Persuasión. Margaret Mayo

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Persuasión - Margaret  Mayo Julia

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estado de su agencia era cierto. Parecía que se iba a quedar sin trabajo y que Davina tendría que dejar el internado sin remedio. Aquel pensamiento la entristeció y la inquietó a la vez.

      Aquella tarde, cuando llegó a casa, Celena tenía un enorme ramo de flores esperándola. Cuando las recogió con curiosidad del umbral de su puerta, miró con atención la tarjeta.

      Para la mujer más sorprendente que he conocido. Si cambias de opinión, la oferta sigue en pie. Me mantendré en contacto.

      La tarjeta no estaba firmada, pero no era necesario. A pesar de que, económicamente, Celena se sentía aliviada de que pudiera optar todavía a aquel trabajo, tenía miedo de volver a enfrentarse con el hombre más sorprendente que ella había conocido. No le había hablado a nadie de aquella entrevista, ya que había utilizado la excusa de una cita con el dentista para explicar su ausencia en el trabajo.

      Tras abrir la puerta, entró en su casa. A la muerte de sus padres, Celena había vendido la casa que tenían en Norfolk y se había mudado más cerca de Londres y de su trabajo. Aquella nueva casa era perfecta para ella. Si no hubiera sido por el internado de Davina, hubiera vivido más que cómodamente.

      Dejó las flores en la encimera de la cocina, pensándose muy seriamente si tirarlas o no a la basura. Si las colocaba en un jarrón, serían un recordatorio constante del hombre que había dejado una huella tan profunda en ella en un espacio de tiempo tan breve. Tras tomar una ducha, se puso un cómodo mono de seda verde.

      A continuación, se preparó la cena con un poco de pollo frío y una ensalada. Las rosas seguían todavía en el lugar en el que ella las había dejado. Acababa de terminar de cenar cuando sonó el timbre. Como siempre había alguien que llamaba a la puerta, Celena sintió la tentación de no abrir. Sin embargo, al ver que el timbre volvía a sonar, fue a ver quién era. Y se quedó boquiabierta.

      —¡Señor Segurini! ¿Qué está haciendo aquí?

      —He venido a comprobar que mis flores han llegado sin novedad.

      —Una llamada de teléfono hubiera sido más que suficiente. Y sí, han llegado. Muchas gracias, aunque no se me ocurre por qué las ha enviado.

      —Espero que le gusten las rosas blancas —dijo él, mientras la examinaba de arriba abajo, subiendo la mirada lentamente. Tras detenerse brevemente sobre los pechos y la boca, volvió a mirarla a los ojos.

      —Sí —susurró ella. En realidad, eran sus favoritas.

      —Es una pena que uno nunca llegue a ver las flores que encarga.

      —Si está buscando que le invite a mi casa, no va a conseguirlo —contestó ella, intentando desesperadamente aplacar la rebelión que se había apoderado de sus sentidos.

      Él se había cambiado de ropa. Llevaba puesto un par de pantalones azules y un jersey de cachemir a juego. Aquellas ropas tan informales resaltaban la musculatura que adornaba su cuerpo, convirtiéndolo en un adversario más que peligroso. A pesar de que su mente le recordaba que no debía confiar en él, el cuerpo de Celena no parecía tener tales reservas.

      —Pensé que tal vez podríamos ir a tomar una copa para conocernos mejor y charlar un poco más sobre mi oferta —dijo él, sonriendo.

      —¿Es que nunca acepta un no por respuesta?

      —No, si realmente deseo algo.

      —¿Y me desea a mí? —preguntó ella, sonrojándose inmediatamente al darse cuenta de lo que había dicho—. Es decir, ¿desea tanto que yo trabaje para usted?

      —Es perfecta para el trabajo.

      —Yo creo que hay más que eso.

      —¿Qué le ha hecho pensar eso?

      —En primer lugar, su insistencia.

      —¿Y en segundo lugar?

      —Intuición femenina —replicó ella con frialdad, sintiéndose más segura.

      —Ah, eso.

      —Sí, eso. ¿Acaso va a negar que tengo razón?

      —Resulta una teoría interesante. ¿Qué le parece que salgamos juntos a hablar de ella?

      —No quiero salir —insistió ella, impaciente—. He tenido un día terrible, que usted no ha hecho que sea mejor, y había pensado en retirarme temprano.

      —Todavía es temprano —replicó él, consultando la hora en su caro reloj de oro—, poco más de las ocho. Tal vez podríamos hablar aquí. Prometo no robarle más de una hora de su tiempo.

      —Nunca permito que entren extraños en mi casa.

      —No creo que nosotros seamos unos completos extraños. Le prometo, señorita Coulsden, que mis intenciones son estrictamente honorables. Vaya, me ha salido una frase de lo más anticuada. Permítame decírselo de otro modo. No tengo ningún plan para su cuerpo, por muy hermoso que sea. Estará perfectamente a salvo conmigo.

      Sorprendentemente, Celena le creyó. A pesar de que lo encontraba tremendamente peligroso en muchos aspectos, instintivamente sabía que, en aquella ocasión, podía aceptar su palabra.

      —Muy bien, a pesar de que puedo asegurarle que va a perder el tiempo. Una vez que tomo una decisión, nunca cambio de opinión.

      —Y yo nunca acepto un no por respuesta. En ese caso, estamos en un callejón sin salida. Será interesante ver quién gana.

      Su casa siempre había sido un lugar tranquilo y acogedor. Sin embargo, en el momento en el que él entró, el ambiente se cargó, como había pasado en el despacho. Iba a ser una reunión muy difícil.

      Celena lo condujo al salón, que tenía unas agradables vistas sobre el patio, que ella había llenado con muchas plantas de gran colorido y arbustos trepadores. Las macetas daban a aquel pequeño espacio un aire casi mediterráneo.

      —Por favor, siéntese —dijo ella, indicándole un sillón. Luego, ella se sentó en una silla, lo que le dejaba a él en desventaja porque el sol del atardecer le daba directamente en los ojos.

      Entonces, él pareció adivinar su táctica, por lo que se levantó de nuevo y sonrió de un modo que indicaba que controlaba completamente la situación.

      —Es mejor que se siente usted en el sillón —respondió él, extendiendo la mano.

      A Celena no le quedó elección pero, antes de sentarse, corrió las cortinas. Sin embargo, como comprobó al sentarse, no lo suficiente.

      —¿Un punto de luz? —preguntó él, al ver que Celena entornaba los ojos—. Buen truco, señorita Coulsden, pero a mí me gusta ser el que tiene el control.

      —De acuerdo —dijo ella, tratando de no demostrar lo avergonzada que estaba—. Haga su oferta.

      —Creo —empezó él, después de una larga pausa—, que, lo primero de todo, deberíamos analizar sus motivos para rechazar esta oferta.

      —¿Analizar? No hay nada que analizar.

      —¿No? —preguntó él,

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