Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini HarperCollins

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e impotencia al pensar en los compañeros y amigos que habían sido expulsados. Quería resistir, contraatacar, pero ¿cómo? ¿Qué podía hacer una estudiante universitaria contra una hostilidad tan demoledora?

      Sus padres le insistían en que fuera cauta, aconsejándole que no pusiera en peligro su situación, tan precaria.

      —Esto no es lo mismo que saltarse un boicot —dijo su padre mientras cenaban dos días después de que se anunciase la ley.

      —Se parece mucho —contestó Sara—. ¿Y si van ahora a por los banqueros? ¿Y si pierdes tu empleo?

      —El señor Panofsky jamás acataría órdenes de despedir a sus compañeros judíos.

      —¿Y si los nazis cierran el banco del todo?

      —Dudo que nadie vaya a hacer daño al señor Panofsky o a sus intereses —dijo su padre—. Tiene un plan para protegerse a sí mismo y a su familia de los nazis. Para ello será necesaria la colaboración involuntaria del embajador de Estados Unidos, pero si tiene éxito o, mejor dicho, cuando tenga éxito, ni el más entusiasta de los SA se atreverá a hostigarlos. Y si el señor Panofsky está protegido, protegerá a sus empleados.

      La madre de Sara movió la cabeza desconcertada.

      —El embajador salió de Alemania el mes pasado, cuando invistieron a su nuevo presidente.

      —Me refiero a su sucesor, sea quien sea. Seguro que el señor Roosevelt no tarda en nombrar a un nuevo embajador.

      —Esperemos que antes no le pase nada al señor Panofsky —dijo la madre de Sara.

      A pesar de la certeza de su padre de que su empleo era seguro, Sara no podía quitarse de encima la omnipresente angustia sobre su futuro. Una tarde, mientras Dieter y ella paseaban de la mano por el Tiergarten después de ver Calle 42 en el cine, soltó a borbotones su preocupación por la posibilidad de que se aplicaran nuevas restricciones a los estudiantes judíos, hasta que Dieter tuvo que suplicarle en dos ocasiones que bajara la voz porque estaba atrayendo miradas curiosas.

      —Perdona que esté tan alterada —dijo tragando saliva y parpadeando para contener las lágrimas—, pero la idea de que puedan expulsarme de la universidad por el mero hecho de mi religión me aterroriza.

      —No tienes motivos para preocuparte —dijo Dieter—. Tu padre es un veterano. Estás exenta de las cuotas. Lo dice la ley.

      —¿Y si cambia la ley? Los judíos nos enfrentamos cada día a más restricciones. Aunque ahora esté exenta, puede que mañana la cosa cambie. ¿Y qué me dices de todos los demás judíos cuyos padres no sirvieron en la guerra? ¿Cómo puedo quedarme sentada tan campante en el aula cuando a mis amigos les dan con la puerta en las narices?

      —Sara, escucha. —Dieter se detuvo en medio de la acera y le cogió las manos—. No creo que en la Universidad de Berlín sean tan tontos como para permitir que una estudiante brillante como tú se les escape…

      Sara soltó una risa ahogada.

      —Han dejado que se vaya el profesor Einstein. Ahora está en Princeton. Si no tuercen la ley para mantenerle a él…

      —Fue un grave error, y seguro que han aprendido la lección. Si resulta que tienes que dejar la universidad, no tiene por qué ser el fin de tus estudios. Puedes estudiar por tu cuenta, como hice yo.

      —Si no prohíben a los judíos que entren en las bibliotecas…

      —Si lo hacen, te compraré todos los libros que necesites. —Dieter se llevó sus manos a los labios y se las besó—. Cielo, te prometo amarte y protegerte todos los días durante el resto de mi vida.

      En su voz notó una ternura nueva que le hizo vacilar.

      —Gracias, Dieter —dijo indecisa. Le pareció que sería grosero explicar que quería ser capaz de defenderse sola, sin necesidad de que nadie la protegiera.

      —Pensaba que iba a ser una tarde más alegre —dijo Dieter con ironía—, pero no por ello voy a retrasarlo, sobre todo cuando lo que quiero decirte quizá entierre algunos de tus temores. —Sin soltarla de las manos, se arrodilló—. Sara, cariño, cuando te he dicho que prometo amarte y protegerte, me refería a que quiero hacerlo como marido tuyo. ¿Me harías el honor de convertirte en mi mujer?

      Sara le miró enmudecida. Estaba enfadada, estaba disgustada, estaba frustrada —no por su culpa, claro, pero aun así— ¡y él quería que pensara en el amor, en promesas y en la eternidad! El cambio, repentino y desgarrador, la dejó aturdida.

      —Lo siento —consiguió decir—. ¿Qué?

      Dieter se llevó la mano al bolsillo de la pechera y sacó una cajita.

      —Sara, amor mío, ¿quieres casarte conmigo?

      Abrió la caja para enseñarle un precioso anillo, un diamante reluciente rodeado de pequeñas esmeraldas.

      Sara respiró hondo, regañándose a sí misma para sus adentros porque, en vez de sentir la lógica alegría desbordante de toda joven en un momento tan importante, deseaba que Dieter hubiera esperado a una ocasión más feliz y romántica.

      —¿Has hablado con mis padres? —dijo con voz queda.

      —Eres una joven moderna. Quería preguntártelo a ti primero. Si me aceptas, entonces iré a hablar con tus padres.

      Eso le gustó; sonrió, y notó que la rabia y las preocupaciones empezaban a disiparse.

      —Acepto —dijo con los ojos llenos de lágrimas—. Sí, me casaré contigo.

      Dieter se levantó, le deslizó el anillo en el dedo y la besó, y en ese momento se sintió segura y protegida. El amor que compartían era muy valioso y potente. Lo único que sabían hacer los nazis era bramar y destruir, pero entre Dieter y ella edificarían algo más fuerte que todos ellos juntos.

      A pesar de todo su odio, a pesar de su autoridad mal utilizada, Hitler no podía reducir el amor de los dos jóvenes ni anularlo con una ley.

      Capítulo catorce

      Abril-mayo de 1933

      Mildred

      Las nuevas leyes arias de Hitler provocaron la ira y la indignación no solo de los judíos sino también de todos los alemanes incapaces de soportar la opresión de sus conciudadanos. Cada vez más consternada, Mildred animaba a sus alumnos judíos a perseverar y se despedía tristemente de colegas que habían preferido abandonar Alemania antes que vivir amedrentados por la posibilidad de ser despedidos o arrestados.

      No todo el que quería emigrar podía. Un día, a finales de abril, Samson Knoll, un estudiante al que Mildred había conocido en la Universidad de Berlín, acudió a ella de parte de Alfred Futran, un librero y periodista judío cuyo padre había muerto a tiros a manos de unos extremistas de derechas en 1920 durante un intento de golpe de Estado.

      —Futran tiene que salir del país —dijo Samson—. Usted tiene contactos con la embajada americana. ¿Podría ayudar a mi amigo a llegar a Estados Unidos?

      —Estados

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