Un cambio imprevisto. Eugenia Casanova
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El domingo por la mañana estuvieron en el spa y antes de comer visitaron en su comercio a Nieves, la señora que se encargaba de la casa, para decirle que Valen se quedaba por un tiempo y que contaba con su ayuda. Al regreso, Javi cambió la bicicleta por el coche y se despidió de su amigo.
—Cuídate mucho. Si te hace falta algo llama a Nieves, y cuenta conmigo para lo que necesites.
—Claro. Adiós. Ten cuidado por la carretera —contestó Valentín con un nudo el en el estómago que le producía la marcha de su camarada, o mejor el temor a quedarse solo en aquel lugar.
Javier puso el coche en marcha y recorrió unos metros, después hizo marcha atrás hasta colocarse de nuevo ante su amigo.
—¡Ah! Valen, olvidaba decirte que en esta casa se cometió un asesinato. Quizás eso te sirva de inspiración. —Y puso el coche en marcha de nuevo.
—Espera, espera. Dime algo más.
—Averígualo tú —contestó el médico antes de acelerar.
Capítulo 3
El escritor se quedó solo, desconcertado e inquieto. Entró en la casa con cierta aprensión, pero con una pequeña esperanza, quizás su amigo tuviera razón y la inspiración le esperaba en aquella casa. Un asesinato allí, en medio de tanta calma y belleza, parecía imposible; claro que los crímenes no entendían de paisajes, y los rurales no tenían nada que envidiar a los cometidos en las grandes urbes. Hablaría con Nieves, seguro que ella podría darle alguna información; en un pueblo tan pequeño algo así no pasaría desapercibido. Lo primero que necesitaba saber era cuándo, quién y por qué. Salió a caminar un rato. Se sentía demasiado solo en la casa. Al regreso sintió hambre, pero apenas había nada en el frigorífico y se tuvo que conformar con unos biscotes y un té. Tendría que avituallarse, no era cuestión de ir todos los días al pueblo a comer y a cenar. Puso la televisión y, poco después, inquieto y nervioso, sacó la caja de somníferos. «Uno solo, Javi, te lo prometo», pensó. Empezó a leer y al rato cerró el libro y se quedó dormido.
Se despertó desorientado y sin saber qué día era, pero no tardó en ubicarse y su primer pensamiento fue cómo sabrían en aquel lugar que no era domingo. Echó de menos el tráfico trepidante de la ciudad en día laborable y calificó aquel silencio de ensordecedor. Necesitaba salir de allí. Fue al garaje, pero al ver la bicicleta cambió de opinión y decidió ir caminando; tenía el trasero dolorido y agujetas de tanto pedalear los días anteriores. El paseo le tonificó. Desayunó en un bar y dio una vuelta por el pueblo, sería conveniente conocer el lugar si, en algún momento, había de ser el escenario de una novela. Primero recorrió la barriada vieja donde se encontraban los edificios más antiguos, de los siglos dieciséis y diecisiete, según decía el folleto que había recogido en la Oficina de Turismo. Después, cruzando el puente, visitó el barrio del Paco, de más desarrollo urbano. Llamó por teléfono a Nieves. No le pareció prudente entrar en el tema del asesinato enseguida, y le preguntó dónde podía hacer una buena compra. Tal como es usual en la gente de los pueblos pequeños, la mujer se ofreció a acompañarle al establecimiento en el que ella se abastecía. Le presentó a los dueños y se ofreció a llevarle a él y a los víveres, así aprovecharía para dar una pasada a la casa. Nieves era tan parlanchina que Valentín no encontró ocasión de preguntar por el tema que le interesaba, así que decidió dejarla charlar, que al fin y al cabo era una forma de establecer una relación de confianza. La mujer le habló del pueblo, del turismo, de su negocio y de cuánto se alegró cuando don Javier le dijo que quien iba a ocupar la casa era su escritor favorito, y que