La sirena negra. Emilia Pardo Bazán
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La segunda vez, el doctor —mirándome con escama algo guasona, sorprendido de mi interés por aquella esmirriada— amplió las noticias. Se llama Rita Quiñones, y vive estrechamente, con una criadita, en un piso bajo de la calle de San Lorenzo. No es casada. No es tampoco una mujer galante... Parece andaluza. ¿Sus antecedentes? Ignorados.
Al encontrarla de nuevo, conseguí hacer migas, adulando al niño, acariciándolo y regalándole bombones. Obtuve permiso para visitarla, a pretexto de llevar un juguete, y lo aproveché en seguida. Sin manto, con pañoleta de linón y encaje, raída a fuerza de lavados, y dejando asomar por debajo de la falda de lana negra un pie combado, pequeño, era más marcada aún la semejanza con algunos de los inquietadores modelos del Sordo. Me empeñé en que hablase de sí misma, y, en cierto límite, lo conseguí fácilmente: estaba en uno de esos días en que a los neuróticos se les sale parte del alma por la boca. Según creí alcanzar, mi visita, mi solicitud, la alborozaban; parecíanle caso de enamoramiento, y ella era mujer: sobre todo, mujer. No cometió, sin embargo, provocación ni grosería alguna, de esas que suelen gastar las decaídas: al contrario, me pareció notar que miraba con instintiva repulsión las demasías, las materialidades. Su amor al niño era una mezcla de fiebre y ternura: lo nombraba con compasión dolorosa, con palabras como las que se pronuncian a la cabecera del enfermo desahuciado, o al apiadarse del reo que va a salir para el suplicio. Cuando le di el caballito de cartón, causa de transportes de júbilo, la madre murmuró:
—Que se distraiga, que goce... Siquiera mientras pueda gozar, alma mía...
Su voz es deliciosa, cristalina, menuda; su fraseo, púdico y decente, en medio de la vehemencia de su expresión y del violento afán con que repite que es «mala», «muy mala». He aquí lo curioso y lo atrayente de esta mujer: no miente, es de las histéricas verídicas, que son las menos; calla, sí, algo, sin duda lo más grave de su historia. Es versátil. Lo que ayer sintió de un modo, lo siente mañana del opuesto; y del propio modo se trata a sí misma de maldita y de condenada, con la expresión más tétrica en los abismos de asfalto de sus grandes ojos, que se disculpa, se conmueve de lástima de sí propia. Me ha contado que nació en Cádiz; que su familia era antigua, y de las buenas, venida a menos; que después de apuros y miserias estuvieron en Manila varios años...
—¿Empleado alguien? ¿Su padre de usted...?
Al nombre de su padre, los ojos hondos y calenturientos se velan como de una nube de humo... Sin duda el papá se mostró inhumano para ella; y continúa:
—Sí, empleado fue... ¡Qué tierra aquella! Calor pegajoso..., y está uno tan flojo, tan débil... Falta el ánimo, todo le da a uno igual... A eso llaman aplatanarse... Luego nos volvimos a España... En Madrid nació Rafaelín, pobrecito mío...
No me resuelvo a insistir. La veo tan descolorida, tan desencajada, que aplazo. He percibido que aquí está la clave...
Mes y medio hace que dura nuestra relación (¿se puede llamar relación a esto?) y ninguna tarde encuentro igual a Rita. Tan pronto canta y ríe infantilmente, como yace tendida en un sofá forrado de damasco muy raído, languideciendo, casi sin aliento, en la angustia de la disnea. Un día me enseña el pañuelo estrellado de sangre; otro me pide violetas y dátiles y bruños secos, y se atraca como los chiquillos. Ya habla del amor con murmurio estático, ya lo diseca con buen sentido de abuelita septuagenaria, o lo condena con crispaciones de repugnancia espiritualista. Y no hay ficción, no hay cálculo: lo que fluctúa en sus ojazos es el oleaje de su alma inquieta, torturada no sé por qué. Solo dos sentimientos invariables encuentro en ella. El primero, la idolatría de su hijo. El segundo, un pavor, un sobresalto casi continuo, el miedo a la nada, a la disolución de su organismo.
