Trilogía de Candleford. Flora Thompson
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—Este tejido es de muy buena calidad, señora. ¡Vaya que sí! —declaraba, extendiendo el material para que pudiera verlo bien—. Un vestido de esta tela es eterno, y después todavía servirá para hacer unas buenas enaguas.
Eran pocas las mujeres de la aldea que podían permitirse probar sus mejores telas. Por lo general compraban lazos, alguna prenda de algodón o un juego de agujas de coser. Y, en cualquier caso, los retales para vestidos y otros de sus géneros eran de excelente calidad y duraban mucho más de lo que cualquiera querría conservar una prenda en aquellos tiempos en que las modas cambiaban ya con tanta rapidez. Suya era la suave y tupida lana gris de fleco blanco del vestido que Laura se ponía, con su delantal de satén negro decorado con copos de nieve en la pechera, para ir a la oficina de Correos a vender sellos.
Una vez cada verano pasaba por la aldea una banda de música alemana y se detenía a tocar delante de la taberna. Estaba formada íntegramente por una familia, un padre y sus seis hijos, que siempre interpretaban sus melodías alineados en orden decreciente, desde el jovencito más alto, que tocaba la corneta, hasta el más pequeñín, gordezuelo y de rostro sonrosado, que marcaba el ritmo con sus redobles de tambor.
Formando un semicírculo y vestidos con sus uniformes verdes soplaban con fuerza sus instrumentos, y sus regordetes carrillos alemanes se hinchaban de tal modo que parecían a punto de estallar. La mayor parte de las piezas que tocaban no eran del gusto de los aldeanos, que por lo general preferían algo un poco más «movidito». Sin embargo, cuando para terminar la actuación interpretaban el Dios salve a la reina, los espectadores se unían y cantaban con gusto.
Esa era la señal para que el propietario saliera de su tasca con tres rebosantes jarras de cerveza. Una para el padre, que tragaba su néctar con la misma avidez que el desagüe de un fregadero, y otras dos que sus hijos iban compartiendo muy educadamente. A menos que la calesa del granjero o de algún comerciante se hubiera detenido casualmente durante la actuación, la cerveza era la única recompensa que recibían por el espectáculo. Tampoco pasaban la gorra entre las mujeres y niños que habían acudido a escucharlos, pues sabían por experiencia que en los bolsillos de las mujeres de los jornaleros no había calderilla para las bandas de músicos alemanes. De modo que, después de limpiar la saliva de las boquillas de sus instrumentos, hacían una reverencia, entrechocaban los tacones y retomaban la marcha por la polvorienta carretera en dirección al pueblo más cercano. Era una buena cerveza y estaban sedientos y acalorados, así que quizá consideraran que era recompensa suficiente.
Solo había otro entretenimiento ambulante que llegaba de cuando en cuando a la aldea, y eran las muñecas bailarinas. En este caso, ¡y desgraciadamente!, la representación no tenía lugar al aire libre, sino en el interior de una casa a la que se podía acceder previo pago de un penique y, puesto que dicha casa no era de las más limpias, Laura no tenía permitido asistir a esta actuación. Los que la habían visto contaban que las muñecas estaban sujetas con alambres y que el hombre que las manejaba también hablaba por ellas, de modo que debía de tratarse de algún tipo de representación de marionetas.
Una vez, cuando todavía llevaban poco tiempo asistiendo a la escuela, los niños de la última casa se habían encontrado con un hombre acompañado de un oso bailarín. El hombre, al parecer extranjero, se dio cuenta de que los niños estaban asustados y no se atrevían a pasar. De modo que para tranquilizarlos le ordenó a su oso que se pusiera a bailar. Con una larga vara colocada horizontalmente ante sus pezuñas delanteras, bailaba torpemente siguiendo el ritmo del vals que su amo silbaba. Después se puso la pértiga al hombro y comenzó a indicarle diversos ejercicios, que el animal ejecutaba acatando sus órdenes. Los ancianos de la aldea les dijeron que hacía muchos años que el oso aparecía esporádicamente por allí, pero esa ocasión fue la última. El pobre Bruin, con su pelaje roñoso y su aliento cálido y maloliente, nunca más fue visto por aquellos andurriales. Quizá murió de viejo.
