Luz de alegría - El novio perfecto - Un buen novio. Barbara Hannay
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Luz de alegría - El novio perfecto - Un buen novio - Barbara Hannay страница 2
A mi maravillosa sobrina Abbey, a quien le gustan los libros tanto como a mí.
Capítulo 1
RICO volvió a mirar la solicitud de trabajo que tenía ante sus ojos y se hundió en el sillón soltando un suspiro. Se había hecho muchas ilusiones con ese proyecto, y albergaba la esperanza de encontrar a alguien tan entusiasta como él.
Frunció los labios. No solo tendría que ser entusiasta, sino también disponer de una buena titulación profesional y aportar una sólida experiencia al puesto. Sin embargo, tras un día y medio de entrevistas, había llegado a la conclusión de que tendría que despedirse de la idea.
Se enderezó y apretó un botón del interfono.
–Lisle, ¿ha llegado ya Janeen Cuthbert? –bramó.
–Todavía no, pero no estaba citada hasta dentro de diez minutos.
–Gracias.
¿No existía una norma implícita que recomendaba llegar con diez minutos de antelación a una entrevista de trabajo? Contempló la pared que tenía frente a él frunciendo el ceño. Quizá los gerentes de restaurantes tenían su propio horario. Y, desde luego, no parecía que los gerentes de restaurantes de la ciudad de Hobart hubieran peregrinado hasta su puerta ante la oportunidad de regentar una cafetería benéfica.
Cerró bruscamente la carpeta de Janeen Cuthbert y se apretó el puente de la nariz con el índice y el pulgar, respirando hondo para calmar las palpitaciones que le martilleaban las sienes. Trató de concentrarse. Pensaba que encontraría un gerente de restaurante espabilado e interesado en los asuntos de la comunidad en aquella maldita ciudad. Y no es que fuera ambicioso: tan solo necesitaba una persona. ¿Por qué le estaba resultando tan difícil?
Había conocido a algunas personas preocupadas por la comunidad, claro. Eran simpáticas, listas y concienzudas, buena gente en suma, pero sin experiencia alguna. Y sabía perfectamente cómo acabaría la cosa: los chicos las tratarían mal y ellas se desmotivarían en seguida. Habría lágrimas y berrinches, y luego se marcharían dejándole en la estacada. Y aquel proyecto era demasiado importante como para arriesgarse.
Miró su reloj. Quedaban cinco minutos para que dieran las dos. Si Janeen Cuthbert no llegaba a las dos en punto podía volverse por donde había venido. Tenía experiencia en hostelería, pero él necesitaba a alguien que se tomara seriamente su trabajo, alguien que se comprometiera firmemente a hacer funcionar la cafetería.
Durante los cinco minutos siguientes, se dedicó a aporrear el escritorio con los dedos. No se giró para mirar por la ventana la transitada carretera que cruzaba Hobart; no tenía la suerte de disponer de una oficina con vistas al puerto. Algo que no le importaba demasiado, pues pasaba poco tiempo allí. Como jefe de proyectos, ni siquiera tenía secretaria propia, y compartía a Lisle con otros dos funcionarios. Esto tampoco le importaba, pues hacía mucho que había llegado a la conclusión de que para que las cosas funcionaran, era mejor hacerlas uno mismo.
Volvió a mirar el reloj. Las dos en punto. Estaba a punto de apretar el botón del interfono cuando oyó la voz de Lisle.
–Rico, ha llegado Janeen Cuthbert para la entrevista de las dos.
Él apretó los dientes y tragó saliva.
–Hazla pasar.
Contó hasta tres y oyó que llamaban a la puerta con suavidad. Lanzó un juramento en voz baja. Aquel golpe era demasiado suave, lo que indicaba falta de carácter. Empuñó las manos. Había conocido a demasiados candidatos simpáticos, dulces y poco eficientes. Hizo un esfuerzo por suavizar el gesto.
–Adelante.
Pero en cuanto vio a la penúltima candidata, reconsideró su opinión. La señorita Cuthbert no parecía estar falta de carácter. De hecho, parecía furiosa, como si estuviera a punto de explotar. Lo disimulaba bien, pero él había trabajado lo suficiente con jóvenes problemáticos como para reconocer los signos: los ojos brillantes, las mejillas arreboladas, las fosas nasales ensanchadas. Por más que tratara de ocultarlo todo bajo una sonrisa cortés.
Se la quedó mirando y relajó ligeramente los hombros. Aquella chica podía ser muchas cosas, pero ciertamente no dócil y sumisa.
–¿Señor D’Angelo?
Él se incorporó tras el escritorio.
–Sí, soy yo.
–Encantada de conocerlo. Me llamo Neen Cuthbert.
Se dirigió hacia él con la mano extendida. La tenía muy roja, como si acabara de fregar algo con mucha energía. Él se la estrechó brevemente y dio un paso atrás. La chica no llevaba medias y él se dio cuenta de que también tenía las rodillas muy rojas. Pero no fueron sus manos o sus rodillas lo que más le llamó la atención, sino las cuatro huellas equidistantes que adornaban su traje gris claro: dos en los muslos y dos encima del pecho. Unas huellas que no desaparecerían por mucho que restregara. Por primera vez en dos días, se encontró reprimiendo una sonrisa.
Cuando volvió a mirarla a la cara, vio que ella levantaba la barbilla, como desafiándole a que dijera una sola palabra sobre las huellas.
–Un placer, Neen. Sospecho que ha tenido una tarde tan estresante como la mía.
Su rostro se iluminó momentáneamente.
–¿Tan obvio es? –Bajó la mirada hacia las huellas y frunció los labios–. Ha sido una tarde difícil, sí.
–Tome asiento, por favor –dijo él señalando una silla. Y apretando el interfono, añadió–: Sé que es mucho pedir, Lisle, ¿pero nos podrías traer un café?
–Ahora mismo –respondió la chica de buen humor.
En su opinión, los otros dos jefes de proyectos abusaban de la secretaria. Rico no consideraba que preparar café formara parte de los deberes de Lisle, pero en aquel caso, decidió hacer una excepción.