Trilogía de Candleford. Flora Thompson

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Trilogía de Candleford - Flora Thompson Sensibles a las Letras

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salada y la untaban en rebanadas de pan tostado con apio. Las tostadas eran el plato favorito para el consumo familiar. «Les he preparaado una pila de tostadas que les llegaba hasta la rodilla», decía alguna madre las tardes de domingo durante el invierno, antes de que su prole hambrienta regresara de la iglesia. Otro plato del que se enorgullecían estaba compuesto por finas tiras de tocino cocido con buena grasa, que servían frío sobre pan tostado. Algo tan delicioso que merecería ser mucho más popular.

      Los escasos visitantes procedentes del mundo exterior gozaban de esas comidas sencillas, acompañadas de una taza de té y un vasito de vino a modo de despedida. Las mujeres también disfrutaban entreteniendo a las visitas, especialmente cuando sentían que habían estado a la altura de las circunstancias. «Nadie quiere ser pobre y además parecerlo», decían. O «Tenemos nuestro orgullo. Sí, eso es. Tenemos nuestro orgullo».

      VII

      Los errantes

      Los vendedores ambulantes siempre suponían una agradable distracción en el día a día de las mujeres de la aldea, y lo cierto es que había muchos más de los que cualquiera habría esperado. El primero en aparecer el lunes por la mañana era el viejo Jerry Parish, con su carromato cargado de fruta y pescado. Puesto que servía a algunas de las grandes casas de las inmediaciones, siempre tenía mercancía muy variada y en abundancia. Sin embargo, al llegar a Colina de las Alondras solo le quedaba una caja de arenques ahumados y un cesto de naranjas amargas de pequeño tamaño. Los arenques los vendía a un penique cada uno y las naranjas a tres por un penique. Incluso a ese precio eran artículos de lujo, pero como todavía era lunes y aún podían quedar unas pocas monedas en alguna cartera, las mujeres se tomaban la libertad de acercarse al carromato para examinar y criticar sus mercancías, aunque no tuvieran intención de comprar nada, y al final siempre caía algo.

      Dos o tres de ellas cedían a la tentación de comprar un arenque para la comida del mediodía. Sin embargo, tenía que ser uno con huevas blandas, pues en casi todas las casas había niños que todavía no iban a la escuela, de modo que el arenque había que compartirlo y las huevas blandas eran más fáciles de untar en el pan para los chiquillos.

      —¡Que veeenga Dios y lo vea! —exclamaba Jerry—. En mi vida he visto un arenque que tuviera huevas más blandas. Menos mal que no las tengo yo también, porque ya se me habrían zampado.

      Y entonces cogía un arenque entre sus grandes dedos enrojecidos y fingía considerar la cuestión inclinando la cabeza hacia un lado, antes de afirmar que todos ellos tenían las huevas bien blanditas, las tuvieran o no. «Se desparraman. ¡Se desparraman de lo tiernas que están, se lo digo yooo!». Y casi despanzurrados estaban los arenques cuando se escurrían de sus manazas. «Pero ¿de qué sirve un solo arenque habiendo tantos? Le diré lo que haremos —insistía—. Se va a llevar la ganga de tres arenques por dos peniques».

      Pero ni por esas. Ya era mucho gastar un solo penique, y a menudo, después de gastárselo, la clienta se marchaba con el pescado bajo el brazo sintiéndose egoísta y avariciosa. Sin embargo, después de pasar la mañana bregando en el lavadero, necesitaba darse un pequeño capricho y un arenque suponía un cambio notable en su monótona dieta.

      Las naranjas también resultaban tentadoras, pues los chiquillos las adoraban. Para ellos era una gran alegría encontrárselas sobre la repisa de la chimenea al llegar a casa después de la escuela en pleno invierno. Por lo general eran amargas y algo duras y correosas por dentro, ¡pero qué color tan bonito tenían por fuera y qué extraño aroma impregnaba la habitación cuando su madre las cortaba en cuartos antes de repartirlas! Y, cuando se habían comido la pulpa, la piel se guardaba y se secaba al fuego y se la llevaban a la escuela para mordisquearla en clase o para intercambiarla por castañas, un trozo de cordel o cualquier otro objeto deseable.

