Ideología y maldad. Antoni Talarn

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Ideología y maldad - Antoni Talarn

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       Serrano, I. (2003). Agresividad infantil. Madrid: Pirámide.

       Sotelo, I. (1990). «Violencia y modernidad. Prolégomenos a una reflexión sobre la violencia política». Claves de la Razon Práctica, 1, 47-53.

       Talarn, A., Saínz, F. y Rigat, A. (2013). Relaciones, vivencias y psicopatología. Barcelona: Herder.

       Todorov, T. (2000). Mémoire du mal, tentation du bien. París: Robert Laffont. Traducción castellana: Memoria del mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo XX. Barcelona: Península, 2002.

       Wieviorka, M. (2003). «Violencia y crueldad». Anales de la Cátedra Francisco Suárez, 37, 155-171.

       Zizek, S. (2008). Violence. London: Profile. Traducción castellana: Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Barcelona: Paidós, 2009.

      2. Consideraciones preliminares sobre el mal

      Se hace el mal cuando se causa un dolor o daño que se puede evitar. Creo que se puede aceptar esta conclusión si se prescinde de las ideas, ideologías o doctrinas y nos atenemos a lo que deseamos todos; no ser heridos, no ser dañados ni ofendidos en nuestra dignidad.

      Armengol, La moral, el mal y la conciencia

      Todos tenemos experiencia con el mal, aunque no hayamos alcanzado los niveles de Mr. Hyde. Algunos pocos reconocerán, honestamente, que lo han causado; muchos serán los que lo hayan sufrido y, es muy probable que seremos muchísimos más quienes lo hayamos consentido. Por tanto, si se nos preguntase qué entendemos por el mal o por la maldad, cada uno podría dar su versión, en función de su nivel cultural, sus creencias y, sobretodo, su biografía de agravios, padecimientos y consentimientos. Para algunos el mal quedaría representado por el diablo o el pecado, otros lo verían actuar bajo el amparo de la política o la economía y no faltaría quien lo relacionase con la enfermedad, la violencia o el abuso.

      Baumeister (1997) estudió las ideas que —mediadas por las noticias, las películas, las novelas, la propaganda, la divulgación, etc.— las personas elaboran sobre el mal y aquellos que lo provocan. Llegó a una conclusión de interés: percibimos el mal en base a lo que él denominó «el mito del mal puro». A esta percepción, en realidad una construcción social, la cataloga como mítica para resaltar lo que en ella hay de autocomplaciente, fantasioso y defensivo1. La considera un producto cultural, no siempre acorde con el conocimiento científico. El autor enumera ocho características del mito del mal puro, a saber:

      1) El malvado tiene la intención de infligir de forma deliberada daño a las personas.

      2) El que hace daño disfruta con ello. No se contempla en absoluto que el malvado pueda padecer ansiedad, disgusto o algún tipo de malestar emocional.

      3) Las víctimas del mal son inocentes, buenas y no realizan nunca el más mínimo daño. Y, por supuesto, la víctima no tiene ningún tipo de responsabilidad en lo sucedido.

      4) Los malvados son foráneos y no forman parte del grupo de pertenencia del que percibe la maldad.

      5) Los malvados siempre lo han sido. No se plantea cómo una persona ha llegado a tal nivel de maldad, sino tan solo cómo ha conseguido tanto poder como para ejecutarlo.

      6) El mal promueve el caos y se contrapone al bien que es la paz y el orden.

      7) Los malvados se mueven por egoísmo y poseen una alta autoestima.

      8) Los malos no se controlan a sí mismos, especialmente cuando están furiosos.

      A lo largo del presente texto iremos viendo cómo muchas de las facetas de este mito, cuya principal fuerza es la de permitirnos sentir que los malvados son los otros, no se corresponden con la realidad. En ocasiones todos podemos ser Mr. Hyde, si bien, por fortuna, en la mayoría de las personas predomina la faceta bondadosa sobre la violenta.

