Trilogía de Candleford. Flora Thompson
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—No, no tengo nada para usted, señora Parish —decía él—. Su pequeña Annie ya le escribió la semana pasada y seguro que tiene más cosas que hacer además de estar sentada sobre sus posaderas escribiendo a casa a todas horas.
Otras veces se limitaba a levantar el brazo para llamar a la interesada, pues no estaba dispuesto a dar ni un paso más de lo que su oficio requería.
—¡Una para usted, señora Knowles! ¡Esta vez es de las finas! Parece que en estos tiempos no encuentran ni un momento para escribir a sus madres… Y, sin embargo, le entregué una bien voluminosa de parte de su hija al joven Chad Gubbins.
Y así se marchaba, después de clavar su aguijón, aquel anciano lúgubre y gruñón que se dolía de tener que servir a gente tan humilde. Llevaba cuarenta años siendo cartero y había caminado incontables kilómetros a merced de todas las condiciones climatológicas, de modo que quizá los culpables de su mal carácter fueran sus pies planos y sus miembros doloridos a causa del reuma. El caso es que todos los habitantes de la aldea se alegraron cuando por fin se retiró y un amable e inteligente cartero más joven ocupó su puesto para hacer el reparto en Colina de las Alondras.
Por mucho que las mujeres se alegraran al recibir cartas de sus hijas, eran los paquetes de ropa que ocasionalmente enviaban lo que causaba una mayor expectación. En cuanto uno entraba en una casa, las vecinas que habían visto cómo el viejo Postie lo entregaba se dejaban caer por allí en cuestión de minutos, como quien no quiere la cosa, y se quedaban un rato para admirar, o a veces para criticar, su contenido.
Todas las mujeres, excepto las más ancianas, que vestían igual que siempre y de ese modo estaban satisfechas, eran muy particulares con respecto a la ropa. Cualquier cosa servía para el día a día siempre y cuando estuviera limpia y en buenas condiciones y se pudiera cubrir con un decente delantal blanco. Sin embargo, con la «ropa de domingo» se volvían muy puntillosas. «Mejor es darle la espalda al mundo que a la moda», decían a menudo. Para ganarse la admiración de las demás vecinas, el sombrero o el abrigo que contenía el paquete tenía que estar de moda. Y en la aldea tenían sus propias ideas a ese respecto, que, por cierto, solían llevar dos años de retraso en relación al resto del mundo y concernían estrictamente al estilo y al color.
La ropa enviada por las hijas u otras parientes siempre gustaba, pues ya la habrían visto con anterioridad durante alguna visita de la muchacha en vacaciones y, de hecho, habría servido para definir los cánones de lo que se llevaba. Las prendas donadas por «sus patronas» les resultaban extrañas, pues sus características se adelantaban a lo que estaba en boga en la aldea, de modo que normalmente las rechazaban por «raritas» y las cortaban para los niños; aunque sus madres casi siempre se arrepentían de no habérselas reservado para ellas cuando, dos años más tarde, ese estilo en especial se ponía de moda por allí. También tenían prejuicios en lo referente al color. ¡Un vestido rojo! Solo las busconas se vestían de rojo. ¡O el verde, que traía mala suerte! El verde era tabú en la aldea. Nadie se ponía prendas de ese color hasta que hubieran sido teñidas de azul marino o marrón. El amarillo era de presumidas, como el rojo. Aunque lo cierto es que en los años ochenta era difícil verlo en cualquier parte. En general prevalecían los colores oscuros y neutros. Y había una excepción: no tenían nada contra el azul. El azul marino y el azul cielo eran sus favoritos, ambos vivos y simples.
Mucho más bonitos eran los colores de los vestidos de mañana que llevaban las muchachas que trabajaban de sirvientas —lila, rosa o ante con motivos blancos— y que las mujeres arreglaban para que sus hijas pequeñas los lucieran en la fiesta de Mayo y para ir a la iglesia durante todo el verano.
Para las mujeres, el corte era incluso más importante que el color. Si se llevaban las mangas anchas, las querían muy anchas, y si se llevaban estrechas, ellas las dejaban bien ajustadas. En cuanto a las faldas, en aquellos tiempos todas tenían el mismo largo y llegaban hasta el suelo. A veces, no obstante, llevaban un dobladillo de adorno, volantes o un fruncido a la espalda, y las mujeres pasaban días retocándolos para dejarlos como Dios manda, o transformando los fruncidos en plisados o los plisados en fruncidos.
