Hacia la periferia. Fernando Calonge Reillo

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Hacia la periferia - Fernando Calonge Reillo

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al proceso de humanización y es repudiado fuera del mecanismo explicativo propuesto. Las movilidades, que parecen caracterizar de forma tan aguda al mundo presente, serían un fenómeno que quedaría marginado desde el modelo de análisis compuesto desde la geografía humana.

      Al lector no se le escapará que esta descripción de la aparición de las identidades sobre el sustrato del lugar está sospechosamente impregnada de ciertas connotaciones bucólicas y románticas. No en vano, la mayor parte de los ejemplos que se aducen para sostenerla remiten a mundos perdidos, que tampoco sabemos si existieron en realidad: el mundo del navegante, el del labriego, el del campesino; figuras todas ellas en contraposición con las experiencias y los tipos humanos que posibilita la modernidad.

      Desde esta reconstrucción romantizada de lo humano, no faltan críticas a los procesos que inaugura el tiempo moderno y a la forma como amenazan aquel sustrato tan preciado del lugar y su correlato de humanidad. La mercantilización de amplios sectores de la ida humana supone una amenaza para el fenómeno fundacional del lugar (Cresswell, 2004: 58), porque impide una relación directa y auténtica de los grupos humanos con su espacio. La mercantilización de los espacios comporta su tematización, su transformación para consumos turísticos superficiales que imponen una actitud de la contemplación y el espectáculo, pero no de la experiencia y del arraigo. Al mismo tiempo, la mercantilización de la propia residencia, y la propia movilidad residencial que comporta, supone que se quiebran los vínculos y los compromisos duraderos entre los seres humanos y sus espacios, controvierten la posibilidad misma del hogar como sede de estabilidades desde donde abrirse en la relación con el mundo. En ese caso, la residencia sería otro objeto de consumo más, no un hogar, es decir, un espacio que se puede intercambiar con la misma frecuencia que el resto de objetos de consumo (Relph, 1976: 83).

      Desde la crítica a la modernidad que realiza este modelo analítico, se refiere también cómo el misterio y el aura que tenían anteriormente los lugares se pierden y desaparecen. El aura era una consecuencia de la manera única como el lugar albergaba a una comunidad humana distintiva, el encuentro irrepetible entre un espacio y un grupo social. En la actualidad, los modernos medios de transporte establecen una relación con el espacio que permite superar esta serie de encuentros reiterados y pesados de los colectivos con sus espacios. Las modernas velocidades admiten que el espacio no sea sufrido y experimentado; facultan la posibilidad de atravesarlo rápidamente convirtiéndolo en un espectáculo (Cresswell, 2006: 5). Resulta de esta forma que la característica más corrosiva que se cita de la modernidad la constituyen los amplios fenómenos de movilidad que comporta. La simple movilidad urbana, que responde a las exigencias de desplazarse por un espacio urbano funcionalizado y que separa el lugar de residencia del de trabajo, del de ocio, o de los religiosos rebaja el compromiso que se pudiera derivar de un habitar orgánico en torno a un solo lugar.

      Desde esta perspectiva crítica, se concluye que los espacios de la modernidad resultantes carecen de toda cualidad, son coordenadas que han dejado de expresar identidad, que se presentan esquivos a las relaciones humanas, y que carecen de todo espesor histórico (Augé, 2000: 83). Los espacios abstractos, que derivan de la conversión de sus valores de uso e identitarios en simples valores de cambio o en espacios para el consumo, o los espacios rápidamente atravesados al interior de los modernos medios de transporte, acaban configurando una nueva topografía de la modernidad no hecha ya más de lugares, sino de paisajes planos (Relph, 1976: 79).

      Desde estas lecturas se evidencia la profunda deriva moral que entrañan las anteriores construcciones en torno al lugar y las identidades. Bajo este prisma, toda la modernidad queda bajo sospecha por estar socavando lo más valioso del ser humano: realizarse y completarse en el arraigo en distintos lugares. Las movilidades que comporta la modernidad son las responsables de ese desapego por el lugar, pero, al mismo tiempo, por las comunidades y por los lazos sociales (Cresswell, 2006: 38).

