Mi honorable caballero - Mi digno príncipe. Arwen Grey
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—Lo… lo siento —murmuró para sí, acercándose a Iris para cubrirla con el chal, ya que ella había caído en la silla y parecía incapaz de moverse. Ni siquiera Cassandra podía hacerla reaccionar—. Pero, señorita Ravenstook… Iris… debéis ayudarnos a identificar a ese hombre. Debéis recordar cómo iba vestido, su voz, cada detalle que os sea posible.
Cassandra se interpuso entre ambos, con el ceño fruncido y los brazos cruzados.
—Os aseguro, conde, que mi prima no está en condiciones de ayudaros en este instante, pero yo os puedo decir que, por lo que ella me dijo ayer, iba vestido como los hombres de vuestra guardia, con la máscara en forma de sol y la túnica de dios romano. Y si dudáis de ello, podéis preguntárselo a vuestro amigo, él estaba allí.
Charles volvió a negar con la cabeza.
—Señora, no estoy dudando de ella, os lo aseguro. También Benedikt fue testigo, no podría dudar de dos personas a las que aprecio. Si fue alguien de la guardia, el príncipe hará justicia, os lo juro —aseguró.
Cassandra hizo una mueca amarga.
—Creedme, confío muy poco en la justicia de los hombres.
—Pues deberíais confiar, señora. Mi señor puede ser algo ligero de cascos, pero es un hombre justo.
Ella no respondió y se agachó para sostener a su prima, que miraba sin ver por la ventana, ajena a su charla.
—No soy quién para juzgar a alguien a quien no conozco, conde. Y ahora, si no os importa, os agradecería que nos dejarais a solas.
Charles apretó los labios. Miró a Iris y sintió que su corazón se encogía. El chal había resbalado dejando otra vez a la vista las marcas que su atacante le había provocado en la clara piel.
—Dejadme hablar con él antes de hacer nada, por favor. Os prometo que se hará justicia —dijo con voz seca y tirante, repitiendo el gesto marcial que hiciera Benedikt apenas unas horas antes, ese entrechocar de tacones que hubiera resultado ridículo en otros hombres.
Cassandra lo miró mientras Charles observaba a Iris y supo que él no podía estar mintiendo, pues nadie que mirara a su prima con tanto amor podría fallarle jamás.
Cuando Benedikt llegó al pueblo, Peter llevaba horas inconsciente. Lo que quedaba de su disfraz estaba hecho jirones bajo un banco y su máscara reposaba en una mesilla baja junto a una jarra de vino vacía. El príncipe mostraba su desnuda anatomía a la luz del mediodía y sus ronquidos de borracho resonaban en la habitación a pesar de que su compañera de cama, una dama unos cuantos años mayor y muchos kilos más pesada que él, le daba manotazos para que se callara y la dejara seguir durmiendo la mona.
Con un suspiro, Benedikt se sentó en la silla y se preguntó si debería dejarlo dormir o si estaría en condiciones de responder a sus preguntas si lo despertaba. Por experiencia sabía que le costaría un par de días recuperarse, pero se temía que la joven Iris no tenía tanto tiempo. Era un milagro que el rumor sobre su deshonra no hubiera llegado todavía a los oídos de nadie. Muy pronto la gente empezaría a sospechar de su «indisposición» y comenzaría a hacer preguntas, y su padre no era la persona más indicada para disimular y capear el temporal.
Por desgracia, la situación salpicaría también a su prima, que vería perjudicados sus intereses en el caso de que deseara un buen matrimonio. Por fortuna ella le había dicho que no tenía intenciones de casarse. Eso era una buena noticia, porque en cuanto se propagara el rumor de lo que había ocurrido en el baile, sus posibilidades de hacerlo serían las mismas que si tuviera alguna enfermedad vergonzosa.
Sin saber el motivo, la idea de que Cassandra no encontrara a nadie de su gusto con el que contraer matrimonio le produjo un extraño regocijo. Emitió una risa queda que quedó ahogada por un ronquido especialmente agudo por parte de su señor, lo cual le recordó la situación en la que se hallaba.
—En fin, no tenemos toda la vida, amigo —se dijo, tomando la palangana con agua sucia que había junto a la ventana.
Mientras lo oía maldecir en varios idiomas y jurarle que lo despediría, lo exiliaría, lo empalaría, lo desmembraría y varias cosas terribles más a las que ya estaba acostumbrado, su mirada recayó en la máscara en forma de sol sobre la mesilla. El atacante de Iris Ravenstook llevaba una máscara idéntica a esa, al igual que el resto de los miembros de la guardia. ¿Cuántos de los invitados llevaban máscaras similares?
Ni siquiera la salida de la camarera tras llevarse lo poco que encontró de valor entre las pertenencias de Peter le sacó de su ensimismamiento.
Para cuando el príncipe se hubo despejado, mojado como un gato bajo la tormenta, Benedikt tenía muy claro qué preguntarle. Preguntas cortas y sencillas, pues su señor no estaba en condiciones de responder con discursos elaborados.
—¿Cuántos miembros de la guardia os acompañaron anoche?
Peter miró a su alrededor, como si esperara que sus hombres todavía estuvieran en algún lugar de la habitación. Se levantó para ir a buscar algo para beber y se miró con sorpresa al descubrir que estaba completamente desnudo. Benedikt le tendió la ropa que le había llevado, sin esperar ningún tipo de agradecimiento, y le sirvió un vaso de agua cuando él fue incapaz de enfocar la jarra.
En cuanto lo tuvo sentado y vestido le repitió la pregunta.
—Estaban todos, aunque a Charles le perdí la pista a medianoche. Desde que está enamorado, se ha convertido en un tipo casi tan aburrido como tú —lo acusó.
Benedikt suspiró y miró a su señor con algo parecido a la lástima. En esas condiciones no se lo podía llevar a casa.
—¿Estáis seguro, Alteza?
—Podré ser un borracho, pero todavía sé contar —replicó Peter dejándose caer sobre la cama con un terrible ruido de muelles oxidados.
Para cuando Benedikt salió de la habitación, Peter de Rultinia roncaba otra vez y sabía que era inútil intentar despertarle.
Si el príncipe tenía razón y todos los hombres de la guardia estaban con él, y también Charles lo aseguraba así, tenía que averiguar cuántos invitados más iban vestidos como ellos.
Y ojalá para entonces no fuera ya demasiado tarde para la muchacha y para su familia.
Diez
Para cuando Benedikt regresó a la mansión, ya era casi de noche y llovía. Dejó la capa y la pelliza empapadas en el suelo de mármol del vestíbulo, ante la mirada horrorizada del mayordomo, y subió las escaleras en grandes zancadas rumbo a la habitación de la señorita Ravenstook.
Apenas había golpeado la puerta un par de veces cuando una furibunda Cassandra abrió y lo miró con el ceño fruncido, con un dedo ante los labios, indicándole que permaneciera en silencio.
Solo cuando él hizo una reverencia a modo de saludo y la salpicó con su empapado cabello,