Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini HarperCollins

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Mildred salió de la habitación contigua. Estaba aún más delgada de lo que recordaba Greta, la ropa pulcra y favorecedora aunque un poco desvaída y discretamente remendada, pero sus cabellos dorados, su cálida sonrisa y su mirada abierta y acogedora eran exactamente como los recordaba Greta.

      —¡Greta! —exclamó Mildred abalanzándose a abrazar a su vieja amiga y besándola en ambas mejillas—. No me lo puedo creer. ¡Ha pasado demasiado tiempo!

      —Demasiado, sí. Os he echado mucho de menos.

      Mientras daban cuenta de una sustanciosa sopa de col, patata y salchichas, se pusieron al día de los avatares de sus vidas desde la última vez que se vieron, cuatro años antes. La frugal comida y el barrio en el que vivían habían llevado a Greta a sospechar que la pareja no andaba muy sobrada, pero aun así le sorprendió enterarse de que Arvid había sido incapaz de conseguir un puesto en la universidad.

      —Al menos tú te sacaste el doctorado —dijo Greta, disgustada por tener que reconocer su fracaso ante su antiguo rival—. Yo, a pesar del tiempo que le he dedicado y de todo lo que he estudiado, aún no me lo he sacado.

      —Ni yo —dijo Mildred con tristeza—. Sigo dándole duro a la tesis.

      —Mi época de estudiante ya pasó —dijo Greta—. Ahora lo que espero es encontrar trabajo en el mundo del teatro o en el del periodismo.

      —El periodismo es una profesión peligrosa hoy en día —dijo Arvid—, a no ser que estés dispuesta a taparte la nariz y escribir para la prensa nazi.

      —Jamás —contestó Greta.

      —Mientras, deberías sumarte a nuestro salón literario —sugirió Mildred—. Hemos reunido un grupo muy animado de escritores, editores, periodistas e intelectuales con el fin de hablar de literatura y publicar. Es un grupo artístico, no político. Y si lo que buscas es algo más parecido a los Friday Niters, podrías incorporarte a nuestro grupo de estudios progresista.

      —¡Cuánto echo de menos a los Friday Niters! —suspiró Greta, melancólica—. Y los refrescos en Rennebohm’s, y Bascom Hill, y pasear por la orilla del lago Mendota en otoño…

      Mientras anochecía, recordaron sus lugares favoritos de Madison y a los amigos comunes: John Commons, William Ellery Leonard, Clara Leiser, Rudolf y Franziska Heberle, entre otros. El tiempo pasó volando, y de repente Greta se sobresaltó al ver lo tarde que era.

      —Prométeme que vendrás a la siguiente reunión del salón —dijo Mildred mientras Arvid y ella la acompañaban a la puerta.

      —Te lo prometo.

      Greta abrazó una vez más a su amiga antes de salir pitando agradecida por el reencuentro, un gozoso interludio en una temporada desapacible.

      Eran más de las doce cuando por fin llegó a Pichelswerder, pero no tenía ninguna sensación de peligro. La inesperada reunión con los Harnack había reducido el dolor de la agridulce cita con Adam. Las farolas alumbraban el camino, y por las aceras se cruzaba con parejas y grupos de amigos cuyas conversaciones en voz baja y esporádicas risotadas le recordaban que incluso en aquellos tiempos tan inciertos la vida tenía mucho que ofrecer. Pero cuando llegó al cobertizo y vio una sombra deslizándose cerca de la entrada, se paró en seco, cautelosa, y pensó que ojalá no estuviera sola.

      La silueta dio un paso, y bajo la luz vio a Adam, el sombrero echado hacia atrás, las manos metidas en los bolsillos y los labios apretados con expresión decidida.

      —Me dijiste que viniera cuando tuviera las cosas claras —dijo acercándose—. Le dije a Gertrud que quiero el divorcio. Me dijo que jamás me lo va a conceder.

