La libertad del deseo. Julie Cohen
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No sabía a qué velocidad iban, pero sabía que nunca había ido tan deprisa. Era como si estuvieran remontando el vuelo con ayuda del viento, aunque podía sentir aún la carretera cerca de sus pies. Todo era fuerza y energía.
Y todo lo controlaba Oz.
Y él estaba entre sus muslos.
Rió con ganas.
Sólo hacía dos días que había dejado atrás su antigua vida con la promesa de convertirse en algo distinto. Creía que estaba haciéndolo muy bien, todo había sucedido muy rápidamente.
Era libre, era ella misma y podía hacer todo lo que quisiera, cualquier cosa.
–¿Puedes oírme? –le preguntó a Oz tan alto como pudo.
El viento agitaba con fuerza el cabello de Oz. Giró la cabeza, debía de haber sentido que ella le hablaba.
–No puedo oírte –le dijo.
El viento acercaba las palabras de Oz, pero él no podía oírla a ella.
–¡Quiero que hagamos el amor de forma loca y salvaje! –le gritó.
–¿Qué? –repuso él.
–¡Nada! –contestó ella mientras se levantaba para acercar su boca a la oreja de Oz–. ¡Más rápido!
Le clavó los dedos en su duro abdomen y apretó con más fuerza sus muslos para sentirlo entre sus piernas. Ya sólo podía sentir la adrenalina recorriendo sus venas.
Parecía que habían pasado horas cuando Oz por fin redujo la marcha y aparcó la moto a un lado de la carretera. Marianne no pudo ver más que arbustos y árboles.
–Quiero enseñarte algo –le dijo él después de apagar el motor.
Su voz parecía más alta que de costumbre y le sorprendió dejar de oír el rugido de la Harley.
Oz se bajó de la moto y extendió la mano para ayudarla. Le temblaban las piernas cuando por fin pisó suelo firme. Todo parecía estar sacudiéndose aún bajo sus pies.
Torpemente, dio un paso hacia delante y se agarró al brazo de Oz para que éste la sostuviera.
–¡Dios mío! Ahora entiendo por qué conduces un chisme de éstos –le dijo–. Es como sexo sobre ruedas, ¿no?
–Esta vez más que en otras ocasiones –contestó Oz–. ¿Estás bien?
–Claro. Ha sido increíble…
Él le sonrió.
–Sé cómo te sientes.
Algo más segura de sí misma y de sus piernas, se llevó la mano al pelo para apartárselo de la cara. Toda su melena estaba llena de enredos.
–Espera aquí –le dijo Oz–. Tengo que ir a mirar una cosa. Ahora mismo vuelvo.
Le apretó la mano con fuerza antes de girarse y desaparecer entre los arbustos.
Se preguntó qué tendría que hacer Oz allí mientras intentaba desenredarse el pelo con los dedos. Pensó que a lo mejor tenía que orinar o encontrar un lugar secreto donde solían encontrarse los motoristas. Oyó ruido entre los arbustos durante un tiempo, pero después sólo hubo silencio.
Mucho silencio. Se imaginó que sería muy tarde. La brisa agitó algunas hojas caídas de los árboles. Podía oír el motor de la Harley tintineando al enfriarse y las olas rompiendo a lo lejos, estaban aún en la costa. Las casas al otro lado de la carretera estaban todas a oscuras.
Se imaginó que sería más de medianoche. Podía ver su aliento formando nubes bajo la luz de la luna.
Se estremeció y decidió olvidarse de su pelo de momento. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta de Oz.
Sus dedos se encontraron con algo dentro. Parecía una billetera y algo más. Decidió sacar ambos objetos.
Era una billetera de piel negra y un paquetito que le resultó familiar. Había una nota adhesiva pegada a la caja.
Oz:
Recuerda que me debes una cerveza por cada uno que uses.
Jack
Quitó la nota. Era una caja de preservativos idéntica a la que tenía ella en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Colocó la nota de nuevo y guardó todo en la chaqueta de cuero.
Se preguntó si aquello era una señal o quizá una advertencia.
Vio los arbustos separarse y una gran figura oscura apareció frente a ella. El corazón le decía que se trataba de Oz, pero dio un paso atrás de todas formas.
«¿Qué estoy haciendo aquí, en medio de ninguna parte, de noche y con un motero al que no conozco de nada?», pensó de pronto angustiada.
El corazón comenzó a latirle con fuerza y las palmas de las manos se le empaparon con un frío sudor.
–Soy yo –dijo Oz.
Era un hombre altísimo. No podía ver su cara, pero distinguía el contorno de sus anchos hombros y sus grandes manos.
Se quedó parada, con la parte trasera de las piernas tocando la moto. Pero su corazón no se tranquilizó.
No alcanzaba a comprender lo que estaba haciendo, qué pintaba ella allí.
Por un lado, no conocía a Oz ni a nadie como él. Por otro lado, nunca se había visto en una situación como aquélla.
Pensó que debería volver al bar de Warren y concentrar todas sus energías en aprender a hacer un margarita o un daiquiri. A lo mejor debería emprender su nueva vida poco a poco, sin jugar todo su dinero a una sola carta como estaba haciendo.
–Oz… –empezó ella.
Entonces él se adelantó y la luna iluminó su pelo y su cara. Podía ver su nariz, estrecha y recta, sus gruesos labios, las arrugas que las sonrisas habían dejado en su cara. Sus ojos brillaban con intensidad.
Era absolutamente perfecto. Tanto que no podía pensar con claridad. Supo en ese instante que no podía volver a casa y que tampoco quería.
–¿Es Oz tu nombre verdadero?
–No, es un apodo.
–¿Cómo te lo pusieron? ¿Por el roquero Ozzy Osbourne?
Él no pudo evitar reír con su pregunta.
–No, me lo puso mi hermana pequeña, Daisy. Me llamo Óscar, pero cuando era pequeña no podía pronunciarlo y me llamaba Oz. Y me he quedado con ese nombre.
Ella asintió. Se sentía un poco tonta. Había conocido a ese peligroso motorista en una subasta organizada con fines benéficos y su nombre se lo había puesto su hermana pequeña. Se imaginó que lo