El bienestar emocional. Joan Piñol
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Todos somos elementos químicos del universo. Si fuéramos al supermercado de la vida, ¿qué compraríamos para crear una persona? Las personas adultas estamos formadas por 43 kg de oxígeno, 16 kg de carbono, 7 kg de hidrógeno, 1,8 kg de nitrógeno, 1 kg de calcio, así como 0,8 kg de fósforo, 0,1 kg de potasio, 0,1 kg de azufre, 0,1 kg de sodio y 0,1 kg de cloro (además de otros elementos como magnesio, hierro, flúor, zinc, cilicio, rubidio, estroncio…).
Y esta es también la historia de nuestra vida. Desde que nacemos nos configuramos como personas, pero para poder llegar a ser luz y llegar al bienestar emocional, primero partimos del desconocimiento, de la oscuridad, del no saber, y es necesario ese tiempo de construcción propia a partir del conocimiento del ser humano. Como decía la letra de una canción de Mago de Oz: «Cuando oigas a un niño preguntar “por qué el sol viene y se va”, dile “porque en esta vida no hay luz sin oscuridad”».
Para pasar del desconocimiento al entendimiento del bienestar emocional debemos centrarnos brevemente en la formación de la vida, y para ello me he encontrado con varias teorías: que la materia orgánica pudo haber llegado desde el espacio, a través de algún meteorito, o que se generó a través de la misma Tierra por las células procariotas, que son unos organismos unicelulares sin núcleo. Las respuestas nos aportan seguridad y esta, a su vez, tranquilidad y bienestar emocional.
Como profesional especializado en ciencias, soy más de la creencia de la aparición de las células procariotas que, surgiendo de las moléculas generadas por la propia energía química de la Tierra, adoptaron la luz solar como fuente de energía, siguiendo los pasos de los planetas de la Vía Láctea. Millones de años más tarde, esas células trasmutaron a bacterias capaces de realizar la fotosíntesis, por lo que se empezó a consumir el CO2 de la atmósfera para liberar oxígeno; y, con ello, se formó la capa de ozono que absorbió gran parte de la radiación ultravioleta del Sol.
Así, los organismos unicelulares que llegaron a la superficie de la Tierra tuvieron mayores probabilidades de sobrevivir y poco a poco se fue desarrollando la vida y las especies: primero los dinosauros y, posteriormente, los mamíferos, y entre ellos, nuestros primeros antepasados: los primates.
Segundo cuento. La especie humana y su evolución
Hace 6 millones de años, un pequeño mono africano fue el primer ancestro de nuestra raza, así como de los bonobos y chimpancés. Esto nos indica que conocer a nuestros antepasados es también conocernos a nosotros mismos. Sus conductas, su manera de relacionarse también forma parte de nuestro ser y, por ese motivo, vamos a profundizar un poco más en ellos, en nosotros; pues, como dijo Galileo: «La mayor sabiduría que existe es conocerse a uno mismo».
¡Así que… allá vamos! Al analizar el genoma humano y su proceso evolutivo, se ha descubierto que el Homo sapiens comparte casi el 99% de sus genes con el chimpancé y el bonobo. Para mayor precisión, el genoma de cualquier individuo de nuestra especie tiene una diferencia únicamente del 1,24% con respecto al genoma de los chimpancés y un 1,62% con respecto al de los gorilas. Si hay tan poca diferencia entre nosotros y ellos, imaginaros la cantidad de pensamientos y sentimientos en común que tenemos entre nosotros mismos, los humanos. Eso nos indica que, al final, todos acabamos operando de maneras similares, exceptuando nuestras peculiaridades; por eso estoy convencido de que este camino que estás iniciando con esta lectura te ayudará personalmente.
El primer punto en común entre nosotros, a diferencia de nuestros parientes primates, es la bipedestación.
El clima variaba continuamente, no había casi árboles y nos teníamos que desplazar, para buscar comida y agua, por el suelo, con lo cual no veíamos lo que teníamos delante y éramos muy fácilmente devorados por las bestias. Tras muchos años de evolución, empezamos a caminar sobre las dos patas traseras.
