La libertad del deseo. Julie Cohen

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La libertad del deseo - Julie  Cohen elit

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pensando unos segundos. Aunque a él le parecía que ella tenía muy claro lo que iba a decirle.

      –Bueno, Oz, para empezar, me gustaría que me llevaras a dar una vuelta en tu Harley. Nunca he montado en la parte de atrás de una moto.

      –¿Y después?

      –Después, haremos lo que nos apetezca –repuso ella sin dejar de mirarlo fijamente con sus ojos azules.

      Y entonces le guiñó un ojo. Le pareció lo más sexy que había visto en su vida.

      «Una cita no consiste en atacar a una mujer que acabas de conocer en un aparcamiento detrás de un bar», se recordó Oz.

      –Después de pagar tres mil dólares, creo que debería llevarte a un restaurante caro e intentar conquistarte –le dijo.

      Aunque dudaba que fuera a encontrar un restaurante de lujo en Portland donde aceptaran a un hombre vestido de cuero y a una mujer con vaqueros y sandalias a esas horas de la noche.

      Ella levantó una mano y tocó el logotipo de Harley Davidson de su camiseta.

      –Pues yo creo que ya me has conquistado –le dijo.

      Esa mujer estaba consiguiendo hacer que quisiera abrazarla en ese mismo instante.

      –Te gusta mucho toda la estética de los motoristas, ¿no?

      Ella asintió.

      –Sí, me gusta. Sobre todo porque pareces un chico malo.

      Atónito, se dio cuenta de que ella creía que era un chico malo, un motorista duro y rebelde.

      Oz se pasó las manos por el pelo. Él podía ser muchas cosas, pero no era un chico malo, eso lo tenía muy claro.

      –Marianne, hay algo que deberías saber –comenzó.

      Algo en la manera en la que había hablado hizo que Marianne cambiara de expresión y entrecerrase los ojos. Se retiró ligeramente de su lado. Casi parecía estar sufriendo o estar desesperada por algo.

      –No –le dijo.

      –¿No qué?

      –No me digas lo que debería saber. Por favor. Dame una vuelta en tu moto. Deja que viva esta fantasía. Por una vez.

      Su voz era aún fuerte, segura y tentadoramente dulce, pero había un tono de súplica en sus palabras que lo atrapó por completo.

      –Es tarde –dijo él.

      –No tan tarde. Tenemos toda la noche por delante.

      Toda la noche para vivir la fantasía de Marianne. Y, a lo mejor, también la suya.

      Siempre le decía a sus pacientes que las fantasías eran normales. Que eran una manera muy saludable de expresar sus deseos sin herir a nadie. Y que no pasaba nada por querer llevarlas a cabo.

      Creía que las fantasías podían ser una revelación, que podían dar la libertad.

      Recapacitó y se dio cuenta de que nadie podía salir herido con su pequeño juego.

      –Muy bien –le dijo.

      La miró de arriba abajo. Desde las uñas de sus pies, pintadas de rosa, pasando por sus vaqueros y su camiseta de algodón. Podía distinguir sus duros pezones en el suave tejido y se imaginó que no estaban así por culpa del frescor de una noche de octubre.

      –Antes de subirte a la moto tienes que cambiarte de zapatos. Necesitas algo más fuerte que unas sandalias. También has de ponerte una chaqueta o pasarás frío.

      Ella le dedicó la más increíble de las sonrisas.

      –De acuerdo.

      –Te veo frente al bar dentro de diez minutos.

      Marianne se puso de puntillas y lo besó en la mejilla.

      –Gracias –le dijo antes de irse.

      Oz se llevó la mano al lugar donde lo había besado. Había sido un gesto tierno e inocente que poco tenía que ver con las palabras seductoras que había usado antes.

      Se preguntó cuál de las dos mujeres era su fantasía personal. Por un lado estaba la sexy y seductora Marianne que buscaba un chico malo y, por otro, la Marianne desesperada y dulce que había confiado en él lo suficiente como para dejarse llevar.

      Capítulo 3

      Marianne subió corriendo las escaleras traseras. Warren le había ofrecido la habitación que tenía libre en su piso, pero ella le había dicho que prefería la independencia que le daba el vivir en el apartamento vacío que había encima del bar.

      Le temblaban las manos cuando abrió la puerta de su piso.

      «Ya está. Lo voy a hacer. Por una vez en mi vida estoy haciendo lo que quiero», se dijo.

      Atravesó deprisa el piso y se arrodilló al lado de la vieja cama. Sacó la maleta de debajo. El sobre con el dinero estaba en uno de sus bolsillos interiores. Lo contó si dejar de temblar.

      –Me faltan veinticuatro dólares –dijo suspirando.

      Había sacado dinero de su cuenta antes de irse de Webb, pero había gastado más de lo que pensaba en su viaje hasta allí.

      Tenía dos mil novecientos setenta y seis dólares. Era bastante dinero para tenerlo escondido debajo de la cama en plena era de los bancos electrónicos.

      Pero no era suficiente para tener una cita con Oz.

      Tenía también cheques, una tarjeta de débito, varias cuentas y tarjetas de crédito, pero no quería tener que usarlas. Hubiera sido demasiado fácil encontrarla si dejaba rastro con las tarjetas y no quería que su familia diera con ella. Al menos, no de momento.

      –¡Vaya por Dios! –murmuró–. La chica más rica del condado de Webb no tiene el dinero suficiente para comprar un hombre.

      Se puso de pie deprisa y abrió uno de los cajones de la cómoda. Encontró un jersey. Se quitó las sandalias y se puso unas zapatillas de deporte. Cerró la puerta del apartamento y corrió escaleras abajo hasta el bar.

      Seguía la subasta de solteros. Había un tipo en el escenario posando y bailando para deleite de las féminas presentes. Ella atravesó el bar como pudo.

      –¡Warren! –gritó.

      Su primo sirvió un par de cócteles a una clienta y se giró para mirarla.

      –¡Marianne! –exclamó él–. ¡Eres una fiera! ¡No podía creérmelo! –añadió dándole un sincero abrazo.

      –Necesito que me prestes veinticuatro dólares –le dijo ella–. Y también que me des el resto de la noche libre.

      –Cariño, después de esa actuación, puedes tener todo lo que quieras –repuso

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