Guiño. Rob Harrell
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—¿En serio?
Nunca voy a olvidar la manera en que papá dijo esas palabras. ¿En-seeeeee-riooo?, como si acabara de enterarse de que los dragones existen, o que el día y la noche son lo mismo.
Y la verdad es que eso es lo último que recuerdo con claridad.
No es que me haya desmayado, ni algo parecido, pero ellos siguieron hablando mientras mi cuerpo y mi cabeza se perdían en una especie de aturdimiento.
Oí frases entrecortadas.
—¿… tumor? No hay manera de saberlo todavía…
—… biopsia en cuanto sea posible…
—… podría ser benigno, pero…
—… en la glándula lagrimal sobre el ojo…
—… una bolita del tamaño de una goma de mascar…
—… no hay que entrar en pánico por el momento…
De pronto, estábamos en la sombría parte de darnos la mano y las gracias. Iban a programar esto y lo otro, y luego nos llamarían.
Y después, salimos. Nos sentamos en la escalera que estaba frente a la puerta de entrada.
Papá tiró de mí hacia él y me acarició con fuerza la cabeza, despeinándome. Me besó el cabello, fue un gesto sutil, pero cargado de sentimientos.
—Todo va a estar bien, Ross, ¿de acuerdo? Hay muchas probabilidades de que esa tonta cosa resulte ser benigna, ¿sabes?
Permanecimos allí sentados un rato, y él me acariciaba el hombro. Yo sólo pensaba en qué tan grave sería.
Recordé cuando mamá pasó por eso, aunque yo apenas tenía cuatro años en ese momento, cuando benigno quería decir el tipo bueno de tumor. O no bueno, tal vez, pero no necesariamente peligroso. Maligno era el tipo peligroso: Cáncer, con C mayúscula.
¿Y ahora qué? ¿Debía ponerme a llorar? ¿O dar alaridos y tirarme al suelo? Me habría ayudado que el doctor Sheffler me hubiera dado una escala indicadora de 1 a 10, y que hubiera señalado el 6, diciendo: Estamos aquí en este momento.
Mientras esperaba sentado en los peldaños, papá se alejó unos cuantos pasos para llamar a Linda, mi madrastra. Después llamó a mi abuela en St. Louis, que sollozó y me dijo Rossy unas mil veces cuando tomé el teléfono.
Pensé en enviar mensajes de texto a mis amigos Abby e Isaac, pero no me sentí con ánimos. No tenía idea de qué decirles.
Después, cuando llegamos a casa, Linda sirvió algo amarillo para la cena que yo hice rodar por todo el plato pero no probé.
Recuerdo haberme sentado a jugar Annihilation: Moon hasta que me dolieron los pulgares.
Y se hizo de noche y el día terminó como suele suceder hasta con los peores días. Me acosté, pero no pude dormir, así que me quedé ahí, mirando las luces de los coches que iluminaban el techo y oyendo la conversación en susurros entre Linda y papá en el dormitorio contiguo.
Lo único que yo sentía era entumecimiento.
3
DE REGRESO A LA REALIDAD
Todo mi cuerpo se sacude y mi corazón late con fuerza. Esa enorme X me mira fijamente, y la mascarilla de malla metálica me tiene atrapado. ¿Me estaba quedando dormido? Es una idea que me produce pánico, tras haber oído todo el asunto de no despegues la mirada de la X porque te puede explotar el ojo. Le echo la culpa a la canción que estaba sonando. Puede ser que Frank tenga razón en eso de que necesito una mejor banda sonora para las sesiones de radiación.
Y luego, de pronto, ya terminó todo, y Frank y Callie están de nuevo en la habitación, desenganchándome. Quitándome la pieza bucal. La mascarilla. Frank me tiende una mano para ayudar a levantarme.
—Estuviste muy bien para una primera vez. Con tres días más, ya serás todo un profesional. Y para cuando terminen tus ocho semanas, ya podrías quedarte con mi trabajo —entrecierra los ojos, examinándome—. Porque ésas son tus intenciones, ¿cierto?
Mira a Callie.
—¿No te parece que se ve sospechoso? Serán los ojos brillantes y redondos. Debemos ser cuidadosos —Callie mira lo que tiene en su tabla portapapeles, y luego pone los ojos en blanco.
Mientras me bajo de la mesa, Frank se inclina y finge que me susurra:
—No le hagas mucho caso a Callie. A la pobre le cuesta admitir que está loca perdida de amor por mí.
Callie estalla en carcajadas y sale.
—¡Nos vemos mañana, Ross!
Me calzo los zapatos y saco mi mochila de un casillero que está junto a la puerta.
Pasamos frente al consultorio del doctor Throckton de camino a la salida. En mi familia le tenemos un apodo de superhéroe: El hombre que tiene todas las respuestas, y es quien está a cargo de mi terapia de radiación. Está sentado tras su escritorio, con mechones erguidos de forma muy cómica, como si hubiera estado pasándose los dedos entre el cabello. Tiene los pies apoyados sobre el escritorio, y el teléfono en la oreja, pero al verme se le iluminan los ojos. Cubre la bocina del teléfono y me grita-susurra:
—¿Cómo estuvo?
—Bien, supongo —contesto. Sujeta el teléfono entre el hombro y la mejilla, y levanta ambos pulgares para mostrar su aprobación. Tiene una mancha de tinta azul en uno de ellos.
Frank me conduce por el pasillo hasta la sala de espera, y me pregunta si la escuela es tan insoportable como él recuerda.
—No está mal —digo, encogiéndome de hombros, mientras atravesamos las puertas automáticas que conducen a la sala de espera.
Para ser una sala de espera, es bastante impresionante. Hay una serie de cómodos sofás y sillones alrededor de varios acuarios de gran tamaño. Se ven adornos de Halloween porque faltan apenas unos días para la fecha. También hay un rincón de bebidas de cortesía, con café y un refrigerador atiborrado de gaseosas y pequeñas botellas de agua natural.
No veo a mi madrastra. Me imagino que Linda fue corriendo a un Starbucks a conseguir más té verde. Siempre está bebiendo té verde.
Veo a un tipo entrado en años junto a uno de los acuarios, tomando café a pequeños sorbos. Levanta su vaso a modo de saludo.
Frank me lleva