Hacia la periferia. Fernando Calonge Reillo

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Hacia la periferia - Fernando Calonge Reillo

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profundizan hasta describir la manera como se relacionan las altas movilidades de las élites y la inmovilización de los seres humanos cotidianos. Así, en un análisis de las ciudades globales, se resalta cómo la situación de las clases altas de empresarios y de profesionales depende de la existencia de una amplia variedad de sujetos apresados en puestos de trabajo descualificados (Sassen, 2000: 133). Más que hablar de dos mundos desconectados, el de las movilidades y el de las inmovilidades, algunos autores aconsejan estudiar las formas concretas como se engranan y se sostienen mutuamente (Kellerman, 2006: 16) en la conformación de un nuevo orden social.

      El trasfondo sobre el que brillarían y destacarían las élites globales serían todas esas otras figuras y otros espacios inmovilizados que están habilitando su amplia movilidad. Entre estas figuras ordinarias, inmovilizadas y confinadas, se presentan tipos como los trabajadores en servicios personales en los hoteles, restaurantes y centros de consumo de las élites; empleados en la construcción, mantenimiento y operación de las infraestructuras para la movilidad; trabajadores en servicios de alojamiento de datos, trabajadores domésticos, para el cuidado y la asistencia personal de las élites, y un largo etcétera. Sus espacios cotidianos de vida los constituyen esos márgenes que quedaron fuera de los circuitos de las amplias movilidades, esos repositorios donde el nuevo capitalismo pueda explotar una gran masa de mano de obra precaria, vulnerable y descualificada (Davis, 2006: 46). En definitiva, todas estas figuras habrían quedado inmovilizadas en el sostenimiento de los complejos sistemas de movilidad (Elliot y Urry, 2010: 70) que estarían disfrutando estos triunfadores del nuevo sistema social.

      Sin lugar a dudas, esta interpretación rescata la dimensión política de una estratificación social basada en las movilidades. Se alcanza a advertir ese punto de sometimiento, donde el aprisionamiento de unos sujetos estaría sirviendo para que otros gocen de una efectiva y amplia movilidad. Esta relación de subordinación la podemos encontrar formulada de una forma directa y manifiesta. Sabemos que las élites globales manejan muy extensas y complejas cadenas de acción, que les permiten desplazarse contando con la garantía de poder dirigir, supervisar y actuar a distancia. Boltanski y Chiapello (2007: 363) señalan cómo buena parte de esos eslabones que constituyen las cadenas de acción de las clases altas son otros sujetos que han sido subordinados e inmovilizados en el cumplimiento de ciertas rutinas —atender llamadas, tomar recados, entregar documentos, cerrar agendas, y en general todas las actividades encargadas de representar al principal—. El que todos estos sujetos permanezcan vinculados a tareas más o menos rutinarias, desarrolladas en un lugar, es lo que permite que estos principales, que componen la élite móvil, puedan gozar de amplia flexibilidad y libertad para organizar sus propias movilidades. En esta medida se establece un vínculo de subordinación en donde los referidos principales construyen su autonomía sobre la inmovilización de los representantes, quienes, en cambio, no consiguen decidir libremente su cambio de lugar o de posición.

      Ahora bien, aunque se descubran esos efectos del poder que se constituyen sobre las movilidades presentes, la lógica analítica no deja de ser extremadamente simplificadora por partir de la lectura que impone el orden hegemónico. Se puede mostrar que los inmovilizados han sido confinados por las élites móviles; sin embargo, esta advertencia no deja de ser una simplificación al imponer una sola forma de vivir al presente la movilidad: las altas movilidades globales como única forma posible de construir una identidad social exitosa, y todo el resto de identidades como formas de sufrir el confinamiento o la movilidad forzada.

