La sirena negra. Emilia Pardo Bazán

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La sirena negra - Emilia Pardo Bazán Clásicos

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—y mi tono era irónico.

      —¿Opinión? ¿No he de tenerla? —saltó, disparando con cerbatana las sílabas, que me azotaron airadas—. A la primera palabra de semejante delirio, Trini te dirá, y con razón, que ella no está para cuidar chiquillos espurios, y no tiene por qué cargar con el que le encajas. Que santo y bueno tomarse molestias por los hijos propios, pero por los ajenos, memorias. No conoces a Trini, hijo. Pretendientes le sobran que no le impongan condiciones raras y obligaciones fantásticas. ¡Pues digo!...

      —Si Trini me amase —articulé sosegadamente—, amaría a la criatura, por cariño a mí. ¿No viene hoy a almorzar? La interrogaré. Tú no la prevengas: déjala seguir su impulso.

      Una hora después llegó Trini. Me había vestido prestando suma atención a los pormenores de mi traje. Sentía emoción de cadete, ante la esperanza no tanto de que Trini me quisiese lo suficiente para acoger en un arranque tierno, de mujer y madre, a Rafaelín, sino de que, ante su arranque, naciese en mí el verdadero amor. Lo que me hace palpitar viene del interior de mi ser: no puede venir de fuera. Si Trini se revela, si vibra... —calculaba yo—, siento que vibraré también; y no será como con Rita, una atracción perversa, seudorromántica: será el amor completo, con su raigambre poderosa, que nos adhiere a la tierra; será el hogar, con humareda azul de ilusión —porque el hogar, con solo el humo del puchero, lo que es yo no me siento capaz de resistirlo—. Y, enajenado, consagré tiempo al lazo de mi corbata, a la clavazón en él de la gruesa perla redonda, a atusar el pelo, a frotar con el pulidor las uñas. Iba tan brillador de ojos y tan amador en mi porte, que Trini, al estrechar mi mano, se arreboló, olfateando sutilmente, como hembra, que algo impensado ocurría. Yo (soy muy desconfiado) había estado en acecho, y salido a encontrarla en la antecámara, temeroso de los manejos de Camila. Almorzamos, alegres y decidores los novios, mi hermana fruncida, encapotada y pesimista. Según su perro humor, el asado era un carboncillo, las tostadas del té unas virutas, y las quenefas del volován eran de escayola. Trini se reía enseñando sus encías jugosas y vivaces, su fresca lengüecilla inquieta entre la doble fila de gotas de leche cuajadas de la arqueada dentadura. Me daban tentaciones de caricias atrevidas, y sentía por Trini escalofrío humano, ansia celestial. Cien años que viva (¡no me faltaba sino vivirlos!), no olvidaré el encantador almuerzo, al canto de la chimenea activa y roja, respirando el aroma de las violetas tardías y los claveles blancos tempraneros, que adornaban el centro de plata, en honor a Trini, a ella; entonces sí que se lo llamaba interiormente... Por debajo de los encajes gruesos del mantel cogí su mano, que no se retiró. Aún estábamos eléctricamente asidos, cuando se levantó con un pretexto cualquiera Camila y nos dejó solos. Trini, sofocada, hizo un movimiento para seguirla; yo protesté, apretando más la mano de seda y clavándome con deleite en los pulpejos las sortijas del meñique. Ella comprendió que llegaba la hora decisiva de aquel noviazgo hasta entonces tan soso y borroso, y sus ojos, avergonzados, buscaron el dibujo de la alfombra.

      —¿Trini? —suspiré—. ¿Sabe usted que esta mañana le dije a Camila que nuestra boda es inminente?

      —¿Camila? —tartamudeó ella agarrándose a lo que podía ayudarla a disimular su confusión—. Dice usted que Camila... ¿Estaría por eso de tan mal talante? —y sonrió a la hipótesis.

      —Por eso precisamente, no. Va usted a saber por qué, Trini... —Acerqué mi silla, solté la mano y nos reclinamos, muy próximos, en la mesa—. Escuche y pese la respuesta... ¡No venga usted hasta que le llame! —ordené al criado que entraba trayendo leña—. Trini, yo trato a una mujer, y esta mujer tiene un niño.

