Trilogía de Candleford. Flora Thompson
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Además del Weekly Despatch, el padre de Laura leía Carpintería y construcción, una publicación especializada gracias a la cual sus hijos tuvieron ocasión de leer por primera vez a Shakespeare a raíz de un artículo en el que se exponía la controversia suscitada por las palabras de Hamlet «I know a hawk from a handsaw». Según cierto erudito, debían interpretarse como «¡Bah, bien sé distinguir a un halcón de una garza!», lo que había puesto en pie de guerra a carpinteros y albañiles; pues estaba claro que con la palabra hawk se refería a la paleta que utilizaban los albañiles y yeseros de la época, y con handsaw, a un simple serrucho. Aunque aquel verso y algunos fragmentos que después encontró en adaptaciones escolares fueron lo único que Laura pudo leer durante años de la obra de Shakespeare, ella se puso rápidamente del lado de los carpinteros y albañiles; y lo mismo hizo su madre cuando le contó lo sucedido, pues en su opinión el «¡Bah!» de aquel supuesto erudito le parecía bastante fuera de lugar.
Mientras las lectoras de folletines, que representaban el sector gentil de la comunidad, disfrutaban de su té, había reuniones más animadas en otra casa de la aldea. La anfitriona, Caroline Arless, tenía por aquel entonces unos cuarenta y cinco años, y era una mujer alta, bonita y honesta de ojos vivaces y oscuros, cabello negro y crespo como el alambre y mejillas del color de los albaricoques maduros. No era natural de la aldea, pero había llegado como prometida de un vecino y se decía que tenía algo de sangre gitana.
Aunque ya era abuela, todavía traía al mundo a un chiquillo cada dieciocho meses aproximadamente, un proceder que no estaba muy bien visto en Colina de las Alondras, pues allí tenían un refrán que decía: «Cuando las jóvenes empiezan, las viejas lo han de dejar». Pero la señora Arless no se atenía a ninguna regla, exceptuando las de la naturaleza, y recibía con alegría a cada uno de sus hijos, los cuidaba con ternura mientras estaban indefensos, los sacaba de casa a jugar en cuanto daban los primeros pasos, los enviaba a la escuela a los tres años y a trabajar a los diez u once. Algunas de sus hijas se habían casado a los diecisiete, y los muchachos, entre los diecisiete y los veinte.
Las costumbres y los modales no le preocupaban. El marido y los hijos «contribuían» con su salario los viernes por la noche y las hijas que trabajaban fuera como sirvientas enviaban a casa al menos la mitad de sus ganancias. Algunas noches freía carne encebollada para la cena y a toda la aldea se le hacía la boca agua, y otras veces no había más que pan con manteca de cerdo a la hora de sentarse a la mesa. Cuando tenía dinero, lo gastaba, y cuando no lo tenía, compraba cosas a crédito o pasaba sin ellas. «Conseguiré capear el temporal —solía decir—. Lo he hecho antes y volveré a hacerlo. Además, ¿de qué sirve preocuparse?». Y lo cierto es que siempre se las ingeniaba para conseguirlo y también para tener algunas monedas en el bolsillo. Aunque era bien sabido que solía acumular bastantes deudas. Cada vez que estaba con alguien y recibía un paquete por correo de parte de sus hijas, al abrirlo decía: «No pienso malgastar este dinero pagando deudas».
Su idea de gastar bien el dinero consistía en invitar a algunos vecinos con los que tuviera buen trato, sentarlos alrededor de un buen fuego y enviar a uno de sus chiquillos a la taberna a comprar algo de cerveza. Nunca se emborrachaban, ni siquiera se achispaban, pues no había demasiado que repartir entre todos; incluso cuando volvía a enviar al chiquillo a la taberna con la jarra de cerveza una segunda y una tercera vez. Sin embargo, sí había suficiente para calentar sus corazones y hacerles olvidar los problemas. Y las conversaciones y las risas y los fragmentos de canciones que flotaban en el aire «en casa de esa señora Arless» solían escandalizar a algunas de las matronas más impresionables. Nadie estiraba el meñique al coger la taza de té en las reuniones de la señora Arless, y ella menos aún. Era una mujer tan cargada de vitalidad sexual que la mayoría de las veces su conversación derivaba hacia ello, no en sus facetas más soeces o furtivas, sino como uno de los aspectos fundamentales de la vida.
