Hacia la periferia. Fernando Calonge Reillo

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Hacia la periferia - Fernando Calonge Reillo

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una amenaza para la posibilidad de las identidades y de lo humano.

      De este hecho ya se dio cuenta Tim Cresswell, al proponer una “Geosofía crítica” que fuera capaz de salvar las dicotomías estancas que separaban por un lado al lugar y la identidad y, por otro, a las movilidades y las anomías (Cressswell, 2006: 21-23). El aspecto crítico de tal “Geosofía” consistía en rebatir cualquier identificación inmediata que se realizara entre las identidades, los lugares y las movilidades, y examinar con detalle la forma política como se urdían determinados regímenes de movilidades y los significados y las repercusiones identitarias que se derivaban. En resumidas cuentas, la propuesta consiste en pensar otras fórmulas que reúnan la identidad con el espacio y que escapen a la lógica del enraizamiento. El grueso de este libro estará dedicado a contemplar la posibilidad de que las movilidades no produzcan sólo indiferencia de los lugares y de los caracteres, a examinar la manera como los desplazamientos, cambios, viajes y traslados puedan entenderse en su particularidad diferenciada, y permitan, asimismo, reencontrar también en los sujetos que los experimentan caracteres e identidades determinadas. En la medida en que se consiga este propósito, las movilidades particularizadas podrán ser consideradas también como otras tantas rutas para la emergencia material de lo humano en nuestro tiempo presente. La intención es que las propias movilidades, igual que antes era el lugar, puedan ser interpretadas como el punto fundacional de lo humano.

      Aunque las ingenierías del tránsito aparecieron en las décadas de 1920 y 1930, con el propio nacimiento y extensión de los modernos medios de transporte, habría que esperar hasta finales del siglo para que se comenzaran a indagar las condicionantes y repercusiones generalizadas que comportaban los amplios fenómenos de movilidad existentes. Así, a finales de la década de 1990 se instauró un programa de investigación en ciencias sociales que tenía por objetivo el estudio de las múltiples dimensiones que integraban las movilidades contemporáneas: movilidades turísticas, urbanas, migraciones, y toda la serie de movilidades virtuales que comenzaban a eclosionar por la instauración de internet y todas sus tecnologías de soporte. Aunque este programa es muy variado internamente, pueden destacarse tres grandes ejes que han articulado a los distintos esfuerzos de investigación: dimensiones socioculturales de la movilidad; soportes tecnológicos para las movilidades contemporáneas; y dimensiones identitarias de las movilidades. En términos expositivos, aquí me interesa mostrar la reconsideración y revaluación que cobró la movilidad como fenómeno susceptible de investigación, y, sobre todo, la forma como se ha constituido en un nuevo apoyo para la aparición de las identidades contemporáneas. Este apartado se dedicará a examinar la forma como se ha constituido, en la literatura reciente, un nuevo ideal normativo sobre el sujeto prototípico del tiempo presente: el individuo móvil y flexible, que concuerda con esa otra nueva realidad espacial de las amplias movilidades, y que hace en parte obsoleta la investigación sobre los lugares y los arraigos, tradicional de la geografía humana.

      Frente a los intentos por conservar toda la matriz analítica del lugar, los tiempos presentes impusieron la realidad de las movilidades como fenómenos merecedores de estudio. Bauman (2010:9) destacó (2010: 9): “nos guste o no, por acción o por omisión, todos estamos en movimiento. Lo estamos aunque físicamente permanezcamos en reposo: la inmovilidad no es una opción realista en un mundo de cambio permanente”.

      Paralelamente a esta exaltación de las virtudes y modalidades inscritas en la construcción de los lugares, la modernidad supuso una lenta pero irrefrenable recuperación de los valores de la movilidad. Frente a épocas donde los movimientos y desplazamientos pasaban desapercibidos, o eran incluso censurados (Kellerman, 2006: 21), la modernidad constituyó un proceso de reconocimiento y valorización creciente de estos fenómenos hasta el punto que se llegó a equiparar movilidad con modernidad.