      El carromato de Jerry siempre era una interesante atracción para Laura. En cuanto escuchaba el chirrido de sus ruedas echaba a correr para deleitarse la vista con los ricos y variados colores de las uvas, las peras y los melocotones. También le encantaba contemplar los pescados, con sus fríos colores y sus extrañas formas, y los imaginaba nadando en el mar o descansando entre las algas.

      —¿Cómo se llama ese? —le preguntó un día, señalando a uno que tenía un aspecto especialmente raro.

      —Ese es un pez de San Pedro, cariño. ¿Ves las marcas negras? Mira, son como marcas de dedos, ¿no te parece? Y, efetivamente, dicen que eso es lo que son. Él se las hizo aquella noche, ¿sabes? Cuando estaban pescando y capturó algunos y los asó para los demás. Y desde entonces, según dicen, cada pez de San Pedro que sale del mar lleva las marcas de sus dedos sobre la piel.

      Laura estaba desconcertada, pues Jerry no había mencionado ningún mar en particular. Además, no era muy probable que un viejo bebedor y malhablado como él —tal y como ella le veía— conociera las Sagradas Escrituras.

      —¿Te refieres al mar de Galilea? —preguntó con timidez.

      —Eso es, cariño. Eso es lo que cuentan. Si es cierto o no, yo lo desconozo, pero ahí están las marcas, bien a la vista, y eso es lo que se dice en nuestro negocio.

      Los tomates también llegaron por primera vez a la aldea en el carro de Jerry. No hacía mucho tiempo que habían sido introducidos en el país y poco a poco se iban abriendo camino en los mercados. En aquella época eran más aplastados que hoy en día y tenían profundas estrías donde se unían al tallo, lo que les daba un aspecto casi estrellado. Además de rojos, los había de un color amarillo claro, pero con el paso de los años los amarillos desaparecieron y los rojos eran cada vez más redondos y lisos, como los que vemos ahora.

      Desde el primer momento, el cesto repleto de frutos rojos y amarillos atrajo la mirada de Laura, que adoraba los colores.

      —¿Qué son esos de ahí? —le preguntó al viejo Jerry.

      Pero Laura sentía que tenía que probar las manzanas del amor, de modo que insistió en llevarse una.

      Su atrevimiento atrajo la atención de los demás espectadores.

      —No vayas a comértela ahora —le dijo una mujer—. Te pondrás mala. Lo sé porque yo misma me comí una de esas cosas horribles en casa de mi Minnie.

      Y los tomates siguieron siendo durante años cosas repugnantes y horribles en el imaginario popular, aunque la mayoría de la gente prefiere el intenso sabor de los que había entonces a los tomates insípidos y aguados, más grandes y lisos, de hoy en día.

      El señor Wilkins, el panadero, visitaba la aldea tres veces por semana. Su alargada y laxa figura, ceñida a la altura de las caderas por un mandil blanco que siempre parecía a punto de escurrírsele hasta los pies, era muy familiar para los inquilinos de la última casa. Siempre se paraba un ratito para disfrutar de una taza de té, que tomaba a pequeños sorbos apoyado en un extremo de la cómoda. Nunca se sentaba, pues decía que no tenía tiempo; motivo por el que, al parecer, tampoco se tomaba la molestia de cambiarse la ropa manchada de harina que llevaba en el obrador antes de salir a repartir su mercancía.

      No era un panadero corriente, sino un armador de profesión que durante una visita al pueblo vecino para ver a unos parientes había conocido a la que sería su esposa y había decidido echar el ancla tierra adentro. El padre de la moza era ya anciano, ella era su única hija y era necesario atender el negocio familiar. De modo que, bien fuera por amor o por

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