Trilogía de Candleford. Flora Thompson
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En casi todos los jardines había un rosal, pero no de los que daban flores de vivos colores. Solo la vieja Sally tenía de esos. Los demás debían contentarse con las típicas rosas blancas con un leve tinte rosado en el centro conocidas como «rubor de doncella». Laura solía preguntarse quién habría llevado a la aldea el primer rosal, pues era evidente que desde entonces los esquejes habían ido pasando de mano en mano entre todos los vecinos.
Además del jardín de flores, las mujeres cultivaban especias en un rinconcito donde había tomillo, perejil y salvia para cocinar y romero para darle sabor a la manteca de cerdo elaborada en casa, lavanda para perfumar la mejor ropa, y menta, poleo, marrubio, manzanilla, tanaceto, melisa y ruda como remedios para distintos males del cuerpo. Tomaban mucha manzanilla para prevenir los resfriados, para calmar los nervios y como tónico general. Siempre había preparada una gran jarra para recuperarse después del parto. El marrubio se tomaba con miel para la garganta irritada y la tos de pecho. El té de menta se tomaba más bien como un lujo que como una medicina. Se ofrecía en ocasiones especiales y se bebía en vasos de vino. Además, las mujeres utilizaban el poleo con un fin muy particular, aunque a juzgar por las apariencias no resultaba muy efectivo.
Además de las cultivadas en el jardín, algunas de las mujeres más ancianas utilizaban especias silvestres que recogían en las distintas estaciones y ponían a secar. Pero los conocimientos sobre ellas y los usos que se les daban se habían ido perdiendo, y la mayoría de la gente dependía de las que cultivaba en su propio jardín. La aquilea, o milenrama, era una excepción, pues todo el mundo la recogía en grandes cantidades para preparar «cerveza de hierbas». Se preparaban litros de esta bebida que los hombres llevaban a trabajar en sus latas para el té y era almacenada en la despensa para que madres e hijos pudieran beber para saciar la sed. La mejor milenrama crecía junto a la carretera y, cuando llegaba la estación seca, las plantas se cubrían de tal modo de polvo blanco que incluso la cerveza, una vez fermentada, tenía un tinte blancuzco. Si los niños hacían algún comentario al respecto, les decían: «A todos nos toca morder el polvo alguna vez en la vida, pero sin duda lo malo se pasa mejor con un buen trago de esta cerveza de hierbas».
Los niños de la última casa se preguntaban si alguna vez les tocaría también a ellos un poco de ese polvo de la vida, pues su madre era muy particular en la cocina. Verduras como la lechuga y el berro las lavaba en tres aguas, en lugar de limitarse a remojarlas y escurrirlas como hacía la mayoría de la gente. Se podía decir que los berros prácticamente los fregaba, a causa de la historia del hombre al que, después de tragarse un renacuajo, le había acabado creciendo una rana adulta en el estómago. Los berros crecían en abundancia y se comían especialmente en primavera, antes de que se pusieran duros y la gente se hartara de ellos. Quizá su buena salud se debiera en gran medida a lo que comían.
La mayoría de los vecinos, con excepción de los más pobres, elaboraban toda clase de vinos caseros. Endrinas y moras crecían por doquier en los setos; el diente de león, la uña de caballo y las prímulas las recogían en los campos, y en los huertos había ruibarbo, grosellas y chirivías. También hacían mermelada con los frutos recogidos en los arbustos. Para ello había que encender una hoguera y su elaboración requería un gran cuidado, aunque el resultado era generalmente bueno —demasiado bueno, según decían las mujeres, pues desaparecía en un santiamén—. Algunas eminentes amas de casa preparaban jalea. La jalea de manzana era una especialidad de la última casa. Las manzanas silvestres abundaban en los alrededores y los hermanos sabían exactamente dónde encontrar las más rojas, las rojas con vetas amarillas y algunas que colgaban de las ramas como manojos de cebollas verdes.
