Asombro ante lo absoluto. Héctor Sevilla
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El hombre que reconoció que Dios es Uno también intentó unificar la bondad de las religiones al enunciar que «no hay que admitir diferencia alguna entre los judíos y los gentiles, ni tampoco, por tanto, hay que atribuirles una particular elección [de parte de Dios]».67 Si bien tales observaciones no desataron la ira de Dios, sí fortalecieron la ira de las autoridades judías de su tiempo. El pathos divino se instauró en un pathos rabínico que lo señaló y juzgó con severidad. No obstante, Spinoza no escatimó en su indiferencia ante la tan proclamada misión particular del pueblo judío; con cierta osadía comentó que «por lo que toca al entendimiento y a la verdadera virtud, ninguna nación se distingue de otra, y en este sentido, por tanto, ninguna es elegida por Dios con preferencia a otra».68 Además, su repulsión a la autoridad le llevó a escribir que «las lucubraciones humanas son tenidas por enseñanzas divinas, y la credulidad por fe»;69 de modo que abrió la puerta a la controversia y al cuestionamiento.
Sin ser su principal crítico, Heschel señala varios de los errores de Spinoza, de acuerdo con su propia interpretación. En primer lugar, lo llama «el padre de la tendencia subestimadora de la relevancia intelectual de la Biblia»,70 además de encontrarlo «responsable de numerosos juicios distorsionados acerca de la Sagrada Escritura que aparecen en la filosofía y las exégesis posteriores».71 Por otra parte, como enamorado de la Biblia y de la tradición judía, Heschel lamentó que «la insistencia de Spinoza en la irrelevancia intelectual y la inferioridad espiritual de la Biblia tuvo enorme importancia y modeló la actitud mental de las generaciones posteriores respecto de la Biblia».72 En la misma línea se encuentra Yoskowitz, quien se refiere a Spinoza de la manera siguiente: «Aunque sus intenciones eran nobles, fue corto de vista en la visión de los efectos colaterales de sus escritos. Muchas de sus críticas a la Biblia judía sirvieron de pasto a los antisemitas para vomitar su odio no justamente contra la Biblia misma y el viejo pueblo judío, sino contra el pueblo judío contemporáneo».73
Se constata, por tanto, que la opción de Spinoza no fue la de proclamar el pathos de Dios ni la autoridad directa de los textos bíblicos. A pesar de no desestimar la importancia de lo transpersonal y su influencia en el mundo terrenal, quedó marcado que «Spinoza había sentado el principio de que la Escritura debe interpretarse como cualquier otro libro»,74 lo cual resultó difícil de perdonar. Por otro lado, Heschel también advirtió una falaz visión del tiempo en el filósofo de origen sefardita; según sus palabras, «el tiempo para Spinoza es simplemente un accidente del movimiento, una manera de pensar, y su intención de desarrollar una filosofía more geométrico, a la manera de la geometría, que es la ciencia del espacio, denota las características de su mentalidad espacial».75 Por el contrario, Heschel solía proclamar la importancia del tiempo por encima del espacio, postura que aclara el valor que los judíos depositan en la celebración del shabat, como recordatorio del tiempo eterno.