      Ella se demudó.

      —Ya lo sabía. ¿Para qué me lo dice usted?

      —Porque el eje de esta conversación es eso: la mujer, el niño; sobre todo, el niño..., ¿se entera usted, amiga mía?

      Trini indicó el gesto de desviarse, pálida y turbada.

      —¡Por Dios! No así, Trini, no así. Hay que escuchar, y sobre todo hay que entender. Cuando usted haya entendido, decide. A la mujer la visito diariamente, pero no tengo con ella más relación que visitarla... Como si fuésemos hermanos. ¿No lo cree usted? No tengo para qué mentir. Es una enferma, una tísica. Si eso puede contribuir a la tranquilidad de usted, no la veré más.

      —Pero el pequeño... No es... No es... —murmuró la muchacha, sin resolverse a concluir, y mostrando confusión y acortamiento.

      —¿Mío?... Según como usted comprenda la idea de pertenencia y propiedad. No he besado a su madre nunca. Sin embargo, mío es el niño, porque mío quiero que sea... Fíjese usted. Tampoco usted es mía, y por el amor puedo apropiármela. El niño tiene mi sangre espiritual. De manera que es mi hijo.

      —Todo eso... lo encuentro rarísimo... Perdone usted, Gaspar; me cuesta trabajo entenderlo.

      «Malo, malo —discurrí en mi interior—. Corta de entendederas, corta de cara, carirredonda... ¡Malo! ¡Esta no es mi hembra!». Y una melancolía súbita me envolvió en su crespón inglés. No argüí nada; ella porfió:

      —No se explica... Trate usted, por lo menos, de que yo acierte a descifrarlo.

      —Creo que no podrá usted. Esto se descifra mediante un impulso, una corazonada. No haciéndose cargo de pronto, es ya difícil... ¡En fin! —Y resoplé desalentado—: ¿No hay mil cosas inexplicables? Figúrese usted que le pidiesen explicaciones del por qué quiere un hombre a una mujer; del por qué nos es simpática una persona, y otra insufrible... A mí ese niño me ha dado la grata sorpresa de inspirarme un interés que me... me distrae de otros pensamientos... algo... algo peligrosos; ¿te enteras, Trini? —Y al brusco tuteo, uní la caricia inesperada, un estrujón, un raspón a la mano contra mi bigote. Ella se encendió, su respiración se apresuró, y dijo balbuciente: —No, Gaspar... No me entero... Pero es lo mismo. ¿Qué pretende usted? ¿Qué desea usted de mí? A ver si hay medio...

      —Trini, si nos casamos, el niño se vendrá a casa... Serás su madre. ¿Lo serás?

      Un esguince. Los ojos pestañudos, antes terciopelosos como uvas negras, se hincaron en mí, fieros, enojados.

      —¡Ah! Era eso...

      —¿No aceptas?

      —No... No sabía... Creí que se trataba de otra cosa; de darle edu

      cación, de no abandonarlo. Eso, bueno... Pero ¿en casa? ¿Conmigo? ¿Qué se diría? ¿Qué papel haría yo?

      Me incorporé. El almuerzo me pesaba como plomo en el estómago, y el calor de la chimenea me asfixiaba. Volví las espaldas, sin saludar, sin despedirme, y a paso lento me retiré a mi cuarto. Trini dijo no sé qué; acaso pronunció con ahínco mi nombre. No hice caso alguno. Ya en mi habitación, tomé sombrero, abrigo, guantes, y me fui a ver a Rita.

Laurel, pie de página

      IV

      La encontré con una hemorragia. La palangana, llena de coágulos, descansaba sobre una silla. Ella, echada en su humilde cama de hierro, apenas respiraba. Me sonrió doloridamente, como al través de un velo. La niñera y única sirvienta, la guipuzcoana Marichu, entretenía a Rafaelín por medio de un carro hecho de dos carretes y unas cañas. Pero el niño, al verme, dejó sus juegos y vino a agarrarse a mis piernas.

      —¡Bapar! ¡Aúpa!

      Lo aupé, le besé los ojos, lo apreté firme. Reía a chorros, pegándome manotazos y tirándome de

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