Ya éramos plantígrados y nuestro cerebro iba creciendo y evolucionando. La adaptación de nuestra raza ante tales circunstancias hizo que fuéramos capaces de caminar erguidos. Esta evolución adaptativa tiene vital importancia para conocer por qué somos así en la actualidad.
En definitiva, todos pasamos por procesos de cambio, tal como lo han hecho nuestros ancestros y, a lo largo de nuestra vida, debemos adaptarnos a las dificultades que surjan para salir más fuertes. Ya lo decía Charles Darwin: «No es la más fuerte de las especies la que sobrevive, tampoco es la más inteligente la que sobrevive: es la que se adapta mejor al cambio».
Tercer cuento. Nuevos orígenes en África
Los cambios son necesarios, y, citando otra vez a Darwin: «En la lucha por la supervivencia, el más fuerte gana a expensas de sus rivales debido a que logra adaptarse mejor a su entorno». Y eso fue lo que sucedió.
Los primeros homínidos bípedos fueron los australopitecos, de los que se conservan esqueletos muy completos, un ejemplo es el de la famosa Lucy. Su desaparición se ha atribuido a la crisis climática que hace unos 2,8 millones de años condujo a una desertificación de la sabana, con la consiguiente expansión de ecosistemas esteparios.
El Homo habilis, el antepasado más antiguo del género humano apareció hace aproximadamente 2,4 millones de años. Su desarrollo evolutivo se produjo gracias a la introducción de la carne en su dieta, lo que provocó un aumento del cerebro y de sus capacidades cognitivas al incorporar una mayor cantidad de micronutrientes en su alimentación. Finalmente, desaparecieron hace 1,6 millones de años, dando paso al Homo erectus.
El Homo erectus fue el primer tipo de homínido capaz de manipular y trabajar con el fuego. De esta manera, pudieron batallar contra el frío y alimentarse de animales después de cocinarlos. Por lo tanto, su ingesta de carne era muy elevada, lo que generó modificaciones en las mandíbulas y en el cráneo. Más tarde, aparecieron el Homo Neanderthal y el Homo sapiens, que coexistieron hace unos 230.000 años.
Como se puede observar, los cambios son constantes y el acto de sobrevivir viene impregnado en nuestro ADN; por eso tengo la certeza de que cualquier ser humano es capaz de adaptarse a los estragos de la vida y superarlos. Para comprobarlo, solo tienes que echar la vista atrás, tanto hacia la historia universal como a tu vida personal. No eres la misma persona que hace unos años y no lo serás dentro de un tiempo. Evolucionamos.
Los instintos de la evolución
Esta breve introducción histórica me permite destacar la idea de que toda la evolución se debe a los instintos naturales que nos han permitido competir con la crudeza de la selección natural. Esos instintos, acumulados durante millones de años, se instalaron en nuestro cerebro como naturales: la supervivencia del ser (miedo), la supervivencia de la especie (reproducción), la jerarquía (poder y sumisión), la territorialidad (propiedad), las relaciones sociales, la ira, el éxito, la sorpresa, el asco, la tristeza y la alegría. Hace tan solo unos pocos miles de años que hemos empezado a disponer de más tiempo, para dedicarlo no solo a la supervivencia, sino también a la organización de pequeños grupos, es decir, a la convivencia humana.
En consecuencia, nuestro cerebro empezó a crecer gracias a una mejor alimentación y a nuevas emociones sociales que surgían de las relaciones entre los clanes, y es probable que de esta manera naciera el sentimiento de colaboración.
Partiendo de esta idea, evolucionemos; así que utiliza este libro como herramienta para llegar a tu bienestar emocional. Pero, antes, imagina por un momento que eres uno de esos primeros seres humanos, que te encuentras en medio de la naturaleza, pasas el tiempo cazando y recolectando, es decir, sobreviviendo… Las amenazas