—¡Morir! —repite cogiéndome la mano con la suya, húmeda y ardorosa—. ¿Verdad que no me moriré? ¿Verdad que no es nada esto que tengo? No, no me repita usted lo que sepa por el médico; si yo no he querido consultarle. Al fin, no lo curan a uno. Prefiero no saber... —Y cierra los pozos de sus ojos, y un estremecimiento sobrenatural corre por todo su cuerpo y se comunica al mío.
—¡La he visto, la he visto pasar! —grita una tarde saltando del sofá, con las pupilas dilatadas—. Es una sombra grande, muy alta, que llega al techo. ¡Ha salido por la puerta de mi alcoba y ahora acaba de desvanecerse en la del pasillo! Pero ¿usted no la ve...? ¿No la ve?
—¿A quién, Rita, a quién? —respondió chancero.
—A la Seca, a la... ¡Jesús!
Y se cubre el rostro, y su temblor, como un aura del otro mundo, le eriza el fosco pelo goyesco.
No sabiendo cómo distraerla de la aprensión y los terrores, le he propuesto ir al teatro algunas tardes. Ha aceptado palmoteando de alegría. Compro un proscenio segundo, localidad vergonzante, y la llevo en coche; nos bajamos un poco antes de llegar a la puerta del teatro, y ella entra sola; yo me reúno momentos después, disimulo que me impongo para que no me importunen con chismes y habladurías. Rita lleva sus acostumbrados trajes de lanilla negra, muy pobres, y como nota de lujo, un boa blanco de pluma que yo le he regalado. La agitación y emoción de su contento trazan en sus pómulos una pincelada de carmín, demasiado violenta, sin el suave desvanecido de las rosas clásicas. Sus manos consumidas bailan dentro de los guantes, también ofrecidos por mí, manejando el abanico con garbo típico de maja gaditana. Yo aparezco poco después, y me quedo agazapado en el fondo del palco. Empieza la representación. Rita se pone de codos en el antepecho, saca fuera el busto, y bebe, absorbe el drama; o, mejor dicho, el drama la absorbe a ella, la arrebata momentáneamente a la realidad, la desprende de sí propia; como la de los extáticos, su alma sale de su cuerpo minado por la enfermedad, codiciado y reclamado por la tierra, y se mete en el cuerpo vibrante de la actriz; sus labios, en un balbuceo, repiten los párrafos más conmovedores, las frases más efectivas; y mientras el agua que duerme en el fondo de sus pupilas tenebrosas salta un momento a la superficie, en chispas de diamantes, se vuelve hacia mí y repite:
—¡Qué hermoso! ¿Verdad? ¡Qué hermoso!... ¡Me enternezco! ¿Qué, a usted no le gusta?
Sonrío y contesto que sí me gusta mucho. No tengo pujos críticos cuando estoy con Rita. Todo es admirable; el almizcle de París que desempaquetaron la víspera, el bacalao de Noruega de Ibsen, la ferranchinería romántica, las moralejas garbanceras, sensibleras, genuinamente nacionales, el efectismo de chafarrinón... No me importan estilos, géneros, corrientes ni moldes; en pos de la neurótica, aprendo a viajar por fuera de mi juicio. Alguna vez que se me ha ocurrido censurar al autor, sonreír de una inverosimilitud, Rita me ha atajado, murmurando:
—¡En la vida pasan cosas..., vaya, más gordas que todo eso!
He sacado en limpio que Rita vive de una pensioncilla que le pasa su abuela materna; que su madre murió hace bastantes años; que de su padre no se sabe a punto fijo el paradero —se le sospecha en Manila otra vez—, y que la abuela, señora pudiente de Sanlúcar, aunque manda a su nieta limosna, no ha querido volver a verla; sin duda la maldice. Mi información ha sido fragmentaria: hoy arranco un pedacillo de verdad, mañana otro; y queda, detrás de los hechos escuetos que voy ensartando como pájaros muertos por varilla de cazador, un infinito de historia, un secreto que presiento y que me irrita, como la fragancia de vino encerrado, inaccesible, al bebedor de oficio.
Mi tesis con Rita es persuadirla indirectamente de que morir no hace mal; de que el instante decisivo no lleva aparejado ningún tormento. Observando que cuando ha dormido bastantes horas está contenta, le predico la identidad del sueño con la muerte, sin más diferencia