Guiño. Rob Harrell

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Guiño - Rob Harrell Ficción

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me esperaba una enorme tarjeta firmada por mis profesores y todos mis compañeros de curso.

      Habían escrito mensajes por todas partes: “¡Mejórate!” y “¡Sentimos mucho tu enfermedad!”, y el siempre útil “¡Anímate!”.

      Quedé horrorizado. Habían pasado unas cuantas semanas desde la operación, y fuera de unos moretones que ya lucían amarillentos, me veía más o menos bien. Pero esa tarjeta daba a entender: Olvídate de pasar desapercibido como el señor Normal. Era como si alguien hubiera puesto un enorme letrero luminoso sobre mi cabeza, anunciando lo que había sucedido: ¡Niño enfermo aquí!

      Cuando entro al salón, la profe Bayer aparece justo junto a mi lugar.

      —¿Cómo estás, Ross? Ayer comenzaste tu tratamiento, ¿cierto?

      Siento varios pares de ojos fijos en nosotros.

      —Sí, y estoy bien.

      Se apoya en el escritorio separado del mío por el pasillo, y me mira con gesto de preocupación. Un montón de brazaletes se entrechocan y suenan cuando posa una mano tranquilizadora en mi brazo. He notado que a mucha gente le gusta hacer cariños tranquilizadores en el brazo de una persona enferma.

      —De acuerdo. Dime si necesitas algo, o si los deberes te parecen exhaustivos.

      Muevo la cabeza en asentimiento y pienso en Abby, con eso de que tengo la mejor excusa.

      —Yo… mmm… estaba muy cansado cuando volví a casa ayer. No hice los ejercicios de tarea, pero…

      La profesora Bayer sonríe y se inclina hacia mí como si fuera a decirme un secreto, envolviéndome en la nube de su penetrante perfume.

      —No te angusties. Hazlos cuando puedas, ¿está bien? —y levanta tanto las cejas que uno pensaría que es una caricatura—. Sólo avísame, ¿de acuerdo? Mantenme al tanto —se pone en pie y regresa al frente del salón.

      Parpadeo, algo aturdido. Bayer tiene fama de ser muy estricta entre los profesores de la escuela.

      ¿Qué magia es ésta?

      Me estoy preguntando qué tan lejos puedo llevar este nuevo poder que poseo cuando Sarah Kennedy hace su entrada y el salón se ilumina como si alguien hubiera aumentado la potencia de todas las lámparas.

      Se dirige a su pupitre, justo delante del mío. Una energía torpe recorre mi cuerpo mientras me dedico a buscar plumas y papel para tomar notas. Tengo que esforzarme por parecer natural, aunque sé que ella no estará ni remotamente mirando en mi dirección.

      Pero sucede que me observa.

      —Hey…

      Miro detrás de mí para asegurarme de que no está hablándole a otra persona. Y no.

      —¿Ajá? —todos los ruidos del aula se han silenciado, salvo por un pitido agudo en mis oídos.

      —Se me acabó el papel. ¿Me puedes prestar unas hojas?

      Me ofrece su sonrisa ridículamente deslumbrante y siento que se forma un nudo en mi garganta. Sarah Kennedy tiene ese efecto sobre mí. El mismo que tiene sobre muchos otros en la escuela, para ser sinceros. Sé que no hay algo particularmente inteligente en derretirme por una niña que apenas conozco, pero… bueno, culpemos a la pubertad.

      Sarah no sólo es popular, bella e increíblemente lista. Hace un par de años la vi en el parque con sus hermanos mayores… y estaba haciendo piruetas en una patineta. ¡En una patineta! ¡Y lo hacía bien! Fue la cosa más genial que he visto en la vida. Era como ver a la Reina de Inglaterra haciendo acrobacias en el filo de una acera.

      Aquella imagen se me quedó grabada en mi memoria para siempre. Incluso llegué a pensar en aprender a usar una patineta. Luego le pedí prestada la suya a Isaac y por poco me mato, así que decidí que no seguiría con ello. La coordinación y yo no somos amigos.

      —Claro que sí —saqué un par de hojas, pero mi motricidad fina había huido del lugar. Mi mano decide arrugarlas cuando salen, así que las embuto en mi mochila y hago de cuenta que nada de eso sucedió. Abro mi carpeta para sacar otras y se las ofrezco.

      Luego se oye una voz grave a mi derecha.

      —Entonces, ¿qué? ¿Ya tienes superpoderes y toda esa mierda?

      Me volteo lentamente.

      Es Jimmy Jenkins.

      —No —le digo—. Nada de superpoderes. Todavía.

      Jimmy es el chico más grande de mi curso. Y, sin duda, el más simplón. He oído lo que se cuenta por ahí, que es malo o que está chiflado, o ambas cosas a la vez, y la verdad es que me aterra pensar que debo sentarme a su lado. Un encuentro con Jimmy es como enfrentar a un oso pardo. Una simple palabra equivocada puede ponerlo de muy mal humor, y eso es lo último que uno quiere que suceda.

      Me enteré de que en quinto grado le dio a un niño un coscorrón tan fuerte que tuvieron que llevarlo al hospital. Y el año pasado cuentan que se enfrentó con uno de secundaria por una apuesta de un juego de futbol americano o algo así.

      Con total destreza, la lengua de Jimmy ajusta una enorme esfera de goma de mascar (seguramente sabor uva, de esa que promocionan beisbolistas) mientras piensa un momento. Siempre está masticando una grandísima pelota de esa cosa. Es asqueroso. La boca se le ve toda húmeda y babeante cuando masca, y luego termina dejando esas plastas donde quiera que se le ocurra, una vez que se aburre. He pisado un par de esas plastas de Jimmy, como se conocen en la escuela, y me he llegado a sentar en alguna.

      Para empeorar lo asqueroso de la situación, perdón pero es inevitable, carga adonde quiera que vaya con una pequeña botella que era de jugo y que ahora usa para escupir. No sé si pensará que lo que tiene en la boca es tabaco de mascar, o si tiene algún problema de salivación, pero es lo más repugnante del mundo. Hasta he tenido pesadillas con eso.

      —Peor para ti. ¿Y ese rayo para el cáncer te hizo cagarte en los calzones o algo así?

      Siento que toda mi sangre se ha ido a mis orejas y me arden, y puedo sentir que Sarah se mantiene atenta a nuestra conversación.

      —No, para nada —se me quiebra la voz—. Claro que no.

      —Ajá. Y qué hay de tu orina… ¿Brilla en la oscuridad? He oído que puede pasar.

      Esto es más difícil que enhebrar una aguja. No debo enfurecer al oso, y tengo que mantener la dignidad frente a Sarah.

      —No… no que yo haya notado.

      —Ahh… qué mal —resopla, y vuelve a masticar su pelota de goma azucarada. Mueve la plasta enorme otra vez hacia la parte frontal de su boca. Ya ha perdido por completo el interés en mí.

      Sarah sigue mirando hacia atrás, con las hojas en la mano. ¿Estará viéndome la cicatriz? ¿Mi ojo medio bizco? Muevo la cabeza para salir de su vista, por si acaso.

      —Bueno, gracias por esto. Utilicé todas mis hojas en… —levanta una gruesa pila de volantes impresos y me entrega uno—, el concurso

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