Un cambio imprevisto. Eugenia Casanova
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Cierto día, Nieves se presentó a media mañana en la casa con la excusa de ir a limpiar, pero en verdad para comunicar entusiasmada a Valentín que algunos vecinos habían decidido formar una comisión para ayudarle aportando datos oficiales, recuerdos, información sobre la familia y cuanto pudieran ofrecer para que pudiese empezar a escribir. A él aquello le pareció divertido, pero luego se echó a temblar, estaba en Aragón y era proverbial el tesón y la cabezonería de sus gentes que según parecía habían decidido antes que él que escribiría sobre el crimen de Sallent. Tal vez aquello fuera el empujón que necesitaba; ciertas mariposas empezaron a revolotear en su estómago y sintió una chispa de ilusión. Al instante le acometió la duda, si no era capaz de hacerlo regresaría a Madrid con la promesa de terminar el libro en su casa, y no volvería jamás a aquel lugar. Pero apartó ese pensamiento; estaba decidido a no volver a huir.
Nieves había fijado la primera reunión de la comisión, que ella encabezaba, para aquella misma tarde en su trastienda, y cuando llegó Valentín, le estaba esperando.
—Cambio de planes —dijo—. Nos vamos a reunir en la sala multiusos de la biblioteca. Aquí no cabemos todos y el cura, que es de la comisión, se lo ha propuesto a la mujer del alcalde, que también forma parte. Así, como la biblioteca está pegada a la iglesia, pueden encontrarle si le necesitan. Ya verás, don Regino es muy mayor, pero tiene la cabeza muy bien puesta, y conocía a la familia.
—¿Y al alcalde le parece bien?
—Naturalmente. Aquello es también la Casa de la Cultura.
Inaudito, pensó Valentín, un cura en la comisión, aunque tal vez el clérigo tuviera vocación de Padre Brown. Su sorpresa aumentó al comprobar que en aquella reunión también había un miembro jubilado de la Policía local de Jaca, dispuesto a colaborar en lo que pudiera. Cada uno de los asistentes se fue presentando al escritor, todos pensaban que iban a participar en algo grande.
—Regino Ruiz, cura párroco de este pueblo. No sé si seré de mucha utilidad, pero cuente conmigo.
—Fermín Cañizares, agente del orden jubilado, a su disposición. Aunque debo reconocer que yo todavía no me había instalado en el pueblo cuando sucedieron los hechos —dijo ceremonioso. Lo que no dijo fue que era un gran admirador de Valentín y que también hacía sus pinitos como escritor, inspirándose en experiencias propias.
—Fermín se llamaba también nuestro jotero: Fermín Arrudi. El Gigante de Aragón le llamaban, medía dos metros y veintinueve centímetros —aclaró Nieves con orgullo.
—Pilar Cambra. Abogada. Soy la esposa del alcalde, y Nieves, la enterada del pueblo, que si calla revienta. —Era rubia y atractiva, y parecía acostumbrada a ser la protagonista—. No dude en pedir cualquier cosa que necesite. Yo me encargo de que pueda disponer de ella. Es necesario que todo salga a la luz.
«Le gusta dirigir y quiere que se sepa que es ella quien manda», pensó Valentín. «Espero que no pretenda ser la jefa».
—Alfonso Navarro, soy el dueño de la ferretería, pero me van más los misterios que los clavos. —Y mirando a Nieves continuó—: Pero los misterios de verdad, no las tonterías de familia, como si a mi padre le tocaba o le dejaba de tocar la lotería con frecuencia. Es un placer, don Valentín.
—Miguel Gandía, encantado de conocerle y de participar en este proyecto. Yo trabajo en la Oficina de Turismo, y ahora no tengo mucho tiempo libre. Pero conozco toda esta zona como la palma de mi mano. Espero serle útil.
—Solo quedas tú, Nieves, y a ti ya te conozco.
—Sí, pero no sabes que mi apellido es Atienza. Recuerdo todo aquello a la perfección, ya lo sabes —dijo devolviéndole a Pilar la mirada impertinente—. Intenté que mi marido participase en esto también, pero es muy cabezota. Dice que a los muertos hay que dejarlos en paz y no molestarles. Que es la única ventaja que tiene morirse.
Valentín pensó, sin ánimo de desmerecer a nadie, que aquella era una comisión de sainete. El único que podría ser apropiado era Cañizares, pero ni había vivido los hechos ni participado en la investigación. Pilar vivía en Huesca cuando el triste suceso y Miguel era un niño todavía entonces, y solo sabían lo que habían oído. Alfonso y Nieves, que ya eran adultos en aquellos días, se pasaron la tarde discutiendo sobre los detalles, ambos lo recordaban de forma distinta. Don Regino no habló mucho y prefirió escuchar. Aquella reunión no fue más que una toma de contacto. El sacerdote se levantó de su asiento para ir a celebrar la misa y así se dio por terminada la primera sesión de aquella comisión, de la que todos salieron sin más conocimientos de los que tenían al entrar; salvo el escritor, que después de conocer a sus componentes, llegó a la conclusión de que poco iba a sacar en claro de ellos. Al salir de la biblioteca fueron a un bar, y dos cervezas después, todos parecían amigos de toda la vida.
—Mira —dijo Nieves poniéndose junto a Valentín y señalando la casa de enfrente en cuya fachada había representada una figura humana de elevada estatura—, aquí vivía Fermín Arrudi, del que ya te he hablado en la reunión. Hay dos estatuas suyas, esta y otra en el Ayuntamiento.
—Si era así de alto, al apodo estaba muy bien puesto —le llamó la atención la inscripción en el pergamino que el Gigante sujetaba—. «Escucha el silencio de la montaña» —leyó—. «Admira su riesgo y su grandeza y descubrirás la música que en ella se encierra». ¿Quién escribió esto?
—Pedro Alamañac Arrudi, un sobrino. ¿No te parece que es preciosa?
—Me parece sabia e intensa.
Valentín se sentó ante el ordenador, abrió el Word, pulsó las mayúsculas y escribió el título: El crimen de Sallent. Poco original, pensó y poco después sonrió, por fin había encontrado el título definitivo: La comisión, pero no se le ocurrió nada con lo que empezar el relato. Borró todo, llamó a Javi, le contó cuanto estaba sucediendo y después se tumbó en el sofá, puso la televisión y se quedó dormido. Dos horas después se despertó, apagó el televisor y se fue a la cama
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