La libertad del deseo. Julie Cohen
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No era la solución a sus problemas. Eso lo tenía claro. Pero le daría la oportunidad de olvidarse de ellos durante unas horas.
Atravesó el césped y se sentó en la moto. El cuero se ajustó inmediatamente a la forma de su cuerpo. Su mano se adaptó al acelerador como si no hubiera hecho otra cosa en su vida.
–Hace ocho años que no me subo a una motocicleta –les dijo.
–Dicen que es como montar en bicicleta –repuso Jack–. Aunque bastante más rápida.
Kitty le entregó las llaves.
La Harley se encendió y vibró entre sus piernas, volviendo a la vida. Tocó el acelerador y todo el mundo se movió a su alrededor. Se despidió de sus amigos con un ademán.
Sabía que Jack tenía razón al menos en una cosa. Iba a acabar la noche con una mujer de un modo u otro, por algo se trataba de una subasta de solteros.
Se preguntó qué tipo de mujer sería.
La sala estaba repleta.
Marianne volvió como pudo a la barra, dejó encima la bandeja con los vasos vacíos y se limpió la frente con el brazo. Sólo llevaba vaqueros, sandalias y una camiseta de algodón sin mangas, pero hacía muchísimo calor esa noche en el bar de Warren. Parecía que en Maine la gente no usaba el aire acondicionado en el mes de octubre.
Pero lo cierto era que se lo estaba pasando bien.
Ya habían subastado una docena de solteros. Por lo que había oído, entre ellos había un abogado, un pescador de langostas, un vendedor, un mecánico, un profesor y un electricista.
Cada uno de ellos había salido a escena al ritmo de la música. Caminaban hasta el centro del escenario y se detenían allí para que las mujeres pudieran observarlos con detalle. La directora del centro juvenil, una mujer de unos cincuenta años, anunciaba el nombre, profesión y lugar de nacimiento del candidato.
Un par de ellos habían sido bastante monos. Pero la mayoría eran normales. No se trataba de una subasta de gente famosa, sino de gente de la ciudad que quería participar en el evento benéfico para echar una mano. El aspecto del soltero no importaba demasiado, al menos no tanto como el recaudar dinero para la causa.
Cada vez que salía uno nuevo, las mujeres presentes en la sala lo recibían con gritos, aullidos y aplausos. También se oían muchas risas.
No era un evento decoroso ni muy correcto. Nadie parecía preocupado por mantener las apariencias.
Nadie se lo tomaba demasiado en serio. Y los solteros menos que nadie. Pero por debajo del buen humor y la diversión había una corriente de calor que estaba cargando el ambiente del bar.
Más de una vez, al recoger un vaso o limpiar una mesa, había encontrado algo especial en la mirada de alguna mujer. No era entusiasmo por la apuesta, era más que eso, era simple y puro deseo. Una mujer podía estar pujando para conseguir una cita, pero aspiraba a mucho más.
Y eso era más que diversión, era muy excitante.
Se metió tras la barra del bar y se sirvió un vaso de agua. Se abanicó con la mano mientras miraba desde allí el local. No lo había conocido hasta el día anterior, pero era exactamente como se lo había imaginado. Desde niños, su primo siempre había coleccionado extraños objetos. Le gustaban los adornos para el jardín, la cerámica un poco especial, las obras de arte antiguas. Su bar era vivo, lleno de cosas y colores. Tenía ornamentos y reliquias de sus tiempos como pinchadiscos en Nueva York.
Escuchó de repente el sonido de las guitarras y la batería. Reconoció al instante la canción. Era Born to be wild. Una canción perfecta para su estado de ánimo. Miró el escenario con una sonrisa en los labios. Se preguntó cómo sería el soltero que iba a salir.
Pero el escenario estaba vacío. Creció la expectación entre el público femenino. Marianne podía sentir el estridente sonido de la canción en su corazón, como si estuviera también latiendo en su interior.
Entonces oyó otro sonido, el de un motor. Y en el escenario apareció una extraordinaria imagen para la que no estaba preparada.
Apenas distinguió la moto. Sólo vio el rápido contorno nervioso de la máquina y sus colores, rojo y plateado. Pero apenas se fijó en la moto, sólo tenía ojos para el conductor.
Era alto, grande y fuerte. Llevaba una camiseta negra sin mangas que dejaba entrever los músculos de sus brazos. Vio un tatuaje en uno de ellos. No estaba segura, pero le pareció que con sus grandes manos podría abarcar su cintura completamente.
Ese pensamiento hizo que se le quedara la boca seca, a pesar de que acababa de beberse un vaso de agua.
Era rubio. Algunos mechones eran muy blancos, como si los hubiera aclarado el sol. No lo llevaba muy largo para ser un motorista, pero era bastante salvaje, como si lo agitara el viento.
–Después de esa entrada, señoras, Oz no necesita más presentación –dijo la anfitriona del evento–. ¿Quién quiere empezar a pujar por nuestro motorista? ¿He oído ochenta dólares?
Un montón de manos se alzaron en la sala y el chico sonrió. Tenía una boca grande, labios sensuales y unos dientes blancos y perfectos. Daba la impresión de que le gustaba sonreír.
–¡Vaya! ¡Eres guapísimo! –susurró Marianne.
Se quedó absorta mirándolo mientras se sujetaba al borde de la barra. Desde la distancia, intentaba averiguar de qué color eran sus ojos.
–Cien dólares ofrece la señora de azul. ¿He oído ciento veinte? Muy bien. Ciento veinte para la mujer de al lado de la barra. ¿Quién ofrece ciento cincuenta?
La presentadora había dicho que se llamaba Oz. Le pareció que era un buen nombre para un motorista. Como el mago de Oz, sería un mago sobre la moto.
Se preguntó si también sería un mago en la cama.
Sólo pensar en ello hizo que se quedara momentáneamente sin respiración.
Unos pantalones de cuero negros cubrían sus largas piernas. Marianne se imaginó el olor de la piel y la calidez del tejido al estar en contacto con él.
Tenía un cuerpo realmente espectacular. Había músculos por todas partes. Era un hombre al cien por cien. Desde su pelo rubio hasta la punta de sus botas. Todo él era testosterona.
Peligroso.
–Y van doscientos cincuenta dólares. Chicas, es la puja más alta de la noche por ahora. Subamos tanto como podamos. Recuerden que se trata de una buena causa. Y de una cita con Oz, por supuesto. ¿Quién ofrece trescientos dólares?
Aún había manos elevadas que impedían que lo viera con claridad. Se puso de puntillas para poder verlo mejor.
Pero no era suficiente. Los brazos le bloqueaban la vista. La puja se hacía cada vez más intensa.
Marianne colocó las manos sobre la barra y se subió a ella de un ágil movimiento. Se quedó de rodillas sobre la resbaladiza superficie de madera.
Desde