Handel en Londres. Jane Glover
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El tema elegido por Aaron Hill para Rinaldo fue tomado de la Gerusalemme liberata de Tasso, e inicialmente lo trabajó hasta redactar un esbozo que presentaba la trama y los personajes. Luego se lo entregó, más o menos simultáneamente, a Rossi para su versificación y a Handel para su composición. Fiel a su propia convicción acerca de la necesidad tanto de la espectacularidad escénica como de la excelencia musical, Hill se aseguró de que Rinaldo contuviera buenas oportunidades tanto para los efectos mágicos como para los marciales, e incrementó el atractivo de la ópera para el público operístico incorporando nuevas tramas amorosas. Pero la antigua historia de Rinaldo y el asedio de Jerusalén también fue escogida y embellecida por Hill a causa de sus resonancias políticas: las de los nobles cruzados cristianos, léase Marlborough y sus grandes victorias; las de sus oponentes sarracenos, léase los católicos franceses. Al dedicar el libreto a su monarca, Hill ofreció a la reina Ana una delicada dosis de buenos deseos, mientras ella observaba con impotencia el alto precio que la Guerra de Sucesión española se estaba cobrando en las arcas de su país.
Con Handel pisándole los talones, Rossi trabajó día y noche para convertir el guion de Hill en un texto versificado. En este sentido, la relación entre libretista y compositor no debió resultar del todo fácil. Al disponer de un tiempo tan escaso, Handel sabía que no podía componer una ópera completa desde cero; sin embargo, podía hacerlo utilizando materiales procedentes de sus óperas y cantatas italianas. La tarea de Rossi consistiría en adaptar los nuevos textos a las antiguas melodías, sin mano libre de ningún tipo. Handel, en todo caso, tenía una idea muy clara: su prioridad era demostrar la amplitud de su arsenal. Aunque Rinaldo solo contiene diez números de nueva creación, el ensamblaje de estos con treinta de sus mejores piezas anteriores dio lugar a una partitura que, en términos puramente musicales, resulta en todo momento imponente.
Handel se permitió ser expansivo, incluso extravagante, en sus elecciones porque Hill le había facilitado efectivos impresionantes. El elenco de cantantes en Haymarket era tan formidable como el mejor en Europa, y por añadidura Handel ya conocía a algunos de ellos. La joya de la corona era el castrato italiano Nicolini. A sus treinta y ocho años, Nicolini había decidido quedarse en Londres después de sus primeras actuaciones en Il trionfo di Camilla, en 1708, y se encontraba a todas luces en la cúspide de su carrera. Exótico como cantante (un castrato todavía era una suerte de bicho raro para el público londinense), se le admiró fundamentalmente por sus dotes dramáticas. Charles Burney, el historiador musical inglés del siglo XVIII, lo recordaría más tarde como «un gran cantante y un actor aún más grande»3. Al contratarlo para la temporada 1710/11, que ahora incluía el papel principal en Rinaldo, Hill le pagó la principesca suma de 860 libras esterlinas, más de una cuarta parte de su presupuesto total destinado a los cantantes. Pero los beneficios fueron mutuos: Hill y Handel consiguieron que el artista más popular y talentoso encabezara su elenco, y Nicolini obtuvo no solo un generoso salario, sino el mejor papel de su carrera.
El segundo cantante mejor pagado (con un sustancial –aunque inferior– caché de 537 libras) fue otro castrato, Valentino Urbani, conocido como Valentini. Después de él, Hill había contratado (por 700 libras entre ambos) al matrimonio compuesto por el barítono Giuseppe Maria Boschi y la mezzosoprano Francesca Vanini-Boschi. Ambos habían estado con Handel en Venecia para su triunfante Agrippina, en 1709. Y también sería conocida de Handel una de las dos sopranos que Hill contrató para la temporada, Elisabeth Pilotti-Schiavonetti, quien había llegado desde Hannover junto a su marido, el violonchelista Giovanni Schiavonetti. Su vívida presencia teatral, así como su experiencia vocal, la hacían perfecta para la salvaje hechicera Armida en Rinaldo, un papel con el que se identificó por completo (a su rival, Isabelle Girardeau, se le dio el papel más suave de la inocente Almirena, así como una tarifa mucho más baja: 300 libras frente a las 500 de Pilotti-Schiavonetti). De ese modo, la relación profesional existente con al menos tres de sus cantantes se reveló como un punto de partida muy útil para Handel cuando comenzó a recopilar arias, antiguas y nuevas, para Rinaldo.
Tampoco en el terreno instrumental parecía haber límites. Aaron Hill estaba decidido a cumplir con su propia aspiración de «halagar a ambos sentidos a la vez»; mientras se afanaba con la tramoya escénica para lograr sus efectos mágicos y militares, animó a Handel, sin escatimar gastos, a ser igualmente imaginativo e inventivo (Handel se crecía con este tipo de libertades). La partitura de Rinaldo estaba basada en los efectivos habituales de cuerdas, oboes, fagotes y continuo; pero en determinados momentos de la ópera, Handel incluyó, con moderación y siempre para provocar un determinado efecto, cuatro trompetas y timbales, así como un pequeño conjunto de flautas dulces. La variedad y el contraste de todos estos colores y texturas pusieron también en juego el ingrediente más vital de la maestría compositiva de Handel: su instinto para el ritmo teatral. A pesar de moverse dentro de las convenciones de la ópera seria, halló amplias oportunidades para crear y liberar tensiones, para realizar toda suerte de pirotecnias musicales, y también para detener el sentido del tiempo o del movimiento a través de números de un lánguido y desgarrador lirismo. Su energía creativa y su ambición se vieron favorecidas por el estímulo de su patrono y por la familiaridad de sus colegas.
Handel siguió las elaboradas instrucciones escénicas de Hill y en cada caso suministró un efecto musical complementario. El telón se abre sobre el campamento cristiano fuera de la ciudad sitiada de Jerusalén, y a los pocos minutos llega el primer golpe de efecto de Hill: el rey, Argante, irrumpe en escena, como nos dice la versión inglesa del libreto, «transportado en un carro triunfal, blancos los caballos guiados por una guardia mora, y desciende seguido por un gran cortejo de soldados a pie y a caballo». Handel se pone a la altura de la espectacularidad de Hill y regala a su cantante (Boschi) una de sus mejores arias de entrada, «Sibillar gli angui d’Aletto», realzada por trompetas y timbales en belicosas fanfarrias. El segundo golpe de efecto de Hill es hacer que la hechicera Armida, cantada en esa primera producción por la carismática Pilotti-Schiavonetti, aparezca «por los aires, en una carroza tirada por dos enormes dragones, cuyas fauces arrojan fuego y humo». Handel realza este impacto visual con una feroz invocación a las Furias, «Furie terribili», subrayada por precipitadas cuerdas y ritmos cortantes. Después de que Armida ha descrito su estrategia de taimado encantamiento (a esta sección en recitativo se le añade una breve y súbita figura de acompañamiento en