Mi honorable caballero - Mi digno príncipe. Arwen Grey
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Mientras se sentaba ante la chimenea, cepillo en mano, repasó en su mente todos los encuentros que habían tenido desde la noche anterior.
¿Había dado ella a entender algo que no debía?
Lo que era más grave, ¿habían cambiado los hechos su relación con sir Benedikt?
Era cierto que ahora ya no sentía deseos de estrangularle cada vez que lo veía y que su sonrisa burlona ya no la irritaba tanto como antaño, pero eso no quería decir que él le agradara, en absoluto, se dijo con cierta molestia.
Lo que sentía por él era un gran agradecimiento por lo que estaba haciendo por su prima. Sentiría algo similar por cualquier hombre que hubiera hecho lo mismo. En ese sentido, lo que había dicho en la cena era completamente cierto, él era un caballero para ella como ningún otro, ya que la ayudaba a pesar de que no la soportaba.
Se negaba a pensar en el momento en que había estado a punto de besarla y en que, por un instante, un ridículo y diminuto segundo, casi lo había deseado.
Apretó los labios en un gesto de disgusto y comenzó a cepillar sus cabellos con energía. Por fortuna, en cuanto se solucionara el asunto de Iris, las aguas volverían a su cauce y ya no tendrían que intercambiar más que alguna que otra palabra de compromiso, lo cual sería un alivio para los dos. Estaba convencida de que ambos lo agradecerían, se dijo, mirando con fijeza los dibujos que hacían las llamas en la oscuridad.
Doce
Joseph hizo una finta con su sable. Bruno apenas pudo detener la estocada de su señor, evitando el corte en el pecho por apenas unos milímetros. Se lo quitó de encima como pudo, con un burdo empujón, mientras perdía el equilibrio, ocasión que aprovechó Joseph para colocar su sable en el cuello de su rival, más débil a pesar de su mayor peso y envergadura. El joven apretó su sable sin embotar contra la tráquea de su adversario hasta que vio brotar una gota de brillante sangre roja y los ojos de Bruno se abrieron de par en par a causa del terror, sin saber si aquella vez su señor sabría controlar sus impulsos.
—Señor —dijo Conrad a sus espaldas, llamando su atención. Sus ojos delataban su miedo, aunque fingió ligereza al tenderle un paño húmedo y caliente con el que secarse el sudor—. Será mejor que os refresquéis si no queréis llegar tarde a la comida.
Joseph lo ignoró durante unos segundos eternos, mientras giraba la cabeza hacia un lado y apretaba la punta del sable todavía un poco más, haciendo que la gota de sangre se convirtiera en un pequeño hilillo que corría por el cuello de su criado.
Bruno se estremeció de terror, sin poder evitar que su mirada se paseara de su señor a Conrad, suplicando su ayuda.
Al verlo, Joseph pareció volver en sí con una sonrisa de pesar. Apartó el sable, miró el filo sucio de sangre y se lo lanzó a Bruno con una mueca de asco. Luego extendió una mano y se la ofreció a Bruno para que se levantara. Este la miró durante unos segundos antes de tomarla e impulsarse para ponerse en pie. Miró a su señor desde una distancia prudente.
—Por favor, discúlpame, Bruno, no sé qué me ha ocurrido —se disculpó Joseph sin poder apartar la mirada de la herida todavía sangrante en el cuello de su ayudante.
Antes de que pudieran detenerle, Joseph se alejó con paso rápido rumbo a la mansión, mientras Conrad y Bruno le miraban sorprendidos.
Conrad no se detuvo para ayudar a su camarada, sino que siguió a su señor al interior de la casa y se apresuró a prepararle un baño rápido y la ropa que usaría durante la comida.
Desde la noche del baile, su señor no había salido del dormitorio y esa mañana parecía sentirse como un león enjaulado, preso de una insólita energía. No le extrañaba que hubiera perdido el control en la lucha contra Bruno, ya que Joseph era un gran espadachín y en ocasiones perdía la noción de la realidad cuando luchaba, olvidando que se trataba de un mero entrenamiento.
—Señor…
—¿Sí?
Conrad dudó unos instantes mientras añadía un poco más de agua fría al baño. Joseph gruñó al sentir el agua cayendo por su cuerpo, tenso por la excitación y la exaltación del ejercicio. Todavía tenía el ceño fruncido por lo que había ocurrido y apenas había pronunciado una palabra desde el incidente con Bruno.
—Quizá deberíais salir más de vuestro dormitorio y mezclaros con los demás habitantes de la casa. Estáis demasiado tenso y eso os provoca…
Joseph abrió los ojos y clavó una mirada tan fría en su criado que este se arrepintió al instante de haber hablado.
—¿Desde cuándo tienes derecho a inmiscuirte en mis asuntos personales? Maldito seas.
Conrad se estremeció ante su mirada y su tono. Joseph sonrió y le lanzó el trapo que había estado usando para restregarse el cuerpo, empapándole el frente de la camisa.
—Me alegra que te preocupes tanto por mí. Eres un buen hombre, Conrad. Y ahora sé bueno y prepárame la ropa. Creo que tienes razón en cuanto a lo de mezclarme con los demás. A estas alturas lord Ravenstook y esas muchachas deben de pensar que soy un ermitaño. ¿Sabes? Creo que voy a pedirles que me lleven a visitar esas famosas ruinas, ¿qué te parece?
El criado asintió, aunque no pudo evitar notar que había un cierto tono forzado en su voz.
—Os sentará bien el paseo, señor.
—Conrad… dile a Bruno que lo siento, por favor.
El criado sonrió.
—Estoy seguro de que él sabe que no deseabais hacerle daño, señor.
Joseph sonrió.
—Supongo que no —respondió antes de salir de la habitación rumbo al comedor.
Cassandra se sorprendió cuando vio que Iris se levantaba y se preparaba para bajar a comer con los demás.
Se acercó a ella y le tomó una mano. La joven rubia le devolvió el apretón con sorprendente fuerza y le sonrió.
—Avisa a Susan para que me ayude a peinarme, por favor.
—¿Estás segura de que estás bien?
Iris intentó tranquilizar a su prima, pero no pudo evitar un ligero temblor en su voz al responder que debía parecer fuerte para no preocupar a su padre más de lo debido. Cassandra comprendió que tenía razón, si Iris no aparecía pronto, habría demasiados rumores en los alrededores, si no los había ya.
—Iré a buscar a Susan y a avisar a Ursula de que bajarás a comer. Mi tío estará encantado de no tener que avisar al doctor. Ayer sospechaba de una terrible epidemia —comentó, aparentando una ligereza que no sentía.
Mientras dejaba a su prima a solas, se preguntaba cómo reaccionaría al encontrarse entre los invitados de su padre, ya que todavía creía que