Laura tenía la sensación de que alguna especie de milagro acontecía ante sus ojos cada vez que un cesto de estas manzanas se convertía en jalea tan clara y brillante como un rubí, después de añadirles tan solo agua y azúcar. No tenía en cuenta el tiempo que llevaba cocerlas y escurrirlas o que había que calcular cuidadosamente todas las medidas, hervirlas y aclararlas antes de poder envasarlas en los tarros de cristal que luego se colocaban en un estante de la alacena y proyectaban una luz rojiza sobre sus paredes blancas.
Una exquisitez muy fácil de preparar era el té de prímulas. Para ello se arrancaban las pepitas doradas de un ramillete de prímulas sobre las que se vertía agua hirviendo, luego se dejaba reposar el té unos minutos y ya estaba listo para beber, con o sin azúcar, según el gusto de cada cual.
Las prímulas o primaveras también se utilizaban para hacer pelotas para los niños. Para ello se recogía un buen manojo de fragantes flores, se ataban fuertemente los tallos con un cordel y los capullos se doblaban sobre estos cubriéndolos. De ese modo se le daba forma casi redonda, consiguiendo la pelota más hermosa que se pueda imaginar.
Algunos de los vecinos más ancianos que criaban abejas hacían hidromiel, también conocida como aloja. Se trataba de una bebida apreciada en la zona hasta extremos casi supersticiosos, y ofrecer un vaso a un invitado era considerado un gran agasajo. A los que la preparaban les gustaba crear algo de misterio en torno a su elaboración, que por otra parte era muy sencilla. Se usaban tres libras de miel para un galón de agua de manantial. Y era imprescindible que fuera agua corriente de manantial que se obtenía en una zona específica del arroyo donde espumeaba al romper entre las rocas, nunca del pozo. La miel y el agua se mezclaban y se hervían y después se colaba la mezcla, a la que había que añadir un poco de levadura. Finalmente se almacenaba en un barril durante seis meses, cuando la aloja estaba lista para su embotellado.
La vieja Sally decía que había quien enredaba innecesariamente con su hidromiel, añadiéndole limón, hojas de laurel y cosas por el estilo. Pero en su opinión esa gente no merecía que las abejas trabajaran para ellos.
Había quien decía que la aloja era la bebida más embriagadora del mundo. Y en efecto era potente, como descubrió en cierta ocasión una niñita al irse a dormir una noche más tarde de lo habitual para poder recibir a un tío suyo soldado recién llegado de Egipto, cuando le ofrecieron un sorbo de hidromiel y se bebió el vaso de un trago.
Durante toda la velada lo único que la pequeña decía era «Sí, por favor, tío Reuben» y «Muy bien, gracias, tío Reuben». Sin embargo, al subir las escaleras para irse a la cama había sorprendido a todos diciendo con atrevimiento: «¡El tío Reuben es un bobo!». Obviamente era el aguamiel el que hablaba, no ella. Todos se volvieron para reprenderla, pero el sargento Reuben detuvo a tiempo la ofensiva al vaciar su vaso de un trago y exclamar mientras se relamía: «¡Vaya, he probado licores en mis tiempos, pero este los supera a todos!». Mientras descorchaban una nueva botella y llenaban los vasos, la pequeña siguió escaleras arriba dando tumbos y se metió en la cama sin tan siquiera quitarse su bonito y recién almidonado vestido blanco.
Los vecinos de la aldea nunca intercambiaban invitaciones para comer, aunque cuando se hacía necesario convidar a una visita importante a tomar el té o a amigos que venían de lejos, las mujeres no carecían de recursos. Si como era frecuente no había manteca en casa, enviaban a uno de los niños a la tienda de la taberna a comprar un cuarto de la más fresca que hubiera, aunque tuvieran que «anotarlo en la libreta» hasta el día de paga. Finas rebanadas de pan con manteca, cortadas y servidas como acostumbraban a hacer en sus viejos tiempos de criadas, con un tarro de mermelada —especialmente escondido para ocasiones como estas— y una pequeña fuente con hojas de lechuga recién recogida del huerto, acompañadas con rabanitos frescos y rosados, completaban