Trilogía de Candleford. Flora Thompson
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—Y, aun así —decía—, me encantaría embarcarme en una última travesía, tan solo una. Pero mi querida esposa se hartaría de llorar si se lo mencionara. Y tampoco puedo desatender el negocio, claro está. No, es evidente que el mar se ha terminado para mí. Ya no volveré a navegar.
El único contacto que los niños llegaron a tener con el mar durante aquellos años fue a través de un frasco de medicamento lleno de agua del océano que una muchacha de la aldea que trabajaba de sirvienta en Brighton se trajo a casa como curiosidad. Pasado un tiempo, le regaló la botellita con agua de mar a su hermana pequeña, compañera de escuela de Laura, a la que esta convenció para intercambiarla por un pedazo de pastel y un collar de cuentas azules. Laura la conservó como si fuera un tesoro durante mucho tiempo.
Muchos visitantes casuales atravesaban a menudo la aldea. Gitanos y hojalateros que iban de pueblo en pueblo con su carretillo y su piedra de afilar se apartaban de la carretera principal y llegaban canturreando:
¿Hay cuchillas o tijeras para afilar?
¿O alguna cosa que al hojalatero le pueda interesar?
¿Viejas ollas o teteras que reparar?
Después de guiñar los ojos para examinar a contraluz un jarrón resquebrajado o probar el filo de una cuchilla o unas tijeras en la palma de la mano, se acuclillaban en la orilla de la carretera para trabajar o empezaban a darle vueltas a su chirriante rueda de esmeril, para regocijo de los chiquillos de la aldea, que siempre formaban un corro para contemplar de cerca el espectáculo.
Las gitanas que vendían pinzas para la ropa y mallas para proteger las verduras visitaban la aldea más a menudo, pues estaban acampadas a tan solo un kilómetro y medio, y para ellas ningún sitio era tan pobre como para no reportarles algún tipo de ganancia, por pequeña que fuera. Cuando alguien les abría la puerta, si el ama de casa en cuestión parecía tener menos de cuarenta, la recién llegada preguntaba: «¿Está tu madre en casa, quirida?». Entonces, cuando la dueña de la casa aclaraba su posición, ellas exclamaban con expresión asombrada: «¿No pretenderás dicime que tú eres la madre? Pero mira por dónde. Nunca lo habría divinao».
Por más que los repitieran, esos cumplidos siempre funcionaban y suponían la cuña perfecta para iniciar una larga conversación, en el curso de la cual la voluntariosa «egipcia» no solo averiguaba la historia completa de la familia de la mujer, sino también un buen puñado de detalles acerca de sus vecinos, que reservaba debidamente para su uso futuro. Después llegaba la petición de «un puñao de patatas menudas o una cebolla o dos pa la olla». En caso de recibirlas, algo bastante frecuente, también le rogaban a la «guapa señora» para que les donara algún viejo vestido, una camisa de su marido o cualquier cosa que los niños ya no usaran. Y, por más pobre que fuera la aldea, algunas prendas raídas y en desuso siempre terminaban por engordar el hatillo de trapos de la gitana, que luego acabaría vendiendo a algún trapero.
Algunas veces las gitanas se ofrecían a leer el porvenir a su benefactora, pero la oferta siempre era rechazada. No por escepticismo o falta de curiosidad por el futuro, sino porque nunca tenían la moneda que requería tal servicio.
—No, gracias —respondían las mujeres—. No me hace falta. Ya sé lo que me va a pasar.
—¡Ay, señora mía! Eso piensa usté, pero cuando una tien niños nunca se sabe. Tas viva y cuándo morirás no sabes… y tavía podrías vestir trapitos de seda y viajar en carriaje. Pera a que ese fornío y guapo chiquillo tuyo saga rico. ¡No se olvidará de su madre, ya verá!
Y después de esta pequeña predicción gratuita, la mujer continuaba hasta la siguiente casa, dejando tras de sí una peste tan fuerte como la de una zorra en su madriguera.
Las gitanas pagaban lo que recibían en forma de entretenimiento. Sus visitas suponían un bienvenido descanso en mitad de la jornada. La llegada de un vagabundo, sin embargo, solo servía para echar a perder el día, pues solía dejar aún más deprimidos a los que ya lo estaban.
En aquellos tiempos había cientos de vagabundos por los caminos. Al salir a pasear, era frecuente ver a algún hombre sin afeitar, vestido con harapos y tocado con un raído bombín, encendiendo una pequeña fogata con astillas al borde de la carretera para prepararse un té. A veces iba acompañado por una mujer tan desaliñada y pobre como él, y ella se ocupaba del fuego mientras su compañero descansaba repantigado sobre la hierba o escogía las mejores piezas de la bolsa de comida que habían ido recolectando por el camino.
Algunos llevaban consigo baratijas para vender: cerillas, cordones de zapatos o bolsitas de lavanda seca. La madre de los niños de la última casa a menudo se las compraba por lástima a muchos de ellos; excepto al que vendía naranjas, pues una vez, durante uno de sus paseos, lo habían visto escupir en la fruta para después sacarle brillo con un mugriento trapo. También estaba la mujer que llamó a su puerta muy temprano una mañana con un puñado de cortezas de árbol en el delantal. Iba más limpia y mejor vestida que la mayoría de los vagabundos y olía intensamente a lavanda. Los pedazos de corteza podían haber sido arrancados con una navaja de algún pino de los alrededores, pero ella afirmó que su origen era otro. Era la famosa corteza de lavanda, explicaba, traída del extranjero por su hijo marinero. Un fragmento guardado entre la ropa no solo servía para aromatizarla eternamente, también acababa con las polillas. «Mirad cómo huele, queridos», dijo, ofreciendo la corteza a la madre y a sus hijos, apretujados en la puerta.
Y, en efecto, olía intensamente a lavanda. Y los niños cogieron un trozo con sumo cuidado, fascinados por aquella rareza llegada desde tan lejos y que tan dulcemente olía.
Pedía seis peniques por pieza, aunque generosamente bajó el precio a dos, y finalmente le compraron tres fragmentos que colocaron en un bonito jarrón sobre la mesilla auxiliar para perfumar la habitación y al mismo tiempo exhibir aquella exótica curiosidad.
¡Pero, ay! Cuando la vendedora apenas había tenido tiempo de desaparecer de la aldea, el perfume se había evaporado por completo y la corteza volvió a convertirse en lo que era antes de ser rociada con aceite de lavanda: ¡una simple corteza del tronco de un pino!
Semejante ingenio era algo excepcional. La mayoría de los vagabundos eran simples mendigos. «Por favor, ¿me daría un pedazo de pan? Estoy hambriento y sabe Dios que no me he llevao nada a la boca desde ayer por la mañana» era la fórmula habitual cuando llamaban a la puerta de alguna casa. Y aunque muchos de ellos parecían bien alimentados, nunca se les dejaba marchar con las manos vacías. Un par de gruesas rebanadas de pan —que nunca sobraba— untadas con manteca de cerdo en una casa; unas patatas frías envueltas en papel de periódico —que en otras circunstancias la mujer de la casa habría calentado más tarde para su cena— en la siguiente; y antes de salir del pueblo el afortunado ya estaba a salvo de morir de inanición durante al menos una semana. La única recompensa ante semejante generosidad, más allá del consabido «¡Dios la bendiga!», era pensar que, por mal que uno estuviera, había otros que estaban mucho peor.