      Así, en todo el siglo XIX, y en el seno de las grandes metrópolis del occidente, comienza a sostenerse una actitud mucho más favorable hacia los fenómenos de la movilidad y de la velocidad. A través de una serie de homologías que producían préstamos semánticos entre disciplinas como la fisiología, la economía o el protourbanismo, se comenzó a imponer el paradigma de la circulación ininterrumpida como proceso que acarreaba la salud de los cuerpos, el crecimiento de la riqueza de las naciones, o la salud y el buen funcionamiento urbanos (Sennett, 1997: 273-300). La velocidad se hizo equivalente de progreso (Kellerman, 2006: 11), en la medida en que admitía acercar a las poblaciones, abrir nuevos espacios a su apropiación humana, o en la medida en que permitía acelerar los ciclos de acumulación económica (Redshaw, 2008: 140).

      Ahora bien, si la movilidad se ha constituido en un elemento tan central para la propia modernidad, esto ha sido por la manera como se ha asociado con uno de los valores definitorios de nuestro tiempo: la libertad. Como muy bien resume Freudendal-Pedersen (2009: 67):

      Con el socavamiento del sistema feudal y la emergencia subsecuente del capitalismo, el individuo dejó de tener un puesto fijo dentro del sistema económico. En adelante lo que va a importar es la capacidad del individuo de demostrar su propia valía. El individuo se convirtió en el creador de su propio éxito, de modo que su posición en la sociedad dependería únicamente de sus propias actuaciones y no sólo del marco tradicional en donde había nacido. En consecuencia, cada individuo debía salir adelante y probar su suerte.

      El lento proceso de liberación de la mano de obra respecto a las fidelidades y seguridades medievales, y que convirtió al campesino en un proletario dejado solo ante su propia necesidad (Polanyi, 1968: 68-85), dedujo la entronización del principio de la libertad como principal instrumento para buscar el propio sustento. El nuevo periodo capitalista supuso la eliminación de las antiguas certidumbres: la certidumbre de una tierra que laborar, la que prestaba el señor ante quien se rendía vasallaje, o la que proporcionaban los sistemas de protección social locales para las poblaciones menesterosas. Sin estos recursos que garantizaban la subsistencia, los campesinos, siervos o ciudadanos se encontraron con que sólo contaban con su fuerza de trabajo para poder conseguir su subsistencia. El proceso de proletarización, en los siglos XVII y XVIII, supuso esta obligación de las clases populares de buscar su sustento vendiendo su mano de obra. En estas circunstancias, los nuevos proletarios tenían que contar al menos con la libertad para poder desplazarse hacia aquellos territorios donde se reclamara su fuerza de trabajo. La libertad como derecho a poder realizar el oficio que más le aprovechara al sujeto, y allí donde se deseara, era la traducción en términos liberales de esta pérdida de las seguridades de antaño.

      A esta necesidad impuesta por el naciente orden socioeconómico del capitalismo, le acompañó también una serie de formulaciones en el cuerpo de la filosofía política, que consiguieron instaurar el principio de la libertad entendida como libertad de movimiento. El nuevo orden social se entendía integrado por individuos aislados y que, a través de su constante intranquilidad y movimientos, perseguían la satisfacción de sus necesidades (Cresswell, 2006: 14). Restaba por encontrar las bases contractuales que permitieran armonizar todos estos movimientos y desplazamientos individuales, que impidieran salir de un estado de conflicto en la colisión y contraposición de los intereses particulares. Así, el sujeto moderno pasó a entenderse como individuo libre, con la potestad de poder moverse y desplazarse irrestrictamente en la búsqueda de la concreción de sus necesidades. El correlato era que cualquier obstáculo que proviniera de la sociedad o del Estado, y que contuviera el desarrollo de sus actuaciones y movimientos, se consideraría como una grave ofensa y como un atentado a una condición natural de la existencia.

      Se puede comprobar que de esta nueva concepción antropológica moderna sólo restaba un paso hasta instaurar la libertad de movimiento como un derecho inalienable del individuo. La constitución de los derechos civiles modernos, sobre los que se asienta todo el entramado liberal de ciudadanía presente, se realizó desde el hito fundamental de la defensa de la libertad de poder desplazarse de ciudad en ciudad para desempeñar el oficio de propia elección (Marshall, 1997: 305). Así, desde los albores del siglo XVIII, la libertad, entendida como movilidad de los individuos, se sitúa como pieza clave para

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