Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
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—Greta Lorke.
La miró con el ceño fruncido.
—¿Nombre completo?
—Margaretha Lorke.
—¿Lugar y fecha de nacimiento?
—Fráncfort del Óder, 14 de diciembre de 1902. —Vio que marcaba dos casillas del primer papel de la carpeta—. Disculpe, pero he venido a recoger mi máquina de escribir. Uno de sus agentes la cogió de mi apartamento y me gustaría recuperarla, por favor.
—¿Por qué la necesita?
—Soy estudiante de posgrado y la uso para escribir trabajos, y también para cartas, lo normal.
—¿Y también pasquines convocando a sus camaradas a reuniones subversivas?
Greta dio un respingo.
—Claro que no.
—¿Ayudó usted al judío Karl Mannheim a huir a Inglaterra?
—¿Huir? ¿Por qué iba a tener que huir el profesor Mannheim?
El hombre dio un puñetazo en la mesa.
—¿Le ayudó o no le ayudó?
—Le ayudé con la mudanza al Reino Unido —respondió Greta sobresaltada—. Me contrató a tal efecto. Lo que me confunde es la palabra «huir». Herr Mannheim se fue de Fráncfort para incorporarse al cuerpo docente de la London School of Economics, no por ningún motivo nefando.
—¿Dónde aprendió usted a volar? —preguntó el oficial joven—. ¿En Estados Unidos?
Greta miró al más mayor y volvió a mirarle a él.
—No entiendo.
—¿Niega haber ido a Estados Unidos? —preguntó el mayor incrédulo.
—Por supuesto que no. Fui a la escuela de posgrado de la Universidad de Wisconsin. Estoy orgullosa de lo que conseguí y, desde luego, no lo oculto.
El más joven plantó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia ella con gesto amenazante.
—¿Dónde está su avión?
Greta respiró hondo y le sostuvo la mirada.
—De veras que no tengo ni idea de qué me están hablando. Jamás he ido en avión. Yo solo he venido a por mi máquina de escribir.
—¿La máquina que utilizó para escribir esto? —El oficial de más edad cogió un papel de la carpeta y se lo puso delante—. ¿Me va a negar que puso esto en el Departamento de Sociología de la universidad? —Indicó su nombre, escrito a mano en la esquina inferior derecha—. Es su firma, ¿no?
Greta se quedó mirando el papel, boquiabierta.
—Sí, pero…
—¿Fliegergruppe? —vociferó el más joven, señalando con un dedo muy largo la palabra—. ¿Un grupo de vuelo con un zepelín?
—¿Dónde está su aeronave? —insistió el otro.
Greta se echó a reír. Los dos oficiales la miraron estupefactos.
—Lo siento —dijo Greta con voz entrecortada, esforzándose por contener unas ganas locas de reír—. No quería faltarles al respeto. Sí, hice esas octavillas y las puse en los tablones de anuncios del departamento. El Fliegergruppe no es más que un grupo de estudios. Lo llamamos «grupo de vuelo» porque volamos de un tema y de un lugar a otro, de una reunión a otra. Supongo que no llevarán ustedes mucho tiempo en Fráncfort, porque si no, habrían oído hablar de Zeppelinalle… es una calle pegada a la zona oeste del campus. —Movió la cabeza y apretó los labios, consciente de que la perplejidad podía dar paso a la ira de un momento a otro—. Hablamos de Sociología, escribimos trabajos en colaboración, nos preparamos los exámenes. Les juro que entre nosotros no hay ni un solo piloto.
El oficial mayor la miró con gesto agrio.
—Haría bien en elegir otro nombre para el grupo.
—Sí, ahora me doy cuenta. Lo sugeriré en nuestra próxima reunión.
—Puede que no sea necesario. —El más joven se enderezó y entrelazó los dedos a la espalda—. Mientras estaba usted fuera, hubo tantos profesores que decidieron pedir la excedencia que el departamento se ha cerrado.
Greta le miró fijamente, sin saber qué pensar.
—No sabía nada.
—¿Qué va a hacer ahora, fräulein Lorke? —preguntó el joven fingiendo lástima—. ¿Volver a Inglaterra con el judío Mannheim?
—Supongo que… —Greta se devanó los sesos en busca de una respuesta que les agradase—. Volveré a Fráncfort del Óder para cuidar de mis padres, que empiezan a estar ancianos.
El mayor asintió con la cabeza.
—Y una vez que se instale en casa, debería casarse. Kinder, Kirche, Küche!
Greta inclinó la cabeza fingiendo sumisión.
—Les agradezco su paciencia. Ahora que hemos aclarado este malentendido, ¿puedo recuperar mi máquina de escribir, por favor?
—¿Para qué iba a necesitarla, si ya no va a seguir estudiando? —preguntó el joven con falso desconcierto.
—Para escribir cartas, para organizar los asuntos domésticos de mis padres… —Greta se encogió de hombros—. A fin de cuentas, es mía y no he hecho nada malo, nada que merezca que me confisquen mis cosas.
—Creo que le vendrá bien no tener la tentación de una máquina de escribir, fräulein Lorke. —El oficial mayor cerró la carpeta y se puso en pie—. Le daremos un buen uso en beneficio del Reich.
Greta apretó los labios para reprimir una contestación furiosa. No podía permitirse comprar una máquina de escribir nueva cada vez que un nazi metía la pata.
Echando pestes para sus adentros, se dejó acompañar hasta la puerta por el oficial joven, a cuyo brazo alzado se limitó a responder con un seco movimiento de cabeza. Se fue directamente a la universidad, donde confirmó que el Departamento de Sociología estaba prácticamente difunto. El profesor Mannheim se había ido justo a tiempo.
No había ya nada que la retuviera en Fráncfort. Avisó a su casera de que se marchaba, cerró las cuentas bancarias y pagó recibos pendientes, y empaquetó todas sus cosas. Dos días después, se embarcó en el tren de la mañana con rumbo a Berlín.
Lo primero era encontrar un lugar donde alojarse. Como solo disponía de unos pequeños ahorros y no tenía ninguna certeza de que fuese a encontrar trabajo enseguida, se abstuvo de lujos y comodidades y alquiló una habitación en un cobertizo para botes en la orilla del río Havel en Pichelswerder, un lejano barrio del oeste situado