      Y es que la modernidad provoca al mismo tiempo una alienación de los caracteres de los lugares, pero también de los individuos y de las comunidades que se encuentran ahora huérfanas de basamentos donde enraizar. Porque, insertos en aquellos paisajes planos, los individuos se ven forzados a no obtener sino experiencias romas y superficiales (Relph, 1976: 19). Esta nueva experiencia del espacio tiene su origen en la misma interfaz que antaño permitía una experiencia profunda del lugar: el cuerpo. Si era el encuentro reiterado con un particular lugar lo que terminaba por amoldar el cuerpo y sus posturas, hasta componer una unidad indisoluble con dicho lugar, ahora en la modernidad, el desplazamiento rápido y cómodo por los diferentes espacios priva al sujeto de toda capacidad táctil y de sensibilidad (Sennett, 1997: 274). Así, la posibilidad de estar al cabo de pocas horas y con gran facilidad en múltiples y diferentes entornos, sometidos a muy distintas solicitaciones, depara la experiencia de no estar verdaderamente en un lugar o en otro, de ubicarse en ningún lugar (Buchanan, 2005: 28), de estar simplemente ocupando un espacio abstracto y vacío. Ya sea por la falta de penosidad del viaje, realizado en la comodidad de los modernos medios de transporte, ya sea por la sobreestimulación, sobre todo visual, el lugar deja de hacer mella en el sujeto, pierde el espesor que le permitía forjar identidades y caracteres.

      No está de más señalar que esta desaparición de la identidad propia se origina en la imposibilidad de desplegar el que era el más básico proceso de humanización para esta escuela de geografía humana: el echar raíces. Atrás quedó el tiempo en que los seres humanos, de forma inadvertida y casi inconsciente, trababan un íntimo intercambio con el mundo físico (Tuan, 1990: 96). La vida moderna se figura tan acelerada y rápida que los sujetos carecen del tiempo y de las habilidades para establecer raíces (Tuan, 2001: 183).

      En el momento en que el ser humano deja de tener una relación consustancial con el lugar, de modo que deja de tomar de él los rasgos de su diferencialidad, pierde su unicidad como sujeto y se hunde en el seno de lo imperceptible, fundiéndose en la indiferencia de la masa (Buchanan, 2005: 23). La desaparición de la particularidad del lugar comporta una paralela corrosión del carácter que aqueja al sujeto moderno. La superficialidad del espacio tiene su correlato en la superficialidad de los caracteres y de las identidades: se carece del referente del cual extraer los valores y las destrezas (Bauman, 2010: 63) para trazar el propio proyecto de identidad.

      Y si antes los seres humanos se relacionaban entre sí por el hecho de compartir una geografía densa y pública, en una sincronía que combinaba sujetos, lugares y caracteres, el mundo moderno que arruinó la naturaleza del lugar hizo desaparecer también esa res pública que comunicaba íntimamente a unos sujetos con otros. En el mundo moderno, los sujetos no se orientan inconscientemente unos hacia los otros a través de los caracteres complementarios que han adquirido por su inserción en el lugar; el mundo moderno mercantilizado es un mundo de una persistente soledad que sólo se puede abandonar a través de la ficción y la abstracción del contrato. Como señala Augé, el contrato, bajo la modalidad del boleto comprado, o del ticket de ingreso, es la fórmula actual que permite acceder a los no lugares modernos y que lleva implícita una relacionalidad con los otros igualmente abstracta y sometida a una provisionalidad contractual (Augé, 2000: 105). En el momento en que el contrato expire, concluye el derecho del sujeto a usar y ocupar un espacio, y concluye también cualquier relación permitida con los otros sujetos. Por eso, la modernidad ha hecho superficiales no sólo las identidades de los lugares y las humanas, sino las propias formas de relación social.

      Es cierto que la concepción que parte de la geografía humana articuló sobre el lugar y las identidades era de gran valor desde el momento en que situó el fenómeno de las identidades sobre espacios físicos y reales donde se podía orientar más confiadamente la investigación. La identidad humana y social era un hecho que podía derivarse no de simples discursos, imágenes, representaciones e interacciones, sino de una constitución sustancial de lo humano en un mundo diferenciado y cualificado. Sin embargo, en el momento en que desde este marco de referencia nos preguntamos sobre las condiciones en que quedan enmarcados los fenómenos presentes de las amplias movilidades, nos encontramos con una imposibilidad. Una interpretación de lo humano desde la apropiación y el enraizamiento en unos lugares estables y persistentes nos impone ver con recelo, suspicacia

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