      Más allá de la subjetividad de cada cual, podemos preguntarnos: ¿Qué es el mal? ¿Mal y maldad son lo mismo? ¿En qué consisten? ¿Puede ofrecerse una definición clara del mismo, objetivamente válida y universal? ¿Es el mal equivalente a la violencia, es decir, mal y violencia son la misma cosa? ¿Tiene un único origen y una sola forma o existen diferentes tipos de causas y males?

      Por nuestra parte, consideramos que no se trata de un concepto especulativo al que se le puedan aplicar reflexiones relativistas del estilo: la verdad absoluta no existe, sino que existen interpretaciones múltiples de los hechos. Como nos enseña Bueno (García, 2000) el mal nos remite a hechos, a seres humanos, a los provocadores del mal y a los sufrientes del mismo, no a teorías. Los conceptos no existen, escribe Maillard (2018), lo que existe, existe en singular y en singular se sufre y se teme.

      Siendo así, resulta obvio que el mal no se puede estudiar en el vacío, como un ente abstracto, ya que se expresa en contextos, actores, ámbitos y circunstancias muy diferentes. Pero ello no implica que no pueda intentarse ofrecer una definición del mismo que pueda ser útil y aplicable en todos los escenarios posibles. Sin duda se pueden tener opiniones muy diversas sobre lo que es el mal, pero creemos que con la definición que vamos a manejar en las siguientes líneas quedará poco margen para las interpretaciones.

      1. El mal según Roger Armengol

      En no pocas ocasiones los estudiosos de los temas sociales podemos caer en un error epistemológico muy relevante: el de analizar los procesos observados sin tener en cuenta la vivencia de aquellos que los experimentan. Cierto es que no faltan las encuestas, las entrevistas y las declaraciones de los implicados pero, al menos, en algunos terrenos de estudio, estas informaciones apenas son tenidas en cuenta, publicadas o valoradas por los profesionales en cuestión. En este sentido, los literatos como Stevenson, nos aventajan por goleada, puesto que permiten a sus protagonistas expresarse con claridad.

      Por ejemplo, en la psicopatología y psiquiatría actuales2 la inmensa mayoría de artículos, investigaciones y textos no dan la palabra a las personas de las cuales se ocupan. El criterio biomédico imperante concibe el trastorno mental como un desajuste estrictamente biológico y, en consecuencia, considera que el sujeto nada tiene que aportar sobre su padecer. Este modelo procede del mismo modo con el enfermo canceroso que con el esquizofrénico: no se le pregunta la opinión a propósito del cómo y el porqué de su enfermedad. Una persona lega en medicina que sufre cáncer no puede decirnos nada sobre la mutación celular, la efectividad de la radioterapia o la recidiva de la enfermedad. Pero un ser humano con esquizofrenia sí puede ilustrarnos, y mucho, sobre en qué consiste tal padecer, qué cree que se lo ha causado y qué puede atenuarlo o acentuarlo. No se cae en la cuenta de que la voz de los pacientes con trastornos mentales puede enseñar tanto, o más, que el más erudito de los manuales y el más sofisticado ensayo de investigación.

      Viene esta reflexión a cuento porque, en nuestra opinión, muchos de los posicionamientos académicos sobre el mal están demasiado alejados con respecto a aquellos que pueden dictaminar con mayor precisión en qué consiste, es decir, los damnificados, las víctimas. Sin duda, se puede aprender mucho de la lectura de los libros de historia, de los manuales de sociología y de las grandes obras filosóficas. Pero, aunque no se le puede exigir al testigo o la víctima la objetividad del historiador, tampoco se puede obviar su relato, si se desea obtener un conocimiento lo más cabal posible sobre aquello que se está estudiando.

      En este sentido, Armengol, autor en el que basaremos esta parte de nuestro recorrido, tal y como ya reseñamos en la introducción, cierra un ciclo

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