Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
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Profundamente afectada, Mildred prometió hablar con un amigo de la embajada. El amigo era el cónsul estadounidense George Messersmith, que, aunque comprendía la situación, no podía tramitar la inmigración de Futran a Estados Unidos.
—Lo más que puedo hacer es ayudarle a ir a París.
Mildred le dio las gracias efusivamente, y los siguientes días pidió cosas parecidas para otros amigos. Messersmith siempre hacía lo que podía.
Como estadounidense en un país cada vez más hostil hacia los extranjeros, a veces se preguntaba si también ella debería marcharse de Alemania. A finales de marzo, un grupo de camisas pardas se había enfrentado a tres estadounidenses que estaban en Berlín en viaje de negocios al ver que no hacían el saludo nazi al paso de la caravana de Hitler. Después de arrestarlos, los SA se los había llevado al cuartel general, los habían desnudado y los habían dejado toda la noche temblando de frío en una celda. Por la mañana les habían pegado hasta dejarlos inconscientes y los habían tirado en medio de la calle. Poco después, un corresponsal de la agencia de noticias United Press International había sido detenido sin cargos, pero gracias a las insistentes indagaciones de Messersmith había salido libre e ileso.
Mildred no creía que se hiciera notar por ser extranjera como los empresarios y los periodistas estadounidenses, pero se pasaba a menudo por la embajada de Estados Unidos y desempeñaba un papel activo en el Club de Mujeres Americanas, de manera que quizá se equivocaba. Pero, aunque así fuera, ¿cómo iba a pensar en abandonar Alemania, donde se había construido una vida rodeada de familia y amigos del alma? Arvid no quería emigrar, y no soportaba la idea de irse sin él. Para un observador casual, parecía alemana. Seguro que estaría a salvo si no hacía nada que llamase la atención de los rufianes antiestadounidenses.
—Necesitamos un embajador fuerte para que lidie con todas estas atrocidades nazis —le confió Messersmith después de la liberación del corresponsal de la UPI—. Esperemos que el nuevo presidente nos envíe uno pronto.
Mientras tanto, buena parte de las funciones del embajador recayeron sobre Messersmith y sobre el consejero de la embajada George Gordon, incluida la de obtener la liberación de los estadounidenses detenidos por la nueva policía secreta estatal, la Geheime Staatspolizei, o, dicho de forma resumida, la Gestapo. La prensa, sometida a censura, apenas informaba sobre los ataques a los estadounidenses, pero por la pequeña comunidad de expatriados corrían como la pólvora tensos rumores. Como se sabía que Mildred y Messersmith eran amigos, a menudo le pedían que confirmase estremecedoras informaciones sobre detenciones o ataques. Cada vez que el Club de Mujeres Americanas se reunía en la cómoda suite de la Bellevuestrasse, cerca del consulado, con motivo de comidas, conferencias, partidas de bridge o meriendas, tenía que aguantar una lluvia de preguntas a las que, según iba pasando el tiempo, cada vez era más difícil dar respuestas tranquilizadoras.
Para todos los que se oponían a los nazis, la discreción pasó a ser primordial cuando el gobierno impuso la gleichschaltung, o «unificación», en el país, ajustando a la fuerza todos los aspectos de la sociedad alemana a la ideología nazi. Las escuelas fueron uno de los primeros blancos fundamentales de esta «unificación». A lo largo y ancho de Alemania, se investigó a los maestros y al personal no docente, y a todo el que se le consideraba no ario o políticamente cuestionable se le expulsaba con carácter permanente.
Mildred no se sorprendió cuando el Berlin abendgymnasium, una institución progresista fundada por los socialdemócratas, fue sometido a un escrutinio especialmente intenso. Al volver a la escuela después de las vacaciones de Pascua, descubrió que el descanso iba a prolongarse indefinidamente mientras los nazis llevaban a cabo una inspección exhaustiva. Una secretaria le confió que la administración estaba resignada a hacer cualquier concesión, por desagradable que fuera, con tal de mantener la escuela abierta.
