En la lucha. Juan David Mesa
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De ahí que incluya fotografías como estrategia de “etnografía visual” (Pink, 2001). Si bien está claro que soy yo quien ha escrito este trabajo, apelo a las estrategias narrativas descritas anteriormente para hacer oír-ver una multiplicidad de voces-posturas en diversos espacios-tiempos. Habrá quienes decidan poner a escribir a sus interlocutores como estrategia narrativa; en este caso, ellos me pusieron a escribir no solo sobre sus actos de habla, sino también sobre su lucha incorporada en sus posturas (Sánchez, 2003).
Reflexionar sobre la escritura etnográfica en este sentido es interesante, además, porque implica asumir una posición metodológica y epistemológica frente al trabajo de campo mismo. ¿Cuándo empieza y cuándo termina el “trabajo de campo”? ¿Empieza con los primeros datos y termina con un “nos vemos pronto”? Mi posición frente a este asunto, y de ahí la apuesta por este tipo de escritura, es que “el campo” sigue ahí presente cuando uno decide cómo escribir sobre qué, incluso tiempo después de finalizar un proyecto (Humphreys y Watson, 2009).
Como investigadores tenemos una cantidad impresionante de datos que recolectamos en “campo” y debemos decidir qué va y qué no va. Decidimos, además, qué va dónde, con qué tipo de voz, si se incluyen notas de campo, fotos, entre otros recursos. La escritura etnográfica es un ejercicio de montaje que, como en el cine, presenta elementos narrativos ficcionales y parciales porque es uno como escritor quien decide finalmente qué, cómo y dónde. La realidad ficcionada no es más que la forma como cada uno mira y vive el mundo: en pedazos que se “montan” unos con otros (Van Maanen, 2011). Al respecto, sobre una escritura etnográfica ficcional (desde la anacronía y lo visual) en la que confluya lo que se observa, en cuanto “puesta en escena”, con lo que se relata,
La escritura escenográfica permite el despliegue de un estilo en fragmentos que hace surgir la pluralidad y autoriza la mezcla entre observación y juicio. Al mismo tiempo, las escenas devienen el lugar de un relato de sí, que es inevitablemente una ficción. La identidad se escribe en la dramatización y estetización. (Simon y Bibeau, 2016: 4)
La “etnografía como ficción” reconoce las parcialidades en lo que se observa, lo que se objetiva, lo que se escribe (y cómo se escribe), lo que se deja de lado. Igualmente, busca tener un carácter estético que reconozca que la “traducción” del microcosmos de los interlocutores requiere nuevas estrategias en la escritura: la etnografía del otro no puede abstraer y borrar la presencia del autor en el encuentro (Simon y Bibeau, 2016). Abreviadamente, “digamos que se mantiene el fondo de la cuestión, que no es otro que la presentación de los resultados de una investigación, pero variando la forma (tradicional)” (Martos y Devís, 2015: 363). De ahí que en las descripciones de la etnografía ficcionada se suelan recrear situaciones e interacciones observadas en el trabajo de campo con un formato creado ex profeso para transmitir, precisamente, ese carácter estético y parcial que logre acercar más y mejor al lector al problema de investigación. Esta etnografía, presente en estas líneas, tiene esos aires ficcionales y cinematográficos, desde diversas posturas, como una apuesta narrativa distinta al problema de la reintegración en Colombia.
Quiero agregar un asunto más en ese camino. Las ciencias sociales tienen como objetivos centrales generar y transmitir conocimiento para el cambio social. Como fundamentos epistemológicos de tales objetivos, se exige que dicho conocimiento sea válido, ético, verídico, transparente. En esa medida, la validez, la ética, la veracidad y la transparencia del conocimiento, la mayoría de veces, se articula con la “forma” en que se transmite el conocimiento, esto es, con una escritura formal, clara, lógica y procedimental. Sin embargo, pocas veces se “mide” el impacto en términos de la transmisión de ese conocimiento cuando prima la preocupación por la “forma”: el conocimiento termina siendo válido, ético, verídico y transparente, pero, curiosamente, inaprensible para públicos diversos, incluso el de los informantes mismos. Se genera conocimiento, pero no siempre se transmite (esta observación aplica, por ejemplo, a preludios como el de este libro que tienen un contenido conceptual bastante “cargado”).
Mi postura frente a este tema es simple: me interesa generar conocimiento y, si es posible, ojalá, transmitirlo y compartirlo a un público un poco más amplio como primer paso para la generación de cambio social (¿esta preocupación estará ligada a mi postura como profesor?). La escritura etnográfica no solo debe ser válida, ética, verídica y transparente. Mi apuesta es por una escritura etnográfica que también logre conmover. Me interesa que quien me lea se logre convencer de mi reflexión no solo porque epistemológicamente es creíble sino también porque es estéticamente conmovedora. Para mí la etnografía es tanto un ejercicio científico como artístico. Le apunto a que la etnografía, tal como la estoy planteando, tenga una finalidad empática más allá de una escueta presentación de resultados (Martos y Devís, 2015).
Por eso los recursos narrativos deben ser diversos en la búsqueda de ese carácter estético de la etnografía. No sé si esta postura logre que mi conocimiento se transmita con mayor facilidad (lo estético también requiere de una sensibilidad, así lo científico) pero al menos hago explícita tal preocupación. Si al leer ríen, lloran, se preocupan, o lo que leen les genera cierta incertidumbre o expectativa, por lo menos una vez, estaré más que satisfecho.
Con todo esto presente, la estructura de este trabajo se basa en tres capítulos y unas conclusiones presentadas como epílogo. En el primer capítulo (“Tras bastidor: una fábrica de reintegración”) muestro mi llegada a campo, mis propias crisis/problemas que me ayudaron a situar el problema de investigación de este libro, y mi postura teórica y metodológica a mayor profundidad. Lo central en este capítulo tiene que ver con que defino por qué los ritmos del escenario de la fábrica y del mercado (seguridad, gestión, calidad y trabajo en equipo) me permiten comprender la experiencia de reintegración laboral en mis interlocutores: esto es, su lucha. La postura de estos sujetos en la resolución creativa de sus problemas cotidianos y laborales implicó comprender el ritmo propio de su escenario de trabajo, para luego dar cuenta de las técnicas y tecnologías de las que han dispuesto con su postura a través del proceso de reintegración para ejecutar una tarea. Todo esto considerando su trayectoria y la experiencia situada en la fábrica.
En el segundo capítulo (“En la lucha, en la administración: diez mil ganchos y veinte mil amarras”) reflexiono en torno a dos ritmos que implican un conjunto de problemáticas en la parte administrativa que requieren soluciones puntuales: la seguridad (como un ritmo del mercado) y la gestión (como un ritmo propio del escenario administrativo). Por un lado, en el apartado dedicado al ritmo “seguridad”, evidencio cómo se fundó la fábrica y cómo, ante las incertidumbres propias que trae un proceso de reintegración, la postura de los interlocutores como socios de su propia empresa, paradójicamente, no incorporaron necesariamente una mayor estabilidad laboral. Esto, precisamente, porque el mercado en el que se encontraban (de piezas metálicas para fijación de techos) traía más contingencias que certezas (elasticidad en los precios, altos costos, alta competencia). En esa medida, la reintegración laboral para estos interlocutores, irónicamente, implicaba imprimir en los productos finales “seguridad” (que una teja quede bien fijada para que no se caiga y provoque un accidente) al mismo tiempo que sus posturas de lucha quedaban desprovistas de esta.
Por otro lado, en el apartado