Guiño. Rob Harrell
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Hay una carpeta tipo acordeón repleta de documentos en el espacio frente al sillón del copiloto. Pongo un pie a cada lado de ella.
Arranca el motor.
—¿Estás listo para el día número dos de tratamiento?
Tomo una sola papa.
—No tengo más opción.
—Cierto, supongo que no —traga el bocado con un sorbo de Coca-Cola—. ¿Estás bien?
Lo pienso unos momentos, mientras observo a un señor que barre las hojas de un color naranja intenso que se amontonan en su jardín.
—Creo que sí. Es decir, supongo que sí —lo miro. Aún se ve cansado—. ¿Y tú? ¿Estás bien?
Voltea a mirarme, sorprendido.
—¿Quién? ¿Yo? Seguro, sólo un poco ocupado. ¿Por qué?
Me encojo de hombros.
—No sé —una ráfaga de viento dispersa la mitad del cuidado cúmulo de hojas que el hombre había recogido—. Ya pasaste por esto. Quiero decir, sé que debió ser horrible… con mamá. Seguro que sí. Y ahora sucede de nuevo. Me siento… culpable.
Papá va mirando hacia delante, pero veo que una expresión casi de furia cruza velozmente por su cara.
—Ross… no. No quiero que te sientas así nunca. Ni se te ocurra pensarlo. Tú no pediste que te pasara esto.
Recuesto la cabeza.
—Ya lo sé, pero… es que no es justo.
Da vuelta en una esquina, con un giro demasiado abierto porque va distraído.
—No, es cierto —sonríe en forma cómica—. ¿Pero quién dijo que la vida era justa?
Tomo un trago grande de mi bebida.
—Supongo que nadie.
—Exacto —guarda silencio unos momentos—. Tú y yo estamos juntos en esto. Los dos. Nuestra misión es tratar de esquivar los golpes.
Tomo otra varita de papa frita.
—Esquivar los golpes. Ya veo.
—La vida nos golpea, nosotros hacemos lo que podemos por esquivar los puñetazos —levanta las cejas—. ¿Entendido, hermano?
Se acerca a mí. Está diciendo cosas para hacerme reír.
—Te dije que no digas hermano.
—Hecho, hermano —se acerca más. Levanta las cejas. Así es papá.
Medio sonrío para que no siga, y algo acude a mi mente.
—Hey… ¿sería muy raro si te digo que quiero entrar yo solo y pasar por esto sin nadie más? Como… no sé… ¿para mostrar que ya no soy un niño pequeño?
Se endereza, sorprendido, pero lo piensa unos momentos.
—No, no es tan raro —asiente—. Te entiendo.
—¿Estás seguro? Yo ni siquiera sé bien por qué lo estoy proponiendo.
Mira unos instantes por la ventana. Estamos en el estacionamiento justo frente al centro de radiación. Cuando vuelve a mirarme noto que tiene los ojos más brillantes de lo normal. Llorosos. Yo no estaba buscando un momento sentimental ahora, pero parece que hacia allá vamos.
—¿Te he dicho que estoy muy orgulloso de ti?
Aquí vamos…
—Sí, me lo has dicho, papá… como mil veces.
—Ja —su risa es húmeda—. Bueno, pero así es. Por la manera en que estás enfrentando todo esto… es… tu mamá hubiera estado… —se le quiebra la voz y sacude la cabeza. Se enjuga los ojos y con un gesto me indica que descienda del auto—. Muy bien. Como sea. ¡Largo, largo de aquí! Vete antes de que empiece a lloriquear.
Abro la portezuela del coche.
—Demasiado tarde.
En la sala de espera, Jerry está en la misma silla con una taza de café, como si no se hubiera movido desde la última vez. Levanta la mirada de su revista de la Asociación Nacional de Jubilados.
—Ya está aquí, el joven Ross —su voz suena tan pedregosa que parece que le doliera al hablar—. ¿Cómo te encuentras hoy?
Me siento en un sofá frente a él. Agito la mano. Más o menos.
—Te entiendo. ¿Vienes directamente del colegio?
Le respondo asintiendo con la cabeza. Él asiente también.
Me concentro en buscar entre mis carpetas del colegio.
—Entonces, ¿de qué tipo es? —pregunta Jerry. Enrolla la revista entre sus grandes manos.
Lo miro.
—¿Qué? ¿Qué tipo de escuela?
—Tu cáncer. ¿Dónde es? El mío lo tengo aquí —señala con un dedo largo y torcido entre sus piernas. Eso me deja frío—. No importa. Era curiosidad. Soy un viejo curioso —ríe, y la risa se convierte en un ataque de tos ruidoso y jadeante.
Espero hasta que estoy seguro de que no se va a morir por eso.
—En el ojo.
Jerry se limpia la boca y la barbilla con un pañuelo amarillento. Resopla un par de veces.
—Me lo imaginaba —señala el centro de su frente.
Entre las cejas, tengo una cicatriz. Parece una ranura de dos o tres centímetros justo en el sitio donde uno arrugaría el entrecejo al enfadarse.
Meneo la cabeza para asentir.
—Sí. Por ahí me dispararon unos balines en el cráneo, para que la máquina supiera adónde apuntar el rayo.
En realidad, son cuatro cicatrices, pero las demás quedan ocultas bajo mi cabello. Por el momento, al menos.
Jerry asiente.
—Es como la ranura de las monedas de un teléfono público.
—¿Ranura de monedas de teléfono público?
Agita su enorme mano.
—Las máquinas expendedoras de golosinas