Este retraso de la aldea en cuestión de modas significaba la salvación de sus guardarropas, pues un estilo «triunfaba» allí justo cuando el mundo exterior lo desechaba y pronto empezaban a llegar paquetes con modelos apenas utilizados. La prenda de domingo por excelencia a principios de la década era la esclavina, una capa corta de seda negra o satén con un ribete de largos flecos que oscilaba con gracia al caminar. Todas las mujeres y algunas niñas la tenían y la llevaban con orgullo a la iglesia o a la escuela dominical con un ramillete de rosas o geranios en el pecho.
Los sombreros eran estilo chistera, compuestos por un largo cilindro de paja con un ala muy estrecha y adornados con florecitas artificiales en la parte delantera. A medida que la década transcurría fueron evolucionando hacia copas más chatas y alas más anchas. Las chisteras sin duda habían tenido su momento, aunque cuando concluyó su tiempo de gloria era habitual oír a las mujeres afirmar rotundamente que no se pondrían un sombrero de ese estilo ni para ir al baño.
Después llegaron los polisones, que al principio causaban horror y —¡sorpresa!— un par de años más tarde se convirtieron en la prenda de moda más popular nunca vista en la aldea y la que más tiempo duró. No costaban nada y se podían confeccionar en casa enrollando cualquier tela vieja hasta hacer una especie de cojinete que se ponía bajo cualquier vestido. Muy pronto todas las mujeres, excepto las ancianas, y todas las muchachas, exceptuando a las niñas, se pavoneaban por el lugar con sus polisones a la menor oportunidad. Y durante tanto tiempo los llevaron que, cuando llegó su declive, Edmund ya era lo bastante mayor para contar que la última mujer con polisón que había visto en la aldea había sido una vecina que iba a dar de comer a sus cerdos.
Esta devoción por la moda ponía una pizca de sal al día a día y hacía más soportable la pobreza que atenazaba sus vidas. No obstante, la pobreza no desaparecía, y una podía tener una esclavina de seda en su armario y carecer de un par de zapatos decentes, o llevar un vestido elegante cada domingo y no tener abrigo. Y lo mismo sucedía con la ropa de los niños, y las sábanas y toallas, las tazas y sartenes de la casa. Nunca sobraba nada, excepto comida.
El lunes era el día de colada y la aldea bullía de actividad. «¿Qué día crees que hará?», «¿Dará tiempo a que se seque?», se gritaban unas a otras desde sus jardines o se preguntaban al cruzarse en sus idas y venidas a por agua del pozo. Esa mañana nadie chismorreaba por las esquinas. Todavía no habían llegado los tiempos del jabón en pastilla y el detergente en polvo, y la tarea se reducía básicamente a frotar, que no era poco. No había lavadoras de cobre y era necesario hervir la ropa en grandes potes colgados al fuego antes de acometer la tarea. A menudo el agua rebosaba de las ollas, que no estaban pensadas para esta labor, llenando la casa de un intenso olor a cenizas mojadas y vapor. Los niños pequeños se colgaban de los faldones de sus madres, incordiando mientras ellas trabajaban, y a menudo perdían ellas la paciencia y les gritaban antes de poner a secar la ropa una vez blanqueada, prendida de largos cordeles o sencillamente extendida sobre los setos. Cuando llovía había que secar la ropa dentro de casa, y nadie que no haya pasado por ello puede imaginar lo angustioso de vivir durante varios días bajo un firmamento de cordeles y ropa tendida.
Tras la frugal comida del mediodía, las mujeres se permitían tomar un pequeño descanso. En verano, algunas salían con la costura y cosían a la sombra de su casa en compañía de las vecinas. Otras tejían o leían en la sala de estar, o sacaban a sus chiquillos al jardín para que tomaran el aire un ratito. Las que no tenían hijos muy pequeños disfrutaban «echando una cabezadita» en la cama. Con las puertas cerradas y las cortinas corridas, al menos conseguían escapar de las chismosas que a esa hora iniciaban su actividad.
Una de las más temidas era la señora Mullins, una anciana flaca y pálida que llevaba el cabello gris como el acero recogido en una redecilla negra de