      Desde la literatura al uso, se reconoce también que en ocasiones no es tan evidente la relación de subordinación que se presenta entre las clases hegemónicas y las periféricas. Existen otras formas más indirectas de determinar las posibilidades y los recursos de traslado de aquellos seres humanos cotidianos. Así, los sistemas de movilidad tienden a organizarse en función de los medios privilegiados que encarnan más fielmente el paradigma de la sociedad y las identidades móviles de las élites. Hablando de la movilidad urbana, estos medios son claramente el automóvil privado, el cual, por el lado de las condiciones socioespaciales, permite un desplazamiento más rápido y flexible por la mayoría de los entornos urbanos presentes caracterizados por una creciente dispersión y fragmentación; por el lado de las condiciones identitarias, y frente a otros medios de transporte públicos, refuerza valores tan importantes para el sujeto presente como la libertad, la autonomía o la independencia. De esta manera, aquellos que cuentan con mayor capital de movilidad, las élites globales, están determinando las opciones que restan para los demás sujetos (Cahill, 2010: 87) en la medida en que el grueso de las inversiones se orienta a impulsar sus modalidades particulares de moverse a lo largo de la ciudad (Kellerman, 2006: 32). Esta distribución desigual de las opciones de desplazarse induce que las clases bajas, que deben trasladarse usando medios de transporte público anticuados, poco flexibles y saturados, tengan muchas más dificultades para moverse y vean de este modo agudizarse el enclaustramiento que las caracterizaba.

      Sea de una forma directa, o bajo modalidades indirectas, la literatura revisada sobre las movilidades presentes ubica a los sujetos periféricos al exterior de los circuitos de las amplias movilidades de donde las clases altas extraen los recursos para el incremento de sus capitales. Fuera de estos corredores, las clases bajas viven procesos de confinamiento al no poder viajar a los espacios que fraguan la acumulación, al tener que desplazarse penosamente dentro de las metrópolis desarticuladas. Es decir, los sujetos periféricos viven instalados en espacios desconectados y marginales. Inmóviles, no pueden tampoco dedicarse como antaño a construir lugares e identidades. En el presente mundo de las movilidades globales, como Bauman indica (2010: 9), el poder para determinar estos espacios pertenece ahora a unas élites globales que, al independizarse con sus amplias movilidades del espacio, se hicieron extraterritoriales. Con las élites se fugó el poder de autodeterminación; quedan aquellos sujetos periféricos, impotentes (Harvey, 1994: 371) y confinados a unos espacios ajenos y constituidos por lógicas y poderes inciertos que impiden cualquier recuperación del lugar.

      Desde la literatura revisada, se resalta que, al mismo tiempo que los sujetos periféricos carecen de la capacidad de acomodar sus lugares vitales, las características de estos espacios impiden cualquier tipo de identificación. Los espacios periféricos de que estamos hablando no son ya aquellos cualificados, espacios-texturas en cuyas nervaduras pudiera emerger la idiosincrasia de las identidades particularizadas. Los retazos de los espacios restantes, aquellos desconectados de los circuitos de la movilidad y la acumulación, son espacios funcionalizados y ampliamente abstractos. Al menos así han sido caracterizados al interior de las metrópolis latinoamericanas. La producción masiva de un hábitat periférico destinado a las clases pobres, dispuesta en conjuntos de varios miles de infraviviendas de ínfimas calidades, depara un entorno tan anodino que imposibilita cualquier intento por distinguirse identitariamente en él. En ese entorno abstracto y mercantilizado es imposible generar cualquier vínculo identitario e intento de apropiación. Como indica Alicia Lindón (2008: 142): “este habitante de la periferia habita en una colonia como si su casa estuviera en un plano geométrico o en medio de la nada. Si se ahonda la cuestión, se puede apreciar que detrás de ese significado que vacía discursivamente un espacio que no está vacío, se encuentra un profundo desarraigo e incluso un fuerte rechazo por el lugar”.

      En un entorno incierto y donde sólo las clases altas disponen de los recursos para articularse por los mejores proyectos, se corre el riesgo de generar una sociedad a dos velocidades (Castel, 1991: 294): la que pertenece a aquellos sectores hipercompetitivos, que se adhieren ansiosos a las exigencias de la competitividad económica global; y luego la del resto, de todos aquellos que vieron truncarse sus carreras y en algún momento estuvieron desanclados y estigmatizados. Desde la interpretación hegemónica, esta última sociedad se singulariza por su inmovilismo y por su rigidez, características de los seres humanos cotidianos, aquellos que quedaron comprometidos con un proyecto de por vida o con un espacio en específico (Boltanski y Chiapello, 2007: 119).

      Una sociedad a dos velocidades genera, al mismo tiempo, una brecha aspiracional. Mientras que el contexto de incertidumbre fomentaba en los más diestros el sentido del riesgo y el de buscar las mejores oportunidades, en esos otros sujetos periféricos crea un desplome de las aspiraciones y de

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