La libertad del deseo. Julie Cohen
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La libertad del deseo - Julie Cohen страница 5
Estaba segura de que ese hombre era un chico malo, el peor que había visto en su vida.
Él la vio sobre la barra del bar. Se miraron a los ojos y él le sonrió. Le sonrió y aceleró el motor al mismo tiempo.
Su sonrisa le recorrió todo el cuerpo como una corriente eléctrica. Y supo en ese instante que él era exactamente la razón por la que se había ido de casa.
Se puso de pie en la barra. Levantó la mano y gritó a pleno pulmón para que la presentadora la oyera.
–¡Tres mil dólares! –exclamó.
Y después se bajó deprisa, sorteando a todo el público presente para llegar al escenario y reclamar a su hombre.
Capítulo 2
Marianne estaba sudando y no sabía si era por el calor que hacía en la sala o por culpa de él. Para cuando llegó al escenario, una fina película de humedad cubría su piel.
A mitad de camino se dio cuenta de que todo el mundo estaba aplaudiéndola. Unas cuantas mujeres la felicitaron. Pero ella apenas se dio cuenta, estaba demasiado ocupada viendo cómo su chico malo se bajaba de la moto y se acercaba al borde del escenario. La estaba esperando con una gran sonrisa iluminando su apuesto rostro.
La tarima no era muy alta, apenas un metro de elevación, pero el hombre parecía un gigante desde el suelo. Se inclinó y alargó las manos hacia ella. Marianne las aceptó y el corazón le dio un vuelco cuando él la levantó del suelo y la dejó sobre la plataforma.
–Hola –le dijo él con una voz profunda y cálida–. Soy Oz.
–Hola, yo soy Marianne –repuso ella sin soltarle las manos.
–Todos te están aplaudiendo, Marianne.
–¿En serio?
Pensó en echar un vistazo al público, pero no podía dejar de mirar a Oz.
–En serio –repuso él soltando sus manos y tomándola en brazos con rapidez y agilidad.
Ella rodeó su cuello con las manos. Uno de los brazos de Oz sostenía sus piernas, el otro la parte de alta de su cuerpo. Su mano descansaba sobre las costillas, justo por debajo de su pecho. La mejilla de Marianne estaba al lado de su hombro desnudo. Le hubiera encantado poder saborear su piel.
–Venga, saluda a la gente –le dijo él.
Estaba tan cerca de su cara que pudo oler la pasta de dientes cuando le habló. Parecía que acababa de afeitarse.
Aquello le sorprendió, pero se imaginó que los motoristas también se afeitaban y cepillaban los dientes.
Ella saludó con una de las manos, manteniendo la otra en el cuello de Oz. La gente aplaudió y gritó con más fervor aún.
–¿Por qué están aplaudiendo? –preguntó ella algo confusa.
–Bueno, te has puesto encima de la barra y gritado una puja que es diez veces mayor que el precio de salida. Creo que los has impresionado.
–¿Y a ti?
Él lo miró a los ojos. Se dio cuenta de que eran de color avellana. Aquello tampoco se lo esperaba. Creía que serían negros como la noche o azules como los de un lobo.
–A mí también me has impresionado.
No sabía por qué, pero tenía ganas de besarlo. A pesar de que sólo hacía cinco minutos que lo había conocido.
Aunque en realidad, no lo conocía en absoluto. Aun así, tenía tantas ganas de besarlo que tuvo que morderse el labio para contenerse.
Fue él el que la besó entonces.
Sus labios, suaves y firmes, la pillaron por sorpresa, pero no le pareció inadecuado. Marianne cerró los ojos y apretó con más fuerza su cuello. Él alargó el beso y oyó cómo respiraba por la nariz, inhalando su aroma.
Cuando soltó el aire, una suave brisa le acarició la mejilla y pudo oír, en la parte de atrás de su garganta, un gemido sólo ahogado a medias.
El corazón comenzó a latirle con fuerza y le zumbaban los oídos.
Cuando dejó de besarla, se dio cuenta de que todo el mundo estaba aplaudiendo y gritando con más fuerza aún.
Acababa de tomar a una completa extraña en brazos y besarla frente a un bar lleno de mujeres enloquecidas y entusiasmadas.
A pesar de todo, creía que era lo mejor que había hecho en mucho tiempo. Mejor incluso que montarse en la Harley Davidson. Y eso era mucho decir, porque la moto era una máquina extraordinaria.
Ella era preciosa. Delgada, con piernas largas y pelo castaño oscuro que se escapaba de su cola de caballo. Llevaba unos vaqueros que resaltaban sus curvas y una camiseta que se ajustaba a su pecho y dejaba a la vista sus hombros y clavículas.
Por debajo de la camiseta podía incluso descubrir parte de su escote y un delicado sujetador de encaje. Sintió cómo se le paralizaba el aliento en la garganta.
No había podido dejar de mirarla desde que la viera arrodillarse sobre la barra. Era lo bastante guapa como para ser modelo o actriz y tenía la elegancia de movimientos de una bailarina. Pero lo que de verdad le había llamado la atención había sido su piel. Parecía clara, suave y tersa.
La tenía tan cerca que podía admirar con detalle su perfección. El pecho le brillaba como si estuviera cubierto de una tenue lámina de sudor. Tenía las mejillas coloradas y le brillaban tanto como sus hermosos ojos azules. Su piel era perfecta, suave y cremosa y su perfume ligero y femenino. Había dejado que ese aroma lo embriagara cuando la besó.
No podía creerse que esa exquisita criatura fuera a pagar tres mil dólares por él. También le resultaba increíble que hubiera respondido a su beso como lo había hecho, abrazándolo con fuerza y arqueando su cuerpo hacia él.
–Estoy un poco aturdido –le dijo.
–Yo estoy completamente aturdida –confesó ella.
Tenía un acento suave y lento. Su voz se introdujo en algún lugar de su pecho, haciendo que le fuera más difícil aún respirar.
Ella le sonrió y dos hoyuelos se formaron en sus mejillas.
Sintió el deseo irracional de besarla de nuevo. También sintió que algo cobraba vida entre sus piernas.
Era lo peor que le podía pasar. Estar en medio de un escenario con una preciosidad en los brazos y que toda la multitud se diese cuenta de que estaba excitándose.
Se giró y fue hacia la moto. Con cuidado, dejó a Marianne en la parte de atrás. Se montó y salió lentamente del escenario.
En la parte de atrás había puertas dobles que daban directamente al aparcamiento.