que no le había hablado a nadie de su detención ni del interrogatorio. ¿Qué sentido tenía darle a su madre más motivos de preocupación por los riesgos laborales de su hijo cuando este había decidido que no iba a renunciar a su trabajo?
Para entonces, los nazis ya habían arrestado a más de cuarenta y cinco mil adversarios, casi todos ellos comunistas y socialdemócratas. Día a día, las SA y las SS intensificaban sus ataques a edificios judíos y sinagogas. Cuatro veces fue Sara a sus clases solo para encontrarse a un desconocido al frente del aula; y el desconocido siempre era varón, rubio y de ojos azules. Después de presentarse explicaba con tono de superioridad moral que de ahí en adelante se iba a hacer cargo de la clase porque su predecesor había decidido pedir una excedencia.
A veces la noticia era recibida con murmullos de confusión o de contrariedad, otras con algunos aplausos, a veces con un poco de todo. Tan solo una vez gritó un estudiante:
—¡Ayer por la tarde hablé con el profesor y no mencionó nada!
El nuevo profesor esbozó una débil sonrisa.
—Fue una decisión repentina.
—Me prestó un libro —insistió el joven—. ¿Adónde se lo devuelvo?
La sonrisa se volvió dura, crispada.
—Dele el libro a la secretaria del departamento y ya nos encargaremos de que le llegue.
Y sin añadir nada más, procedió a dar la clase, y el estudiante volvió a sentarse echando chispas por los ojos.
¿Qué va a pasar ahora?, se preguntaba Sara al ver que las medidas que un año antes habrían parecido intolerables se convertían en leyes, se aplicaban y se obedecían. ¿Qué más tiene que hacer Hitler para que el pueblo alemán se dé cuenta de que no está capacitado para gobernar?, se susurraban Sara y sus amigos cuando se cruzaban en el campus o quedaban para tomarse una cerveza después de una larga jornada de estudio. Mildred le insistía en que mantuviera una actitud vigilante, pero que no dejase que nada la distrajera de los estudios, del trabajo, de sacarse el título. Sara dedicaba tanto tiempo a sus libros que Dieter se lamentaba de que apenas la veía ya. Leía, escribía y aprendía con fervor, como si se le fuese a acabar el tiempo, como si temiera que también ella pudiera ser expulsada de la academia, como casi todos sus profesores judíos.
Y de repente, un buen día, a punto estuvo de serlo.
El 25 de abril, el Gobierno del Reich aprobó la «Ley contra la saturación de las escuelas y universidades alemanas». Otro título con una mentira inscrita, como «nacionalsocialista», ya que no había saturación y no era esa la situación que pretendía enmendar la ley. Se establecieron cuotas para reducir el número de judíos en las escuelas y universidades públicas alemanas hasta que el porcentaje igualase al de los judíos respecto a la población general. Para nuevas admisiones, los judíos no podían superar el 1,5 por ciento de la clase. A las escuelas que se consideraba que tenían más alumnos preparándose para una profesión que trabajos disponibles se las obligaba a reducir la matrícula, y los judíos eran los primeros que tenían que irse hasta que la escuela alcanzase un máximo de un cinco por ciento de no arios.
Sara se paró en seco de camino a clase al ver un horrible letrero que enumeraba las disposiciones de la nueva ley con una jerga legal desapasionada. Sintió que le temblaban las piernas, pero el pánico amainó al ver que después del párrafo cuatro se hablaba de la exención de ciertos judíos, incluidos «alemanes del Reich de ascendencia no aria cuyos padres hayan ido al frente a luchar por el Reich alemán durante la Guerra Mundial». Su padre había servido en la