Un cambio imprevisto. Eugenia Casanova
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Marina nunca le había visto tan ilusionado, por eso fue ella quien le animó cuando él manifestó su deseo de dejar el trabajo para convertirse en un buen escritor. Ella siguió trabajando, manteniendo la casa y ocupándose del niño y de las tareas del hogar, porque escribir llenaba todo el día y parte de la noche de su marido. Cuando el pequeño tenía dos años, Marina se quedó embarazada de nuevo y meses después dio a luz a su hija Nerea. La vida no podía ser más generosa, pensaba Valentín; se dedicaba a lo que de verdad le gustaba, tenía una mujer maravillosa y dos hijos a los que adoraba.
Escribir lleva su tiempo y no fue hasta dos años después que Valentín publicó su segundo libro, que también fue un éxito. Empezó a pensar que tenía que ampliar horizontes y colocar a Odón Castro próximo al escenario del crimen en otras ciudades, tanto españolas como extranjeras, y así comenzó a viajar para documentarse. Marina se quedaba en casa con los niños y con el trabajo.
Llevaban hora y media de viaje cuando hicieron una parada en un área de servicio para desayunar. Apenas cruzaron una palabra durante el desayuno, el médico concentrado en su tostada con jamón, el escritor buscando en su móvil correos electrónicos o WhatsApps inexistentes. Después, machacándose con la idea de que nadie se acordaba de él y para desviar un pinchazo de soledad, empezó a examinar a quienes estaban en aquel establecimiento. Observar a la gente le gustaba, pensaba que los humanos eran una fauna variopinta con ejemplares realmente curiosos, que en más de una ocasión le habían servido de inspiración para algunos de sus personajes.
—¿Nos vamos? —Javi le sacó de su abstracción.
La mañana era fresca, aunque ya estaban casi en el mes de junio. Emprendieron viaje de nuevo.
—He traído algo de abrigo —dijo Valen—. ¿Crees que lo necesitaré?
—Si lo has traído, seguro que no.
—¡Qué gracioso! Lo que quiero es saber si donde me llevas hace frío.
—En invierno mucho, está pegado a los Pirineos, pero no más que en Burgos o en Molina de Aragón. En esta época no hace la temperatura de Córdoba o de Badajoz, pero no hace frío.
—Total, que me has dejado como estaba.
—Tranquilízate. No te vas a morir de frío ni de calor. Vamos a un lugar precioso y el pueblo te sorprenderá, tiene cultura, historia, turismo y muchas leyendas. Está en tierra de brujas, ¿sabes? A lo mejor encuentras allí la inspiración perdida. No tiene que ver con el género que escribes, pero muy cerca está San Pedro de Siresa, una iglesia carolingia que es uno de los enclaves donde, según la leyenda, se encontraba el Santo Grial. Créeme, esa zona es increíble, puedes llegar hasta Francia andando o quedarte a disfrutar en el lujoso balneario que hay en el pueblo.
—¿Cómo dices que se llama?
—Sallent de Gállego.
Valentín había emprendido el viaje con actitud negativa, pero a medida que el paisaje se volvía más agreste y veía más de cerca la mole inmensa de los Pirineos fue relajándose y fijando su atención en cuanto le rodeaba. Él era urbano hasta la médula y prefería elegir destinos como Roma o París, ciudades grandes, populosas en las que pudiera encontrar una amplia oferta de actividades lúdicas y culturales, y sobre todo gente por todas partes. La ciudad más pequeña que había visitado era Ibiza, con Marina, poco después de casarse. A ella le gustaron las calas y las puestas de sol, y a él la gente, un extenso y heterogéneo muestrario de la fauna social.
—¿No crees que todo esto es una pasada? —Javi le sacó de sus recuerdos.
—Debo reconocer que estoy sorprendido, pero me temo que aquí me voy a sentir como un pez fuera del agua. Ya sabes que soy muy poco rural.
—No empieces con tus prejuicios. Date la oportunidad de conocer otras cosas y de cambiar el asfalto por la hierba.
Cruzaron el puente medieval que separaba el pueblo en dos barrios. El río Aguas Limpias hacía honor a su nombre. El escritor se sorprendió al descubrir que aquel no era el pueblo perdido y atrasado que imaginaba, y que había también mucha gente; estaban en una zona turística importante, apenas a doce kilómetros de la estación de esquí de Aramont-Formigal. Todos los días se organizaban marchas por distintas rutas para grupos de amantes de las montañas que deseaban coronar picos como el de Anayet, Monte Pacino o los Picos del Infierno.
El conductor detuvo el coche y entraron a comer en uno de los restaurantes de la calle principal. Después se dirigieron a la casa, a unos dos kilómetros del pueblo lindando ya con el parque de La Sarra. Javi comentó que, un poco más a la derecha, muy cerca de allí estaba El Salt, lugar por el que se despeña el río en una preciosa cascada que propuso visitar esa misma tarde; el médico hablaba con el entusiasmo propio de un enamorado de aquellos pagos. La casa estaba limpia y arreglada; una señora del pueblo se encargaba de mantenerla y de que siempre estuviese en perfectas condiciones.
Construida en piedra como era habitual en las casas antiguas de la zona, pero restaurada y adaptada a las necesidades actuales, tenía dos plantas: en la primera una amplia pieza central que hacía de salón-comedor con una buena chimenea y tres puertas por las que se accedía a un baño completo, a una cocina con despensa y leñera y al garaje en el que había bicicletas, herramientas y otros utensilios, y la escalera que subía a la planta de arriba, ocupada por tres dormitorios y otro baño completo. Javi se instaló en el dormitorio principal, colocó en el armario el poco equipaje que llevaba y se echó a descansar un rato, pero antes de meterse en la cama conectó el teléfono, sonrió y envió un mensaje a Marina: Hemos llegado bien. El lunes te llamo. Un abrazo. Valentín se acomodó en otro cuarto también muy amplio, tenía cama de matrimonio, un guardarropa y una cómoda antiguos, que debían de estar en la casa cuando Javi la compró. Mesillas de noche con su lamparilla a cada lado de la cama, un perchero también antiguo y pegado a la ventana un escritorio con un flexo. Se sentó en la silla que había encajada en el hueco de aquel mueble y comprobó que las vistas desde allí eran fantásticas. Debía rendirse a la evidencia de que en aquel lugar no faltaba nada y aceptar de una vez que haber ido hasta allí era una buena idea. Guardó la ropa, puso el ordenador y la máquina de escribir sobre el buró, en los cajones un paquete de folios y una carpeta con papel de copias. En el cajón de la mesilla el cargador del móvil, unos auriculares y pañuelos de papel, y sobre ella dos libros: La insoportable levedad del ser, que no había empezado a leer, pero se sentía identificado con el título, y El sueño de Ren, de Verónica Torres, una joven escritora que pisaba fuerte en su propio terreno. Descansaron un poco y a las cinco entraron en el garaje donde Javi le dio a elegir entre las tres bicicletas. Valentín prefería el coche, pero su amigo fue inflexible: caminar o bicicleta.
—Hace años que no monto en bici, si me rompo una pierna, te tocará hacer horas extras.