—Lo tengo difícil —dijo Mildred andando de un lado para otro del piso mientras Arvid estudiaba en su butaca favorita del mirador—. Soy la única mujer del cuerpo docente, y extranjera. Basta con que pregunten a herr Schönemann por qué me echó de la Universidad de Berlín y seguro que me despiden.
Arvid intentaba animarla, pero estaba tan convencida de que el despido era inminente que cuando recibió una carta con la fecha de reapertura de la escuela se preguntó si querrían que diera clase o que recogiera sus bártulos del escritorio. El primer día solo era para los profesores, convocados a una reunión en la que se iba a hablar de todas las cuestiones planteadas por la inspección. Quizá querían despedirla de viva voz.
Llegó el día señalado y nada más llegar se quedó horrorizada. Aunque, por alguna razón, ella conservaba su puesto, la mitad del profesorado había sido expulsada, incluidos el director y los cuatro profesores numerarios que preparaban y supervisaban los exámenes de fin de carrera. El doctor Stecher, el orientador del alumnado, había sido nombrado director provisional. Mildred se esforzó por mantener una expresión impasible mientras oía su discurso inaugural, en el que denunció «la manifiesta tradición demócrata-liberal de la escuela» y su «ideología marchita» y declaró que los cruciales acontecimientos históricos de 1933 habían impulsado a la escuela a una nueva era grandiosa de «poderosa transformación». Al acabar su discurso, que fue recibido con aplausos tibios, mecánicos, sus ayudantes corrieron a reasignar a los estudiantes a los doce profesores que quedaban. Inmediatamente después, se estableció en la escuela una división de la Asociación de Estudiantes Alemanes Nacionalsocialistas con el fin de animar a los alumnos a adaptarse a los ideales del nuevo Estado. Una vez reanudadas las clases, y para cuando empezaron los exámenes finales, en el Berlin abendgymnasium se había extirpado de raíz hasta el último vestigio de la ideología y la filosofía socialdemócrata.
El primero de mayo era, por tradición, un día en el que los sindicatos alemanes celebraban su solidaridad con desfiles y discursos, pero aquel año los nazis se lo apropiaron para sus propios fines, declarándolo Día Nacional del Trabajo y convirtiéndolo en un festivo pagado para ganarse las simpatías de los obreros. A lo largo y ancho del país se celebraban enormes concentraciones y festivales, pero el mayor fue en Berlín, donde incluso algunos sindicatos que hasta entonces se habían mostrado escépticos participaron en el espectáculo. Decenas de miles de personas desfilaron por delante de las ventanas de Mildred y Arvid que daban a Hasenheide, cantando, gritando eslóganes y portando pancartas, con rumbo al campo de aviación Tempelhof, donde más de un millón de personas, entre participantes en el desfile y espectadores entusiastas, abarrotaban el terreno. A la vez que se desplegaban en lo alto banderas con esvásticas, doce grandes bloques de participantes uniformados se lucieron con marcada precisión militar, arrancando vítores eufóricos de la mayoría de la multitud e infundiendo en otros un pavor atenazante.
¡Qué hermoso fue!, escribió Mildred a su madre al día siguiente, adoptando un sencillo código que confiaba que su madre entendería y que consistía en decir exactamente lo contrario de lo que pensaba. Miles y miles de personas desfilando ordenadamente, cantando y tocando por las majestuosas calles que se abren en abanico desde nuestra casa. Me acordé de los desfiles de preparación que se hacían en nuestro país al inicio de la Gran Guerra. En las masas hay un gran impulso que puede despertarse… un impulso grandioso y bello. Como sabes, me pareció que este impulso se encauzaba adecuadamente en la guerra, y de la misma manera pienso que también ahora se está encauzando adecuadamente. Es algo muy hermoso y muy serio…, tan serio como la muerte.
Más tarde, Mildred habría de enterarse de que, mientras ella escribía, los nazis estaban ejecutando un ataque coordinado a los sindicatos socialdemócratas de todo el país, allanando sus oficinas, cerrando sus publicaciones, apropiándose de sus fondos. Detuvieron a líderes sindicales y los pusieron bajo custodia protectora en campos de concentración… menos a aquellos a los que mataron en el acto,