sería un honor para ella que le firmase un par de libros. Cuando se marchó, le dejó preparado un caldo y una tortilla de patatas, y habían quedado en que iría a la casa una vez por semana, entonces tendría tiempo para hablar con ella. Decidió buscar en Internet el crimen de Sallent de Gállego, pero apenas iniciada la búsqueda la pantalla del ordenador se oscureció porque le quedaba poca batería y cuando buscó el cargador comprobó que se lo había dejado en su casa. El ordenador se apagó y la frustración le llevó a la rabia. ¿Qué hacía él allí, en un paraje perdido, rodeado de silencio y de nada? Y Solo. Total y absolutamente solo. Con su piel sola sobre una masa muscular sola cubriendo unos huesos solos. Con la soledad extrema que permanece como única compañía cuando uno lo pierde todo: mujer, hijos, amigos, talento, creencias, esperanza, incluso a sí mismo. Cuando uno se convierte en el único superviviente después de una catástrofe que lo destruye todo y solo quedan escombros. Miles y miles de toneladas de escombros y uno ha perdido hasta la identidad, y solo quiere cerrar los ojos y dejar de existir porque él también es un escombro, y no se explica cómo sigue respirando, cómo sigue sintiendo, y está tan perdido, tan asustado, que solo quiere ser como el resto de los escombros, pedazos insensibles, inertes, sin conciencia de que ya solo son pedazos, de que ya no existe nada del edificio al que había pertenecido. Solo escombros. Al menos en Madrid, donde estuvo su mundo, quedaba el único consuelo de que algo le resultara conocido o familiar. Escombros también. Pero acogedores, cómodos, narcóticos. Entonces descubrió que aún tenía algo: rabia virulenta y amarga, contra el mundo, contra la vida, contra él mismo y sobre todo contra Javi, que era el culpable de que estuviera perdido en un paisaje desconocido, en un mundo extraño que no era el suyo, al que no pertenecía, en el que no era más que un alien. Pero no estaba dispuesto a continuar allí. Intentó serenarse, reprimirse, relajar la garganta que iba a estallarle y las mandíbulas rígidas, tan apretadas como si estuviesen soldadas, después desbloqueó el teléfono y le llamó.
—Hola, Valen —contestó alegre su amigo—. ¿Cómo estás?
—¡Tienes que venir a por mí! ¿Me oyes? ¡Tienes que venir a por mí! —suplicó más que ordenó su angustia.
—Vaya, ¿tan pronto? ¿Qué te sucede? —respondió su amigo con calma.
—No tengo batería en el ordenador y he olvidado el cargador —fue lo único que su rabia dijo. Solo eso. Nada más. Lo único que Javi escuchó.
—Valen, ese es un problema de chico de quince años —dijo el médico divertido.
—Para ti es muy sencillo. Tú estás en Madrid y lo tienes todo; pero yo estoy aquí solo y no tengo nada, y estoy muy cabreado.
—Pues cálmate y no dramatices. No voy a ir a recogerte por semejante tontería. Si quieres Internet cómprate un cargador u otro ordenador.
—¿Dónde? —La indiferencia que su amigo mostraba ante su drama aumentó su frustración.
—No estás en el culo del mundo, Valen, estás en plena civilización y tienes cerca ciudades importantes.
—¿Y cómo quieres que vaya? ¿En bicicleta? —¿Y Javi decía que era su amigo? Pues menos mal que no era su enemigo. Su cólera aumentó con la sensación de impotencia.
—Búscate la vida. Cuando se te pase la rabieta verás las cosas mejor; y déjame en paz, estoy acompañado.
Javier cortó la comunicación, y Valentín más irritado todavía, tuvo intención de estampar el móvil. Pero en un segundo de lucidez refrenó el impulso pensando que se arriesgaba a romperlo y eso sí que sería catastrófico. Entonces recordó que en el teléfono tenía Internet y se sintió como el náufrago que llega a la orilla. La información no era muy amplia, pero suficiente para saber que, en octubre de dos mil, una niña