      Justo cuando empezaba a abrigar esperanzas, cayeron en picado.

      —Entiendo.

      —Seguiré intentándolo. Puede que algún día se enamore de alguien y me libere. —Le cogió las manos—. Te mereces algo mejor, pero si eres capaz de aceptar esta lamentable situación y me aceptas con todas mis imperfecciones, serás la única mujer a la que ame el resto de mi vida.

      A Greta se le llenaron los ojos de lágrimas. Quería más, pero tonta sería si en unos tiempos tan feos e inciertos dejaba escapar la oportunidad de ser feliz con el hombre que amaba.

      —Te creo —dijo, y le besó.

      Capítulo dieciséis

      Junio de 1933

      Sara

      Sara se ofreció a acompañar a Dieter cuando fuese a pedir la bendición de sus padres, pero él prefirió hablar con ellos a solas. Esperó en el jardín mientras se reunían en el salón, imaginándose su alegre sorpresa, las orgullosas sonrisas de su padre, las lágrimas de felicidad de su madre. Pero los minutos se iban alargando sin fin y, cada vez más nerviosa, empezó a pasearse bajo los tilos y a mordisquearse la uña del pulgar, un vicio infantil que por desgracia reaparecía en momentos especialmente angustiosos. Exasperada consigo misma, se metió las manos en los bolsillos del vestido y no las sacó hasta que oyó que se abría la puerta del invernadero y un murmullo de voces. Volvió corriendo a la casa, el corazón acelerado por la expectación, pero se paró en seco al ver las caras de sus padres. Dieter estaba radiante de felicidad, pero el rostro de su padre tenía una curiosa expresión de estoicismo y el de su madre no acababa de decidirse entre la aflicción y una sonrisa llorosa.

      Le dieron la enhorabuena, la besaron y les desearon toda la felicidad del mundo. Y sin embargo en los días siguientes no preguntaron cuándo pensaban casarse, ni tampoco anunciaron el compromiso a sus amigos. Sara intentó no ofenderse. Varios años atrás, aunque sus padres apreciaban mucho a Wilhelm, el compromiso de Amalie les había dejado más apesadumbrados que felices. Su reticencia había amainado después de que Amalie les asegurase que no iba a cambiar de religión, que Wilhelm respetaría sus tradiciones y que sus hijos se criarían en la fe judía. Aun así, el chismorreo provocado por el inusual matrimonio mixto les había molestado sobremanera, y a veces la madre de Sara había llorado a solas, sin darse cuenta de que, después, sus ojos enrojecidos y su cara pálida delataban su secreto dolor.

      Habían transcurrido varios años. El chismorreo había cedido, los felicísimos recién casados eran ahora padres abnegados y Wilhelm ya formaba parte de la familia. Sara había dado por supuesto que la felicidad de su hermana haría que a sus padres les resultase más fácil aceptar su propio matrimonio con un cristiano. En cambio, era como si tuvieran más dudas sobre su compromiso que las que habían expresado nunca por el de Amalie.

      ¿Y no sería que había otra cosa que los inquietaba, algo que no tenía nada que ver con la religión ni con su consternación ante la perspectiva de volver a ser objeto de lástima y chismorreo?

      Un día de mediados de junio, Sara preparó una cesta con sándwiches, fruta y un gran termo de café bien cargado y fue a ver a su hermano al Berliner Tageblatt. Pero Natan no tenía tiempo para salir de pícnic con ella al Tiergarten, de manera que compartieron el almuerzo en su oficina; hicieron un hueco en el abarrotado escritorio y cerraron la puerta para evitar que los ajetreados mozos de los recados los interrumpieran con sus idas y venidas.

      Natan se repantingó, plantó los pies sobre una pila de libros, dio un mordisco al sándwich y, arqueando las cejas, le dirigió una silenciosa y bienhumorada mirada inquisitiva.

      —No creo que mamá y papá

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