Pero la visita que más emocionó a los vecinos de la aldea, y la que más tardaron en olvidar, fue la del chamarilero que apareció inesperadamente en una ocasión a mediados de la década. Una tarde de otoño, justo antes del anochecer, llegó con su carromato cargado de vajillas de loza y cacharrería de latón y comenzó a exponer sus mercancías sobre la hierba, a la vera del camino, ante un telón de fondo decorado con dibujos de icebergs, pingüinos y osos polares. Enseguida encendió sus lámparas de naftalina y comenzó a entrechocar escudillas que resonaban como campanas, mientras arengaba a los curiosos: «¡Vengan a comprar! ¡Vengan a comprar!».
Era la primera vez que el chamarilero visitaba la aldea, de modo que su aparición causó una gran excitación entre los vecinos. Hombres y mujeres, niños y niñas salieron apresuradamente de sus casas y empezaron a arremolinarse ante el círculo de luz para escuchar su chapurreo y examinar las mercancías. ¡Y menudas gangas tenía! Un juego de té decorado con grandes y esplendorosas rosas: veintiún piezas y ni una sola muesca en todo el lote. Al parecer, la reina había comprado un juego idéntico para el palacio de Buckingham. Teteras, bandejas, platillos y cuencos colocados por tamaños de mayor a menor, y el juego de dormitorio de porcelana que logró que todo el mundo se ruborizara cuando el vendedor escogió, de entre todos, el más íntimo utensilio del conjunto y le dio unos golpecitos con los nudillos, exhibiéndolo en el aire, para que todos los presentes pudieran comprobar que era auténtico.
—¡Dos chelines! —gritaba—. ¡Dos chelines por este hermoso juego de jarras! Eso es una para la cerveza y una para la leche, y otra más por si se rompe una de las otras dos. ¿Nadie se lanza? Entonces, ¿qué me dicen de este conjunto de bandejas traídas directamente del Japón y decoradas con peonías pintadas a mano? ¿O este juego de cuencos, réplica exacta del que la princesa de Gales usaba para comer sus gachas cuando nació el príncipe George? ¡Ah, señora, me han costado mucho más que eso! Mañana mismo me darían el doble nada más llegar a Banbury. Pero estoy dispuesto a dejarlos aquí esta noche… y ni siquiera lo llamaría vender, ¡pues me gustan sus caras y además llevo exceso de carga! ¡Escandalosas ofertas! ¡Tremendos precios! ¡Vengan y compren! ¡Vengan y compren!
Pero la gente apenas hacía ofertas. Una mujer ofreció tres peniques por una gran fuente para pudin, y otra, seis por una cazuela de latón. La madre de los niños de la última casa compró un rallador de nuez moscada y un juego de cucharones de madera para cocinar, y la mujer del tabernero se decidió por una docena de vasos y un ovillo de hilo. Entonces hubo una larga pausa durante la cual el vendedor entretuvo a la concurrencia con una aparentemente inagotable serie de chistes y descacharrantes anécdotas. Incluso cantó una canción:
En una ocasión un hombre por su jardín paseaba
y la garganta se cortó con una lasca de pizarra;
de su mujer él obviamente nada volvió a saber,
se golpeó con la tapa de una olla y nadie lo pudo prever.
Había una vez un joven atractivo y amable
que con una seta se envenenó una tarde.
También Joey en la cuna se asfixió con una cuchara de plata
y cuando esta horrible historia escuchéis
pálidos os pondréis como si hubierais estirado la pata.
Los ojos verdes se os pondrán de llorar y os sentiréis abrumados,
así que no finjáis que aquí nada ha pasado.
Un espectáculo muy divertido, sin duda, pero con eso no se ganaba dinero, y por fin empezó a darse cuenta de que en Colina de las Alondras no haría negocio.
—Que