Trilogía de Candleford. Flora Thompson

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Trilogía de Candleford - Flora Thompson Sensibles a las Letras

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de bronce forjados a mano pertenecientes a los cajones de alguna cómoda heredada sin apenas valor, un armario esquinero o quizá una mesa abatible que con los años había empezado a cojear. Otras piezas de mobiliario se sacaban de la casa por algún motivo y terminaban pudriéndose a merced de los elementos, pues la nueva generación no valoraba ese tipo de cosas. Preferían los productos de su época y, con el paso del tiempo, en la aldea ya no quedó ni una sola de aquellas reliquias.

      Para decorar la repisa de la chimenea o el aparador, las mujeres preferían ahora estrafalarios jarrones de cristal, figuritas de animales hechas con arcilla, cajitas adornadas con conchas marinas y marcos de fotografías forrados de felpa. Pero los adornos preferidos por todas eran las jarritas de porcelana blanca con letras de oro con frases como «De regalo para un niño bueno» o «Recuerdo de Brighton» o de cualquier otra ciudad con mar. Las que tenían hijas fuera trabajando de muchachas, que podían conseguirlas con facilidad, llegaban a acumular gran cantidad de ellas, que después exhibían colgadas de sus asas en hileras en el borde de algún estante, siendo motivo de gran orgullo para la propietaria y de envidia para sus vecinas.

      Los que disponían del dinero necesario cubrían las paredes de sus cuartos con papel pintado, con grandes motivos florales de brillantes colores. Los que no, las encalaban o las forraban con hojas de periódicos atrasados. En la pared junto a la chimenea seguían colgando el tocino a secar, y en todos los hogares tenían algún cuadro a la vista, en su mayoría almanaques acompañados por láminas a color, regalo de los comerciantes cuyos negocios frecuentaban, y que a menudo enmarcaban en casa. La mayoría de las veces de dos en dos, y los temas favoritos eran los amantes a punto de separarse, jóvenes vestidas de novia, viudas llorando desconsoladas ante la tumba de sus difuntos esposos, y niños pidiendo limosna bajo la nieve o jugando con cachorros y gatitos.

      No obstante, incluso con materiales tan poco prometedores y en cuartos que al mismo tiempo hacían las veces de cocina, sala de estar, cuarto de juegos para los niños y lavadero, algunas mujeres conseguían crear un hogar bonito y acogedor. Tener la chimenea bien blanqueada, una alfombra de colores claros hecha en casa y algunos geranios en el alféizar de la ventana no costaba nada, pero en conjunto podía mejorar notablemente una casa corriente. Otras, sin embargo, despreciaban ese tipo de detalles. ¿De qué servía romperse la espalda y quemarse la vista hilando alfombras para que los niños jueguen, cuando un viejo saco extendido en el suelo cumplía la misma función? Y en cuanto a las flores en macetas, no servían de mucho cuando los niños jugaban a su lado sin preocuparse por nada. En cualquier caso, tanto unas como otras se esforzaban al menos por mantener limpia la casa frotando y ordenando una vez al día, aunque solo fuera por el qué dirán. En la aldea había muchas casas austeras y que carecían de las comodidades más básicas, pero ni una sola de ellas estaba sucia.

      Cada mañana, en cuanto los hombres salían de casa para trabajar, los niños mayores se iban a la escuela, y los pequeños, a jugar; el bebé ya estaba bañado y dormía en su cuna, las mujeres sacaban las alfombras y felpudos a la calle y los golpeaban contra la pared, las chimeneas se «lustraban», y mesas y suelos se fregaban y frotaban a conciencia. En época de lluvia, antes de fregar había que rascar el suelo de piedra con la hoja de un cuchillo para despegar el barro aplastado por las pisadas que se acumulaba entre las juntas, pues, aunque en cada puerta había un rascador para limpiarse las botas antes de entrar, parte del barro de las suelas siempre se metía en casa.

      Para no ensuciar aún más durante el día, las mujeres llevaban zuecos que se calzaban sin necesidad de quitarse los zapatos, cada vez que tenían que ir al pozo o a la pocilga. Los llamaban almadreñas y consistían en una suela de madera con una protección de cuero para la puntera del pie que se alzaba unos cinco centímetros del suelo mediante una anilla de hierro. ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!, resonaban sobre el suelo de piedra, y ¡Chof! ¡Chof! ¡Chof!, chapoteaban en el barro. Llevando aquellos zuecos para no mojarse los pies era difícil hacer nada sin llamar enseguida la atención.

