La sirena negra. Emilia Pardo Bazán
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Mientras esperaba la infusión que había de despabilarme para la vela, me senté en el sillón de raído forro. Colocado de espaldas a la puerta de la alcoba, y bastante próximo a ella, el cuchicheo que partía de allí me llegaba en truncados sonidos, como si el diálogo estuviese en verso y los que dialogaban se interrumpiesen y luego acentuasen con trágico énfasis un trozo, un arranque más sentido de la poesía. Acechador involuntario y cobarde, no entendía yo bien las frases, pero alguna palabra era para mí cual son en los antiguos gráficos de ignorado idioma esas letras repetidas y ya descifradas, que permiten interpretar, por relación de lo conocido, lo que se desconoce. A veces, no oía distintamente un vocablo; lo que me guiaba en mi malvado espionaje de un alma era el acento con que pronunciaban lo que no oía. La voz del sacerdote, sobre todo, me daba luz, siniestra luz. Tenía el timbre sordo y ahogado de un grito que se sofoca por terror. Y la penitente, enfervorizada, hablaba con singular energía, con no interrumpido bisbiseo vehemente, como si vaciase el absceso purulento de tanta iniquidad, apretando duro para expulsar todo lo nefando. Me sería imposible decir si entendí nada concreto de la terrible conversación; y, sin embargo..., entre modulaciones de voz, interrupciones, preguntas, gemidos, fraseo desgranado —Yo repetía para mí...—: «Era eso, era eso...». ¡Sublime horror pagano, tremenda carga en la conciencia católica...!
Sin embargo, la nube de espanto se despejó; se apaciguó el murmullo, convertido en una especie de himno o plegaria de reconocimiento. La mano del sacerdote, bendiciendo, se interpuso ante la luz de la alcoba. ¡Rita estaba perdonada!... La pobre alma, transida de espanto, sudando hielo y castañeteando los dientes, se calmaba, se envigorizaba, y, agarrada a un cabito de seda blanca, iba a atravesar valerosamente el puente del abismo...
En efecto: cuando el viejo salió del dormitorio, tembloroso, desemblantado, horripilado de lo poco que se parece la realidad a los libros con polilla, y de cómo las viejas fábulas mitológicas no están solo en las ediciones de viñetas, sino que se codean con nosotros en las calles, y me precipité a ver en qué estado se encontraba la enferma, la faz verdiblanca sonreía expresando beatitud. Las pupilas de asfalto se fijaron en mí, invitándome a compartir aquella dicha.
—¿Qué tal? Mejoría, ¿eh? Doctor: acérquese...
—Sí, mejoría —repitió sin convicción—. La respiración no es tan... —se interrumpió; yo adiviné el término exacto que suprimía, «tan estertorosa». ¡El estertor!...
—Don Gaspar —murmuró Rita; y comprendí su ruego, y me incliné. En mi oído, deslizó:
—¿No abandonará al niño?...
—Palabra. No temas —dije, con tuteo fraternal.
—Poco trabajo le dará... Ese niño no puede vivir...
—No digas locuras... ¿Por qué?
—Porque no lo consentirá Dios Nuestro Señor... No puede consentirlo... Oiga, don Gaspar... Prométame... Si vive, que entre en un seminario..., en esos colegios para estudiar la carrera de cura... ¡Y mejor, en un convento de frailes!...
—Así se hará, mujer... Descansa... Tu hijo es mi hijo...
Agarró mi mano y pugnó por apretarla fraternalmente, según costumbre; pero estaba tan débil, que no acertó. Yo halagué sus sienes y su melena alborotada, lacia a trechos de sudor, crespa y como erizada a trechos también —extraña melena que parecía apuntada a brochazos por artista genial—, y ordené con despotismo, sugestionándola:
—Ahora, cucharadita de poción, y a dormir.
Absorbida la poción calmante, arreglado el emboce de las sábanas, subido el colchón a empujones, recogí la luz y la puse sobre la cómoda de la sala, detrás de un jarroncillo con flores artificiales. El doctor secreteaba opacamente con el confesor. Este se volvió y me previno.
—Avisaré en la parroquia para que mañana venga el viático. Aprobé y lo acompañé hasta la puerta.
—El coche que nos trajo aguarda... Está pagado... Mil gracias, amigo don Andrés... A propósito. Tengo para usted un ejemplar raro de la Aminta, con grabados en madera... Se lo enviaré en cuanto esta infeliz...
—¡Se acepta con reconocimiento!; pero supongo que no será por recompensarme de molestia alguna, porque, al contrario, mi obligación es la que acabo de cumplir... Por penosa que sea...
Y temblaba aún, ligeramente, arropándose en el manteo, susurrando ¡brrru!
Cuando volví a la sala, el médico salía de la alcoba.
—Reposa... Debía usted reposar también un rato. Yo velo.
—Nada de eso. Échese usted en el sofá; estoy de guardia.
Me habían servido el café, y aguardaba, frío ya. A mí me gusta más frío que caliente: me retrepé en la butaca y empecé a beberlo a sorbos, con placer nervioso, semiespiritual. Tumbado en el sofá, el doctor, robusto y lastrado de coñac excelente, había cogido el sueño al vuelo y dormía con la boca abierta, modulando a ratos un comienzo de ronquido. Me serví café otra vez, más engolosinado que la primera. Una excitación lúcida se apoderó de mí: en excitaciones semejantes las ideas son como ágiles saltatrices; hay una labor cerebral de devanadera; un tropel de representaciones; todo parece inminente, inaplazable, cual si urgiese resolver el negocio de nuestro destino sin un punto de dilación. La tristeza de lo frustrado se hizo trágica en mí. A las doce de la mañana de aquel mismo día, me alborozaba aún la perspectiva de la humareda azul del hogar. Y no era la humareda lo que yo echaba de menos —todas las humaredas me son indiferentes—. Era mi deseo, mi sueño de la humareda, mi sueño de vida, lo que añoraba. Nada vale nada; solo vale algo el deseo que sentimos de poseer o realizar las cosas.
Abiertos los ojos a la penumbra, pensaba en la que va a desaparecer después de sufrir tal suplicio en su corazón, selva de plantas ponzoñosas. Esa vaga incredulidad que nos asalta ante el no ser me dominó por un momento. ¿Era posible que Rita, la caprichosa, la vivaz, la que tanto se entusiasmaba y hacía tales extremos en el teatro, la que había padecido los furores de la antigüedad criminal, fuese mañana un poco de materia orgánica en descomposición? ¿Cómo puede suceder algo tan extraordinario en un segundo? ¿Por qué se arroja sangre si cesa de existir? Murió Rita, dirán. Entonces, Rita no es su cuerpo enmagrecido, no es sus cabellos foscos, no es su tez verdosa, no es su cuello de flor medio tronchada. Todo eso ahí estará... y Rita no. Puse sobre el velador los codos y sobre las palmas derrumbé la cabeza. Mi meditación se convertía en cavilación visionaria. Acaso dormía, acaso deliraba. El alcaloide del café concentrado actuaba sobre mi sistema nervioso, y con malsano goce dejé volar mi fantasía, provista de unas alas membranosas, gris oscuro, de murciélago, que acababan de brotarle.
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