Con clara diferencia de los elogios dirigidos a Maimónides, Heschel se refiere con otro semblante al autor de la Ética:
Él debe muchos elementos de su sistema a la filosofía medieval sefardita; y aunque rechazaba sus aspiraciones predominantes, su pensamiento llevó al extremo ciertas tendencias inherentes a aquella tradición. Su intelectualismo aristocrático lo determinó, por ejemplo, a establecer una división precisa entre la piedad y moralidad del pueblo y el conocimiento especulativo de los menos. Dios está concebido como un principio de necesidad matemática, una especie de cáscara lógica dentro de la cual existen todas las cosas; solo el pensamiento lógico puede poner a los hombres en relación con Dios. Queda excluida toda clase de personalismo. Es de notar lo limitada que fue la influencia de Spinoza hasta sobre los pensadores judíos que partieron de la tradición religiosa.76
La principal diferencia entre Spinoza y Heschel consiste en que el primero no considera precisa la concepción del pathos divino, de modo que la aportación de los profetas, a los que Heschel adjudica la virtud de conectar con la emoción de Dios, es reducida en el parámetro espinosista a una cuestión de poca importancia, casi sin distinción de muchas otras que aluden con falsedad a Dios. Heschel es consciente de que su postura es distinta a la de Spinoza, a quien atribuye el argumento de que «si nosotros amamos a Dios, no podemos desear que Él también nos ame, pues entonces perdería Su perfección al verse afectado pasivamente por nuestras alegrías y pesares».77
Además, el rabino polaco identificó y señaló indirectamente una de las fricciones centrales entre el pensamiento de Maimónides y el de Spinoza, aludiendo que este último «enseñó que el espacio o la extensión es un atributo de Dios, o, en otras palabras, que Dios no es inmaterial. Él sabía que de ese modo rompería con las ideas de sus predecesores y con las fuentes judaicas autorizadas».78 A pesar de la materialidad que Spinoza otorga a Dios, Heschel no consideró su concreción en un cuerpo físico, de modo que coincide en mayor medida con la idea de una deidad incorpórea referida por Maimónides. Sin embargo, desde la óptica de Spinoza, el que Dios se encuentre en el mundo material no lo supone igual a los humanos ni a las cosas del mundo, tal como quedó expuesto en su distinción de la Naturaleza naturante y la naturaleza naturada.
De acuerdo con Spinoza, algunos individuos cometen el error de no reconocer su limitación humana y, por consecuencia, desean convertirse en intérpretes emocionales de Dios. El filósofo observó con claridad la actitud bochornosa de quienes desestiman el poder de la razón y el conocimiento, sin percatarse de que al proclamarse como jueces de la moral de los actos ajenos se afirman como supuestos poseedores del conocimiento al que dicen desestimar. Distantes de tales reflexiones, algunos pensadores de las últimas décadas no encuentran beneficios en los aportes espinosista. La animadversión hacia Spinoza en el judaísmo ha sido variada y nutrida; en concreto, Yoskowitz señala que «el hecho de que la obra [de Spinoza] fue destinada a ser leída por cristianos y no por judíos lo condujo a insertar algunos de los prejuicios de su época contra la Biblia judía para asegurar su aceptación».79 No obstante, el filósofo de Ámsterdam fue igualmente severo con algunas incongruencias de las manifestaciones cristianas, en varios de sus señalamientos no se observa la menor intención de ganar la aceptación que acusa Yoskowitz; un ejemplo de ello es notable cuando asegura «Me ha sorprendido muchas veces que hombres que se glorían de profesar la religión cristiana, es decir, el amor, la alegría, la paz, la continencia y la fidelidad a todos, se atacaran unos a otros con tal malevolencia y se odiaran a diario con tal crueldad, que se conoce mejor su fe por estos últimos sentimientos que por los primeros».80 En ese sentido, es muy parcial ubicar a Spinoza como un crítico exclusivo del judaísmo, cuando en realidad se mantuvo combatiente de la imposición religiosa de cualquier tipo, sobre todo cuando esta suponía desestimar la capacidad racional.
A pesar de que Spinoza «llegó a pasar tres meses seguidos sin salir de casa»,81 no fue un tipo cerrado a la comunicación; prueba de ello es la correspondencia que mantuvo con Albert Burgh, a quien en una de sus cartas (la 76) expreso: «No pretendo haber encontrado la mejor de las filosofías, pero sé que comprendo la única verdadera».82 Estos desplantes, en apariencia propios de una actitud sobrada y altanera, produjeron una mayor beligerancia hacia Spinoza, a pesar de ser desprendidos de sus conversaciones privadas. En vistas de su aislamiento y su confrontación con la tradición, lo cual incluye su rechazo hacia la noción de la emocionalidad de Dios que más de tres