      Un par de almadreñas solo costaba diez peniques y duraban años. Pero las almadreñas estaban condenadas a desaparecer. Las mujeres de la parroquia y las esposas de los granjeros ya no las usaban en sus idas y venidas a los establos y corrales, y las parejas recién casadas que se instalaban en la aldea ya no gastaban el dinero en ese tipo de cosas. La muletilla «Demasiado orgullosa para llevar almadreñas» casi se había convertido en refrán a principios de la década, y cuando esta tocaba a su fin ya habían desaparecido casi por completo.

      La limpieza matutina iba siempre acompañada de un concierto de gritos y saludos de un jardín a otro, pues el primer golpe de alfombra era la señal que las demás vecinas necesitaban para empezar a sacudir las suyas. «¿Has oído lo de Fulanita?», decía una; «¿Y qué te parece lo de Menganita?», respondía la otra. Y así hasta que alguna caía en la cuenta de que, de seguir dándole a la lengua, se les echaría la noche encima sin haber limpiado las alfombras.

      Los apodos no eran frecuentes entre las mujeres y solo a las más mayores las llamaban por su nombre de pila, la vieja Sally o la vieja Queenie, o a veces ama, ama Mercer o ama Morris. Las otras mujeres casadas eran señora Tal o señora Cual, incluso para dirigirse a aquellas que habían conocido desde la cuna. A los hombres más entrados en años los llamaban maestro, no señor. Los hombres más jóvenes eran conocidos por su apodo o por su nombre de pila, exceptuando a unos pocos que gozaban de un mayor respeto del habitual para su edad. A los niños les enseñaban desde pequeñitos a dirigirse a todos los adultos como señor o señora.

      La limpieza comenzaba en todas las casas más o menos a la vez, pero la hora de finalizar variaba. Algunas amas de casa lo tenían todo listo y ya se habían arreglado ellas mismas antes del mediodía. Otras, sin embargo, apenas llegaban con todo hecho a la hora del té. «Las mujeres dejadas nunca acaban lo que empiezan», solían decir las buenas amas de casa.

      Laura no entendía por qué, si todo el mundo limpiaba a diario, algunas casas estaban «como los chorros del oro», como se suele decir, y otras siempre hechas un desastre. Un día se lo comentó a su madre.

      —Ven aquí —le respondió—. ¿Ves esta parrilla que estoy limpiando? Parece que ya está, ¿no es así? Pues espera.

      Frotó con fuerza arriba y abajo, de un lado a otro y entre cada una de las barras. Después le dijo:

      —Mira ahora. Hay una gran diferencia, ¿verdad?

      Y en efecto, la había. Un rato antes estaba pasablemente brillante, pero ahora estaba resplandeciente.

      —¡Ya lo ves! —exclamó la madre—. Ese es el secreto. Tan solo un poco de esfuerzo extra, después de lo que la mayoría considera suficiente, es lo que hace falta.

      Sin embargo, ese tiempo extra que la madre de Laura dedicaba a frotar sin que le supusiera un gran esfuerzo no era algo que estuviera al alcance de todas. Los embarazos, la crianza de los niños y las continuas preocupaciones monetarias bastaban para agotar la fuerza y la energía de muchas madres. No obstante, teniendo en cuenta todos estos inconvenientes, sumados a las habituales carencias del hogar en aquellas casas abarrotadas, el nivel general de limpieza era asombroso.

      Había una entrega de correo diaria, y hacia las diez de la mañana, mientras sacudían sus alfombras fuera de casa, las mujeres volvían la cabeza hacia el sendero que atravesaba las parcelas para comprobar si se acercaba el cartero, o el «viejo Postie», como todos lo llamaban. Algunos días llegaban dos o incluso tres cartas a Colina de las Alondras, aunque lo más frecuente es que no hubiera ninguna. Sin embargo, eran pocas las mujeres que no levantaban la vista con expresión ansiosa en la mirada. A este afán por recibir cartas lo llamaban «anhelo» (pronunciado «anheelo»). «Pues no, la verdad es que no esperaba ninguna carta, pero siempre tiene una ese anheelo», le decía una mujer a su vecina al ver al viejo cartero saltando un cercado y caminando sin prisa entre las huertas. Los días de lluvia llevaba un viejo paraguas verde con varillas de hueso de ballena, bajo cuya inmensa circunferencia

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