En cualquier caso, a nadie podía caerle mal la señora Arless, por más que con su comportamiento y su manera de ser llegara a ofender la sensibilidad de sus vecinos y su sentido de la corrección. Estaba tan llena de vida y vigor y tan noble era su naturaleza que a veces llegaba incluso a dar lo que tenía a quien no lo necesitaba sin tener en cuenta ni por un momento si algún día le devolverían o no el favor. Conocía bien la sala del juzgado municipal y no lo ocultaba, pues en su caso las citaciones judiciales no eran más que una invitación para pasar el día fuera antes de regresar a casa victoriosa, habiendo convencido al juez de que era una esposa modélica y una madre generosa que únicamente contraía deudas porque tenía una familia numerosa, mientras sus acreedores se retiraban amilanados y vencidos después de cada encuentro.
Otra mujer que vivía en la aldea y, sin embargo, se mantenía en cierto modo al margen de cuanto allí sucedía generalmente era Hannah Ashley. Era la nuera del viejo metodista que utilizaba el arado de pecho y tanto ella como su marido habían abrazado la misma fe. Era menuda como un ratoncito de campo y nunca participaba en los chismorreos ni las disputas de la aldea. De hecho, apenas se dejaba ver durante los días de semana, pues su casa estaba bastante apartada del resto y además poseía su propio pozo en el huerto. Sin embargo, los domingos su casa se utilizaba como lugar de reunión para los metodistas, y era entonces cuando dejaba a un lado su habitual timidez y todos los que se animaban a asistir eran bien recibidos. Mientras escuchaba las palabras del pastor o participaba en sus himnos y oraciones, contemplaba a la pequeña congregación reunida a su alrededor, y todos aquellos que se encontraban con su mirada podían ver el brillo de amor que había en sus ojos, y desde aquel momento ya no podían volver a pensar y mucho menos a hablar mal de ella, más allá de un «En fin, es metodista», como si eso fuera más que suficiente para explicar todas sus rarezas.
Los jóvenes Ashley solo tenían un hijo varón, más o menos de la edad de Edmund, y los niños de la última casa jugaban a veces con él. Una mañana de sábado, cuando Laura fue a su casa para buscar al pequeño, contempló una escena que se grabaría en su mente para toda la vida. Era la hora en que todos los hogares del pueblo se ponían patas arriba para la limpieza del sábado. Los niños y niñas de más edad, de nuevo en casa después de la escuela, salían y entraban corriendo de sus casas y discutían jugando entre los setos. Las madres reñían y los bebés berreaban mientras los envolvían en su chal para que las hermanas mayores se los llevaran en brazos a pasear. Era el típico día que Laura detestaba, pues en casa no había ningún lugar tranquilo donde refugiarse para leer un libro, y fuera la amenazaba el constante peligro de que la escogieran para jugar a la fuerza a juegos de los que salía mal parada o que simplemente le resultaban aburridos.
En casa de Freddy Ashley, sin embargo, todo era paz y tranquilidad e inmaculada pureza. Las paredes estaban recién blanqueadas y la mesa y el suelo de tarima eran de un pálido color paja, resultado obtenido sin duda a base de mucho frotar; la rejilla de cocinar, bellamente bruñida, relucía con un intenso color carmesí, pues el horno se estaba calentando; y sobre la mesa, cubierta con un mantel tan blanco como la nieve, había una tabla y un rodillo de amasar. Freddy estaba ayudando a su madre a hacer galletas, separando los pedacitos de masa a los que ella daría forma con un pequeño molde de latón. Sus rostros, al mismo tiempo tan simples y hermosos, estaban muy cerca el uno del otro sobre la tabla de amasar. Y las voces de ambos cuando la invitaron a entrar y sentarse junto al fuego sonaron en sus oídos como las de dos ángeles, después del alboroto que había dejado afuera.
Aquello le permitió vislumbrar fugazmente que existía un mundo diferente al que ella conocía y la escena pervivió en su interior como algo puro, hermoso y apacible. Se le ocurrió entonces que aquel hogar de Nazaret debía de parecerse bastante al de Freddy.
Las mujeres nunca trabajaban en los huertos ni en las parcelas, ni siquiera cuando ya habían criado a sus hijos y tenían tiempo de sobra, pues según la estricta división del trabajo que prevalecía en la aldea, eso era «tarea de hombres».